– No me acuerdo -tuvo que responder su padre. Vació la copa y la dejó muy despacio, como quien se ha excedido inútilmente con la bebida para olvidar la infelicidad. Cayo lo miraba mientras permanecía con los ojos fijos en la copa vacía. De pronto, Germánico levantó la cabeza-: A fin de cuentas -añadió-, todo el mundo debería augurar para sí mismo la suerte de julio César. No te la esperas y por lo tanto no te defiendes. El que te ataca es experto en armas y sabe que no debe fallar; por eso te asesta rápidamente el golpe preciso. Es un instante: la hoja que entra, una sensación de frío, ningún dolor… -dijo, riendo.
Su hijo Cayo lo miraba conteniendo la respiración, porque sabía por Zaleucos que julio César había dicho las mismas palabras cenando con su amigo Marco Lépido la noche antes de ser asesinado.
La isla
Cuando, una vez atravesada Grecia por vía terrestre y cumplida la misión hasta el litoral del Hellespónto, comenzaron a descender por el mar Egeo a lo largo de la costa asiática, apareció a la derecha una pequeñísima isla montañosa que los marineros, concentrados en las amuradas, miraron en silencio.
La isla tenía costas impracticables, bosques de espesa vegetación, un único monte, altísimo, que emergía solitario del mar.
– Es Samotracia -anunció el capitán.
Ellos llegaban desde el septentrión, a través de un mar azotado por variables golpes de viento; las olas verdes se orlaban de espuma al chocar contra los escollos.
– Samotracia no cuenta con ejércitos -dijo Zaleucos-, pero nadie se ha atrevido nunca a atacarla.
Allí adoraban, con antiguos y crueles rituales, a los Kabiroi, dioses procedentes de tierras lejanas. En el dialecto de Beocia, Kabiroi significaba «los poderosísimos». Sus nombres sagrados emergían de la noche de los tiempos: Axiocersus, Cadmilus…, nombres desconocidos en las otras islas griegas. Eran dioses que ayudaban en la guerra y salvaban de los naufragios, pero también siniestras potencias y oráculos que veían -y tal vez determinaban- el futuro.
Nubes bajas envolvían la montaña.
– El mar se está encrespando -observó el capitán.
Pese a ello, Germánico ordenó dirigirse hacia la isla.
– Quiero desembarcar antes de que anochezca.
Zaleucos contó que, durante el asedio de Troya, el dios Poseidón observaba enfurecido desde ese monte los ataques de los griegos. Después señaló un punto impreciso en la costa de Asia y dijo:
– Troya está allí.
El capitán se echó a reír.
– Los dioses debían de tener una vista de lo más aguda -dijo con ironía-, porque de joven yo subí a la cima del monte y lo que es seguro es que desde allí arriba ni las águilas verían el duelo de Aquiles contra Héctor.
Pero los marineros se mostraron preocupados porque había reído hablando de los dioses.
Poco a poco se alzaban sobre el agua las negras murallas ciclópeas de la única ciudad de Samotracia y asomaba el pesado edificio del templo. Mientras tanto, el viento arreciaba y llenaba el cielo de nubes. Cayo se preguntó qué buscaría su padre en aquella isla oscura y vio que los pensamientos inquietantes de Roma lo habían acompañado durante todo el viaje.
El capitán repitió que el mar estaba embraveciéndose y que navegar hacia Samotracia era peligroso. «Los Kabiroi no quieren que desembarquemos», susurraban los marineros.
Pero Germánico ordenó de todas formas intentarlo. Quería subir al santuario, ser iniciado mediante ritos secretos de purificación en los misterios de los Poderosísimos, quemar incienso a los pies de la Niké, la célebre estatua sagrada de la Victoria alada que un rey de Oriente, Demetrio Poliorcetes, les había dedicado para darles las gracias por una victoria. En realidad, todo eso era un débil antídoto contra la angustia.
Cayo lo miraba preocupado y pensaba que no podía haber ninguna relación entre aquella isla solitaria en el crepúsculo y la suerte de su padre. Pero el viento -que se había levantado después de las carcajadas del capitán- estaba arrastrándolos inevitablemente a otro lugar, hacia los peligrosos arrecifes, y los marineros no lograban contrarrestarlo. En un momento dado dio la impresión de que había una fuerte corriente bajo la quilla de las naves. Los hombres estaban preocupados por la fama de la isla y porque se acercaba la noche. Alguno repitió que los dioses los rechazaban. No consiguieron poner los pies en Samotracia.
