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En una esquina donde el viento no había acumulado demasiada arena se veían los basamentos de las veinticuatro columnas; Segato levantó los ojos y calculó que tenían quince metros de alto. Después vio un impresionante techo de piedra, dividido en gigantescos cuadrados. Allí arriba -intactos los deslumbrantes colores en la aridez del desierto- habían pintado un magnífico ciclo de imágenes. Era un misterioso texto de astronomía mágica: las treinta y seis regiones celestes y los treinta y seis decanos del año egipcio, los nombres divinos de los treinta días de cada mes y los cinco días sin nombre que inician el año; los cuatro puntos cardinales y las constelaciones; y las doce deslumbrantes barcas de las doce horas de la luz y las barcas oscuras de las doce horas nocturnas, los catorce días de la luna creciente y los de la luna menguante. Pero después aparecieron las figuras del zodíaco romano, que el antiguo Egipto no había conocido. Por lo tanto, la existencia de aquella maravillosa pintura y del edificio se debía a la voluntad de un emperador romano.

Sin embargo, sobre el constructor de esa enorme obra, que ascendía de la arquitectura a la filosofía, ningún historiador conocido por nosotros había escrito nunca una palabra. Y por fin, un día, en una esquina del techo de granito, alguien vio que, encerrado en el cartucho como el nombre de un phar-haoui, estaba esculpido el nombre del emperador romano Cayo César Augusto Germánico, conocido entre nosotros como Calígula. Se hallaba colocado en el punto en el que Isis Tiché protegía el cuadrante de Virgo, «el de su nacimiento». Entonces algunos empezaron a preguntarse por qué estaba ese nombre inscrito allí.

Más tarde, en la isla de File se descubrió un grandioso pórtico de época romana: sostenido por treinta y dos inmensas columnas, se extendía a lo largo de todo el lado occidental, hasta la entrada del antiguo templo dedicado a la diosa Isis. Pero en el lado oriental la gigantesca construcción había quedado interrumpida: enormes bloques de granito yacían en el suelo desde hacía siglos. Con todo, alguien había esculpido en la piedra el nombre del constructor: el joven emperador Cayo César Augusto Germánico. Y nadie había llegado hasta aquella lejana isla para ejecutar la sentencia de los senadores y borrarlo. «Te saludo, Isis, te saludo, reina…», decía.

Durante cinco siglos después de su muerte, el antiquísimo culto isíaco encontraría en ese templo tan lejano el último refugio. Los blemios, guerreros negros de Nubla, lo defenderían desesperadamente contra las intolerantes persecuciones de la nova religio que, desde Alejandría, remontaban el valle del Nilo. En el año 544 el emperador Justiniano decretaría en Constantinopla la muerte del pensamiento antiguo, convencido de conseguirlo: cerraría las termas públicas en todo el imperio -poniendo en marcha el inicio de la Edad Media también desde el punto de vista higiénico- y disolvería la escuela de Atenas, donde había enseñado Platón. Transformaría en iglesia incluso el templo de la isla de File y enviaría a un obispo para ocuparlo. En esos días, la última sacerdotisa de Isis Hator sería sacada del templo, despojada de las vestiduras sacerdotales, violada, arrastrada por los inmensos patios mientras era cubierta de insultos y finalmente arrojada desnuda a las rocas de la isla y allí -último demonio pagano- lapidada, enterrada bajo un montón de piedras. Ochenta años después el islam llegaría a todo Egipto.

CAPÍTULO VII

Damnatio memoriae. Un museo romano alberga el bajorrelieve de un joven emperador del siglo I, con las vestiduras y los objetos rituales del culto isíaco. Pero lo miramos sin saber quién es. La figura se halla intacta, pero las facciones están completamente borradas a golpe de cincel, y el nombre también.

Hasta nuestros días no se descubrió la exquisita sala isíaca, la misteriosa obra maestra del emperador llamado Calígula, y se constató con escándalo que, estando todavía nueva, había sido bárbaramente utilizada como cimientos de edificios sucesivos. Con un insolente desprecio hacia su refinada decoración, incluso habían construido allí una cisterna.

Hemos sabido asimismo las dimensiones de la nave que transportó a Roma el obelisco de la plaza de San Pedro. Para hundirlo y que se perdiera su recuerdo, lo rellenaron con una masa de cemento que, al solidificarse bajo el agua, conservó su forma gigantesca.

El inmenso templo isíaco de Roma, en cambio, reapareció a trozos en diferentes siglos y de forma desordenada, mientras se excavaban los cimientos de palacios, iglesias y conventos, en un espacio indeterminado que va desde lo que hoy es la plaza de San Ignacio y la calle del Seminario hasta la iglesia de Santo Stefano, por un lado, y por el otro, desde la plaza del Colegio Romano hasta la plaza de Minerva y quizá pasada esta.

A mediados del siglo XV, un jardinero que estaba plantando un árbol encontró una gigantesca cabeza de mármol y, como los curiosos le molestaban, volvió a cubrirla de tierra. Más tarde se encontró una enorme masa de bronce, en forma de piña, y fue llevada a un patio del Vaticano al que le pusieron su nombre. En torno a 1515 aparecieron dos enormes estatuas tumbadas: el Nilo y el Tíber. El Nilo fue llevado al Vaticano, mientras que el Tíber se encuentra en el Louvre, en París.

Otro día aparecieron dos imponentes leones de basalto negro, que fueron utilizados para adornar las fuentes que hay al fondo de la escalinata del Campidoglio. Pero no se entendía qué significaba todo eso. La zona donde aparecían los restos era tan vasta como la actual San Pedro.

Cerca de Santa María sopra Minerva se descubrió un cortejo de animales sagrados, traídos de Egipto, con inscripciones jeroglíficas y nombres de antiguos phar-haoui que nadie supo leer: un gran león agazapado, con las patas cruzadas, una poderosa esfinge en diorita y otra, al final de la calle de San Ignacio, esculpida en el granito rojo con vetas grises del alto Egipto. Luego, también de granito, am babuino, símbolo de Tot, dios de los filósofos, y dos cinocéfalos sentados, con las palmas de las manos apoyadas en las rodillas, símbolos de la meditación. Después apareció un pie masculino de mármol, de dimensiones colosales (no queda nada más de la estatua que sostenía). Que fue fue dejado, sobre un pedestal, en el lugar donde se encontró, y que hoy se llama calle del Pie de Mármol.

En otro momento apareció un torso femenino, de mármol blanco, con vestiduras drapeadas según el rito egipcio, quizá la estatua de la diosa. La retiraron de allí y la colocaron en uno de los lados del Palacio Venecia, junto a la iglesia de San Marco. Era bellísima, grande y misteriosa, y no tenía nombre. La gente de Roma la llamó Madaura Lucrezia.

Después la tierra restituyó los obeliscos derribados. Uno procedía del lago sagrado de Sais y actualmente puede verse, con fantasía barroca, sobre la grupa del elefante de la plaza de Minerva. Otro fue encontrado junto a la plaza de San Macuto; sus jeroglíficos dicen que lo esculpió el gran Ramsés II. Lo trasladaron frente al Panteón de Agripa, que mientras tanto se había convertido en una iglesia.

Otros obeliscos yacían aún bajo tierra. Cuando aparecieron, fueron llevados uno a los jardines de la estación ferroviaria, otro a Villa Celimontana y otro al jardín de Boboli, en Florencia, mientras que otros dos acabaron en Urbino.