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El refinamiento. Hasta 1896, cuando Albert Gayet descubrió, a orillas del Nilo, la ciudad sepultada de Antínoe con sus diez mil tumbas intactas en la arena, no pudimos hacernos una pálida idea del refinamiento que embriagó a los romanos en la época del joven emperador. Una idea pálida y probablemente limitada, pues la mayor parte de los tejidos de Antínoe pertenecen a los días de la decadencia. Buenos testimonios nos ofrecen, en cambio, los retratos en mármol, los pocos que no fueron diligentemente destrozados. Por ejemplo, la fascinante escultura expuesta en el Museo de Villa Albani, en Roma, con el severo traje de pontifex maximus. Pero la tela que le cubre de modo ritual la cabeza es, como se ve por los drapeados, muy ligera y suave, claramente distinta de aquellas, más toscas, representadas en las estatuas de otros emperadores contemporáneos. La amplitud del pliegue sobre la cabeza, junto a la mejilla y sobre el pecho está calculada por una cuidadosa y experta mano: no despeina y no oculta el rostro. La tela, después de haber bajado junto a la cabeza, sube de nuevo, con tensiones perfectamente calculadas, hasta la clavícula izquierda, donde un cierre redondo, una joya, la engancha con suavidad al extremo posterior. Más abajo, desciende una túnica perfectamente plisada y bien sujeta en torno al cuello; nada más. O ese busto, actualmente en la gliptoteca Ny Carlsberg, en el que se aprecian las hombreras, los adornos, los hilos de oro de una elaboradísima coraza imperial. Y sobre el cabello, siempre cuidadosamente cortado, peinado hacia la frente y las sienes, y ligeramente ahuecado con ayuda del calamistrum, descansa una corona en forma de cinta, una obra de joyería de época antigua, casi bárbara.

El obelisco del Circo Vaticano. El inmenso monolito traído de Egipto fue erigido donde quería el emperador. En 1586 fue tras ladado no muy lejos, a la que actualmente es la plaza de San Pedro. Sin embargo, el recuerdo de aquella civilización desarrollada entre el desierto y el Nilo había quedado tan profundamente sepultado que hasta la noche del 20 de octubre de 1883 un estudioso, Orazio Macchi, no consiguió descifrar, en uno de esos obeliscos, el nombre de Ramsés II, el faraón que había vivido treinta y cinco siglos antes, abriendo así, ante los estupefactos y obstinadamente incrédulos romanos de su época, una puerta vertiginosa hacia el pasado. Y todavía hoy, muy pocos de los que visitan la famosa columnata de Bernini y contemplan la gigantesca estela saben cómo y por qué hace veinte siglos esta fue transportada de Egipto a Roma atravesando medio Mediterráneo. El puente de cuatro arcadas, en cambio, se hundió como consecuencia de una de las numerosas crecidas del Tíber. Después de diecinueve siglos fue sustituido por el solemne puente que lleva en la actualidad a San Pedro. Y una insólita sequía estival sacó un día a la luz, pocos metros río abajo, los cimientos del «puente de Calígula».

Palatino. Para quien recorra hoy las grandiosas y terriblemente saqueadas ruinas del monte Palatino -donde el joven emperador se detuvo para imaginar su nueva Roma-, es casi imposible creer que allí se alzaran imponentes edificios de muchos pisos, inmensas columnatas y salas vertiginosamente vastas. Y que todavía en el siglo vi, el ostrogodo Teodorico, Dietrich von Bern, hubiera podido habitarlos confortablemente. El palacio imperial de Cayo César, todavía perfectamente habitable, fue escogido incluso por los papas de los sombríos siglos vii y viii como residencia que, desde lo alto del Palatino, afirmaba su poder temporal sobre Roma.