Durante toda esa noche, las naves permanecieron a merced del mar oscuro, el violento mar de Poseidón, y los hombres ignoraban adónde los empujaban en la oscuridad los vientos aquilones. Al amanecer apareció cerca la línea de la costa y después, entre la niebla, un monte cubierto de pinos.
– El monte Ida -anunció Zaleucos.
Los vientos se habían aplacado y ellos avanzaron hacia la orilla sobre el agua que se hinchaba formando las últimas olas largas. Se veía una llanura poblada de encinas, cipreses y tarayes, y un río, y un torrente de guijarros blancos que confluía con él.
– El Simois y el Scamandros -dijo Zaleucos.
Cayo miraba, sin moverse, los lugares cuyos hombres había inventado Homero. Más allá, bajo las nubes bajas, entre breves destellos de sol, aparecía una extensión de murallas desordenadas. Y Zaleucos concluyó, conmovido:
– La que está en la colina es la ciudad que llamaron Troya.
En la llanura desierta, por delante de las murallas de la ciudad que había soportado un asedio de diez años, desfilaba un larguísimo rebaño, los pastores con sus cayados, algunos caballos salvajes.
– Esa fue la última guerra -dijo Zaleucos- en la que los dioses se dejaron implicar hasta combatir entre sí. Pero después de aquellas masacres nos abandonaron a nuestra locura.
Desembarcaron y caminaron hasta la ciudad, donde se alzaba el templo de Atenea, la diosa guerrera y violenta, la única auténtica vencedora. Del tejado, sujeto con dos cadenas, colgaba un escudo pesadísimo y brillante. El mito decía que lo había utilizado Aquiles en su último combate. Los sacerdotes contaron -hablaban un griego cantarín y exótico- que, una vez conquistada Troya, los griegos habían tomado conciencia de que habían sufrido demasiadas bajas. Para engañar a las potencias que perseguían la ciudad con un destino de catástrofes, un oráculo sugirió ponerle un nombre nuevo. La llamaron Ilión y volvieron a consagrarla inmolando víctimas humanas: vírgenes y adolescentes prisioneros.
– Aquella matanza mágica fue inútil. La ciudad fue devastada e incendiada siete veces más, y siempre fue reconstruida.
En Ilión seguía reinando, después de tantos siglos, una atmósfera amarga y funesta: para todos los hombres nacidos allí continuaría siendo un implacable símbolo de guerra. Germánico había bajado pensando -aunque no podía decirlo- que la gloria de las armas era horrible. No respondía a sus hijos, fascinados por el antiguo mito, y embarcó con melancolía, sin volverse.
– Los dioses no te permiten conocer el efecto de tus actos hasta que los has realizado -dijo finalmente. Volvió a sus pensamientos mientras veía desaparecer la ciudad a lo lejos y añadió-: Quizá en las tierras a las que voy podamos actuar sin instigar a las legiones.
Descendieron a lo largo de la accidentada costa de la provincia de Asia y echaron el ancla en el puerto de la famosa Éfeso para hacer un alto. Y todos vieron que el pobre esclavo Zaleucos se movía por allí con seguridad, aunque no parecía conocer a los habitantes. De pronto preguntó a Germánico:
– ¿Quieres recorrer el camino que recorrió Alejandro de Macedonia tras la victoria a orillas del Gránico?
Como Germánico asintió de inmediato, lo guió hasta el gran templo situado en la cima de la colina donde se veneraba a Artemisa, la diosa virgen que lleva una luna creciente sobre la cabeza y aplasta con los pies una serpiente. Mientras subían al lento paso de los caballos, contó que la noche del nacimiento de Alejandro un loco había incendiado aquel templo y el gran sacerdote, el Megabyzus, había profetizado enormes cambios.
– Por eso Alejandro subió aquí con su ejército y dejó mucho oro para restaurar el templo. La diosa se le apareció y le prometió conquistas tan vastas como para fundar trece ciudades que llevaran su nombre: una en el mar de Arabia, y otra en el Éufrates, y en Bactriana, y en Hircania y en la tierra de los partos. La última, aquella en la que lo enterrarían, estaría en el Nilo. Sin embargo, la diosa no dijo que, para fundar esas ciudades y para morir, se le concedían poquísimos años.