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Por la noche, Germánico y los suyos descansaban en el fresco pórtico situado frente al río y bebían el aromático vino que llegaba, por un largo camino, de las colinas de En-Gedi. Músicos sirios y egipcios tocaban instrumentos de formas y timbres -cuerda, viento, percusión- todavía desconocidos en Roma; de vez en cuando un joven músico o una muchacha cantaba una estrofa de ritmo fluctuante. Cayo aguardaba con pasión aquella hora: estaba naciendo en él el impetuoso amor por la música que lo acompañaría toda la vida.

Pero una noche, apenas la última canción hubo terminado en un dulce susurro, Germánico dijo, como pensando en voz alta:

– No quiero seguir estando obligado a ganar guerras.

Era un concepto jamás escuchado en boca de un general romano, y el tono era tal que todos dejaron las copas y lo miraron.

– Augusto escribió que los límites del imperio no deben ampliarse más -dijo él-. Y yo veo que hoy el cuerpo del imperio es ya demasiado vasto para mantenerlo unido mediante las armas.

A su hijo Cayo, aquella imagen se le grabó en el cerebro.

– Yo no quiero que continúe habiendo entre nosotros y las gentes externae una frontera inestable de pueblos sublevados, mantenidos a raya por legiones permanentemente en armas. Quiero una franja de aliados. Quiero vincular su interés al nuestro.

El tribuno Cretico, su colaborador más fiel, lo miraba fascinado: entre las copas de vino abandonadas sobre aquella mesa, estaba naciendo una inesperada filosofía de gobierno.

A la mañana siguiente, el joven Cayo y el fatigado Zaleucos vieron llegar a la entrada del palacio, insolentemente rodeado por una escolta armada y clamorosas enseñas, a un sexagenario alto y orgulloso, a todas luces dotado de poder, que se acercó a la escalera como si fuese a conquistarla y acto seguido, sin jadear pese a su corpulencia y su edad, comenzó a subirla un peldaño tras otro.

Los funcionarios murmuraron, entre alarmados y molestos: «El legado de Siria», y alguno se escabulló para avisar a Germánico. Aquel hombre pasó de largo sin mirar a nadie y Cayo se acordó por segunda vez, con la misma inquietud, del senador que el día del triumphus, en Roma, no había saludado a su padre. De hecho era él, Calpurnio Pisón, el estrecho colaborador de Tiberio, que desde el puerto de Seleucia había subido a Antioquía.

– Recibe correos de Roma todos los días y envía mensajes de respuesta inmediatamente -le contó un oficial a Zaleucos.

En la tranquila Antioquía reaparecieron, como serpientes saliendo de debajo de una piedra, todos los temores que los habían asediado en el castrum.

Sin embargo, de la larga reunión que había mantenido con Calpurnio Pisón a puerta cerrada, Germánico no dijo ni una palabra. El único testigo había sido el fiel Cretico, y cuando salieron estaba pálido. Hasta más tarde no se supo que Calpurnio Pisón había llevado, entre otras cosas, una orden de Tiberio: Cretico era retirado del cargo y debía regresar inmediatamente a Roma. Germánico estaba solo.

Viaje a Egipto

Esa noche, en el palacio de Epidafne, ante el asiento vacío de Cretico, Germánico anunció a sus pocos amigos:

– He decidido ir a Egipto.

Lo escucharon sin entender adónde llevaba aquella afirmación. Eran las palabras más inimaginables que podían esperar de él. Un oficial se aventuró a decir en voz baja:

– Ningún senador o magistrado puede entrar en Egipto sin permiso de Tiberio.

En realidad, Augusto había clasificado las provincias del imperio según sus refinadas y complejas valoraciones estratégicas y, sobre todo, económicas. Tras las últimas conquistas, había inventado la clase de las provincias Augustales, es decir, bajo el control directo del emperador y gobernadas en su nombre por un prefecto omnipotente. Este era elegido, por ley, entre los simples équites; era, pues, un hombre que debía al emperador literalmente todo, y su obediencia era tan servil como absolutos sus poderes.