Pero pronto llegaron los años medievales del odio ideológico y del saqueo demoledor de piedras, ladrillos y tejas. De los espléndidos edificios augustales quedaría muy poco, aparte de las descripciones de los historiadores y el fatigoso reconstruir de los arqueólogos. De los cincuenta hermas de mármol negro antiguo que decoraban el santuario de Apolo, por ejemplo, fueron desenterrados tres, actualmente expuestos en la humillante penumbra de una pequeña sala, no muy lejos, con otros pobres restos. De la gigantesca estatua del dios, solo han aparecido fragmentos de mármol amontonados desordenadamente que esperan una posible reconstrucción. La mole del palacio de Tiberio, despojada de los mármoles, las columnas y las paredes de los pisos superiores, y en gran parte inexplorada, lleva siglos enterrada bajo una maraña de árboles y matorrales. Sobre las ruinas de la colina se construyeron numerosos conventos y pequeñas iglesias. En el Renacimiento llegaron los días de las expoliaciones seudoarqueológicas. Se excavaron aberturas devastadoras en los edificios sepultados por los derrumbes y las zarzas, para penetrar en el enorme laberinto enterrado de palacios comunicados entre sí. Se sustrajo todo lo que se podía sacar, hasta los canalones. Y durante mucho tiempo la administración pontificia fue vendiendo «los materiales de construcción recuperados». En el siglo XVI, el papa Paulo III Farnesio demolió una parte del palacio de Tiberio y construyó allí una villa con parque, que su familia llamó jardines Farnesinos y que en 1731, por herencia de matrimonios, pasó a manos de los Borbones de Nápoles. Estos no encontraron tiempo para ocuparse de ella ni tuvieron interés en hacerlo, y como estaba lejos dejaron que se fuese deteriorando. En 1861 Napoleón III compró la cima del Palatino por la modesta cantidad de 50.000 escudos. Hasta 1870 el joven estado italiano, con pacientes expropiaciones y adquisiciones de parque, conventos y diversas villas, pudo poner en marcha en la colina imperial las primeras confusas tentativas de investigación arqueológica.

Lacus Nemorensis. En 1840 el pintor inglés John Turner pintó con sensibilidad romántica las ruinas de la gran caverna, el odeion, y las esculturas semiocultas por las zarzas. El estudio de las misteriosas ruinas nemorenses fue complicado y desviado por una fantasiosa leyenda sobre la que un abogado inglés llamado James Frazer escribió, con pasión de etnólogo y mitólogo, muchas páginas: decía que en los tiempos antiguos un esclavo fugitivo podía encontrar la salvación en aquel nemus que rodea el lago si, después de haber arrancado una rama de oro de cierto árbol sagrado, combatía en tin duelo sanguinario y vencía. Parecía una historia ab surda y cruel, pero quizá la leyenda de ese duelo escondía la historia de antiguas y desesperadas rebeliones de siervos.

Sin embargo, durante todo el bajo imperio y la Edad Media había sobrevivido un confuso recuerdo popular de las dos naves sumergidas. Nadie conocía la historia; solo se sabía que los restos yacían allí abajo, porque las redes de los pescadores se enganchaban y algunas veces arrastraban hasta la superficie trozos de viga, de teja o de mármol.

En el Renacimiento despertó una atención erudita en torno al enigma del lago. Después de siglos de sorda negligencia, se empezaba a descubrir que lo que los antiguos libros contaban sobre la grandeza de la Roma imperial no era nada en comparación con lo que estaba enterrado bajo tierra: ruinas, columnas, templos, estatuas, tumbas, joyas. Así pues, muchos se propusieron seriamente inspeccionar las naves y planearon su recuperación. Nadie lo logró. Tan solo recogieron algunos desordenados, aunque bellísimos, fragmentos de piezas decorativas.

En el siglo XIX hubo tentativas carentes de escrúpulos por parte de anticuarios y de submarinistas audaces. Se extrajeron del agua bronces de buena factura, cabezas de viga y ruedas de timón, estatuas, objetos que parecieron indescifrables y que acabaron, dispersos, en los museos de Londres, Nottingham, París, Berlín e incluso en Rusia, en el Ermitage. Quedó algo en el Museo Nacional de Roma. Se arrancó de los restos de las naves, con ganchos y cuerdas, una gran cantidad de magnífica madera que acabó en los Museos Vaticanos, en el Museo Kircheriano de San Ignacio y como parte de la decoración del palacio de uno de los Torlonia. Y como muchas pesadas vigas se habían quedado pudriéndose en la orilla, expuestas al sol y a la lluvia, alguien las utilizó para hacer fuego.