Los populares habían insinuado en vano: «El cierre de las fronteras transforma Egipto, el más vasto y poderoso reino conocido, en un bien privado imperial». La dominación había sido implacable, con pesados impuestos, confiscaciones y enrolamientos forzados, y el flujo de riquezas vertidas en las arcas imperiales, incalculable. Sobrecargados convoyes de barcos mercantes surcaban el mar, pues los fértiles campos que se extendían a lo largo del Nilo se habían convertido en el granero de Roma.

El primer prefecto, llamado Cornelio Galo, había sido un desinhibido y con frecuencia escandaloso poeta erótico, escogido en el restringido círculo de las amistades intelectuales augustas, amigo incluso de Virgilio. Pero, al encontrar en Egipto tantas riquezas disponibles, había revelado inesperadas aptitudes para ejercer la violencia y la rapiña; y por añadidura había sofocado las revueltas en el valle del Nilo tan sanguinaria e insensatamente que Augusto le había ordenado en secreto regresar a Roma. Y una vez en Roma, para evitar un escándalo que prometía ser clamoroso, había sido cínicamente inducido a suicidarse. Después de él, abusos, arbitrariedades y expoliaciones fueron realizados con más prudencia, encontraron débiles rechazos en el país desangrado y acabaron siendo borrados por la historia.

Entrar en Egipto, por consiguiente, además de estar prohibido era peligrosísimo. Sin embargo, Germánico no contestó a la queda observación de su oficial. Y nadie dijo si la decisión rebelde era exclusivamente fruto de la intolerancia contra el mal gobierno o escondía un plan mucho más grave, es decir, la insurrección del descendiente de aquel Marco Antonio que, por un sueño imperial, se había jugado la vida en Alejandría. No se atrevieron a hablar.

De pronto, Germánico dijo que, en vista de los peligros, Agripina y los dos hijos mayores debían quedarse en Antioquía. Al escucharlo, su mujer se quedó súbitamente pálida, al igual que Cayo, aunque no hizo ninguna objeción: era la primera vez que se separaban, pero hablaba el jefe de una dinastía, y parecían órdenes impartidas para una acción de guerra.

– Viajaremos de incógnito -explicó Germánico-, sin previo aviso y sin escolta, con un séquito reducido.

Cayo, el hijo que aún no había sido nombrado, esperó, conteniendo la respiración, a que la mirada de su padre llegase a él. La mirada llegó.

– Vestiremos como los griegos. Hablaremos en griego. Un mercader con sus ayudantes y su hijo. -Alguien asintió sonriendo-. Un mercader griego no despierta sospechas -confirmó Germánico, que obtuvo la aprobación general-. Llevaremos también a Zaleucos. Él es griego de verdad.

Así descubrió el joven Cayo lo ligeras, llevaderas y elegantes que eran aquellas prendas: fuera el calceus, y en los pies el ligero crepis; el desenfadado pallium en lugar de la toga solemne.

– Olvídate del latín -ordenó su padre-, solo hablaremos en griego. El latín, ni lo conoces.

La pequeña comitiva de falsos mercaderes griegos («estamos interesados en telas, piedras duras, perlas y turquesas») llegó por mar ante al inmenso delta del Nilo, costeó hasta el estrecho de Canope y por fin desembarcó en Egipto. Pero Germánico evitó Alejandría, sede del praefectus Augustalis con dos legiones, a quien no habría podido ocultar su identidad. Lo que hicieron fue remontar, con una barca de fondo plano, el largo brazo del Nilo en el que surgía la célebre ciudad sagrada de Sais. El ligero viento que llegaba desde el mar soplaba en la vela y ayudaba a navegar contra corriente.

En la mente de Cayo, Egipto era una tierra de sueños gigantescos, pese a que la cultura griega de Zaleucos siempre había hablado de ella con cierta superioridad. Sin embargo, lo que vio a lo largo del poderoso río fueron campos destrozados por las correrías, sin sembrar: árboles cortados, diques derrumbados, presas agrietadas. Aquí y allá, pobres aldeas neciamente devastadas, huellas de incendios, ruinas hundidas en la arena, campesinos con pequeños rebaños, una manada. La gran crecida anual del Nilo se aplacaba despacio entre las infinitas ramas del delta; pero en los canales subterráneos avanzaba perezosamente una corriente verdusca, junto a la cual asnos vendados daban vueltas en redondo, atados, para levantar las palas de la noria con el agua fangosa.