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– Nuestros templos están ahora vacíos. El gran Rito no se repite desde hace muchos años. Solo puede realizarlo el phar-haoui, el faraón, como vosotros lo llamáis, pero Ta-ne-si, la Tierra Ama da, ya no tiene phar-haoui. Para celebrar ese rito, el phar-haoui Skorpio, que reinó antes que todas las dinastías, llevaba un gorro mágico de forma cónica que le ceñía la frente. Estaba hecho de electrón, la aleación de plata y oro que permite percibir el infinito, la que cubre también la cúspide del obeliskos, como decís vosotros. Pero el sacerdote_ que conocía la fórmula ha muerto.

– ¿Qué rito era? -intervino Cayo.

También entonces, al final del viaje, el sacerdote echaba migajas de información entre anchos espacios de oscuridad. Su vejez había perdido todo aquello que le importaba y su odio valeroso era fascinante. Señaló el agua del río, que crecía y fluía más deprisa de hora en hora.

– La noche del gran Rito llega cuando el lago sagrado se llena de agua.

– ¿De dónde viene el agua, en medio de toda esta arena? -preguntó Cayo, que tenía en mente el enorme y frío curso del Rin.

– No de la lluvia del cielo, como en tu país. Emerge de una esquina del lago, de debajo de la tierra, de noche, muy despacio. Y por la mañana ves que, allá al fondo, la arena se ha puesto oscura. El sacerdote se acerca y la toca: está húmeda. Entonces sabes que no debes tener miedo: la crecida del río, el regalo divino del agua, está llegando. La noche siguiente, el agua se filtra e inunda, y ves un aguazal que brilla bajo el sol. Los pájaros también lo ven y empiezan a chillar, y descienden en círculo alrededor del lago que renace. Los extranjeros se quedan sorprendidos al ver nuestros lagos sagrados, que se llenan sin que del cielo caiga una sola gota de agua, en medio de las arenas del desierto. No se ve por dónde entra el agua ni por dónde sale… -El sacerdote hizo una pausa, como si estuviera reflexionando-. Para explicarte el gran Rito -dijo-, primero debo hablarte de la tumba donde duerme el fundador de la primera dinastía, el gran Aha, el que cruzó las puertas de la Ma gia. En torno a él están sepultadas catorce barcas sagradas de más de treinta pasos de longitud, de tablas de cedro bien unidas, cosidas con cuerdas y provistas de toletes para treinta remos.

– ¿Tú las has visto? -preguntó Cayo.

– No las ha visto nunca nadie. -El sacerdote sonrió, y ni siquiera él imaginaba hasta qué punto su respuesta influiría en el futuro-. Están sepultadas bajo un monte de arena. He leído las inscripciones. Esas naves no navegan por los mares. Representan el viaje del hombre desde la orilla de la Materia hasta la orilla del Espíritu. Porque, presta atención, en ti hay tres fuerzas. La primera es la energía que mueve tu cuerpo mientras este vive, el bha. La segunda es la energía de tu mente, el kha, que llega a todas partes, como los rayos solares. La tercera es el anj, el espíritu que nada puede capturar o herir.

Germánico y su hijo ya se habían acostumbrado a aquel griego arcaico y solemne, aprendido en los libros, constelado de palabras raras, que resurgía de siglos remotos. Y, mientras los golpes de los remos acompañaban a la corriente que conducía la embarcación hacia la desembocadura, el sacerdote dijo:

– Tú me has preguntado cómo se desarrolla el gran Rito y yo te respondo que no sucede nada. El gran Rito es un símbolo de lo que los ojos materiales no ven, de lo que solo el anj, el espíritu, puede descubrir algunas veces. El cortejo sale del templo al ponerse el sol y baja al lago. Todos visten blancas y puras túnicas de lino. Los hombres llevan la cabeza afeitada en símbolo de meditación. Las muchachas cubren la calle de flores, llevan espigas y perfumes, porque Isis es la naturaleza que se renueva, el árbol que florece, y por eso el sicomoro de madera incorruptible está consagrado a ella. Las mujeres llevan velos ligeros, sandalias doradas y collares, porque Isis es la inteligencia que descubrió todas las artes. Coros de adolescentes y címbalos, arpas arqueadas, sistros de bronce, de plata y de oro suman las armonías de sus sonidos y las mezclan con los perfumes sagrados, produciendo un potente efecto. Porque Isis es la áurea Señora de la música, como dice la inscripción de Iunit Tentor. Y debes saber que, de los cuarenta y cuatro libros de la Sabi duría, dos están dedicados a las melodías del gran Rito. Por último, el sumo sacerdote lleva una cysta de oro; y ves que una cobra de oro está enrollada sobre la tapa, porque Isis es la sabiduría que doma la astucia. Pero la cysta está vacía, pues contiene la Idea de la divinidad, que no tiene forma, ni rostro ni límites. El cortejo con lámparas y antorchas llega a las naves. Los adeptos suben a la Me-se-ket; en la Ma-ne-djet, la sagrada nave de oro que no lleva ni remos ni velas, sino únicamente un inmenso timón, embarcan el phar-haoui y los sacerdotes. El phar-haoui se hace cargo del timón y dirige la proa hacia la luna llena que aparece por el desierto. Porque Isis es la vida que resurge de la muerte, y por eso lleva sobre la cabeza el disco lunar, que renace todos los meses. Y abre la Puerta Áurea del mundo invisible, donde reposan los muertos que has querido mucho.

– Gracias por este viaje -susurró Cayo a su padre, aunque al decirlo no sabía lo mucho que todo aquello marcaría indeleblemente su futuro.

– Al pie del monte Albano, junto a Roma -contestó Germánico-, hay un pequeño lago redondo. Dicen que es la boca de un volcán dormido. Tampoco allí entra ni sale ningún río, y sin embargo, el nivel de sus aguas no desciende nunca. Se llama lacus Nemorensis, lago del bosque. Iremos -prometió. Después le vino a la memoria la nave dorada que algunos senadores, escandalizados, habían dicho haber visto en el Nilo, en los días tumultuosos de Marco Antonio y Cleopatra, y preguntó con cautela al sacerdote-: ¿Has asistido alguna vez a ese rito?

El sacerdote respondió de inmediato que sí.

– Pero hace mucho tiempo. La última vez que se pudo celebrar fue en Sais.

Germánico advirtió que la respuesta escondía pensamientos no expresados, se dio cuenta de que podía insistir y lo hizo con ansiedad:

– ¿Sabes quién lo celebró la última vez?

– Tú deseas conocer su nombre y yo no tengo motivos para ocultarlo. Él y su mujer fueron los últimos que reinaron. Aquella noche persiste gloriosa en mi memoria, porque los dos han muerto. Tu padre quiere saber un nombre -añadió, volviéndose hacia el niño-. Junto a Cleopatra, reina de Egipto, estaba un romano al que Roma le parecía una prisión: Marco Antonio.

– ¿Lo viste de cerca? -Germánico ya no podía disimular en absoluto su ansiedad.

– Soy ya el único que lleva aquella noche en los ojos. El romano era un hombre fuerte, un hombre que había luchado mucho. Era alto, como tú, y se te parecía un poco, aunque tú dices que eres griego. Pero cuando yo lo vi era mayor, y no era paciente como tú. Yo había tenido el privilegio de subir a la nave de los adeptos, la Me-se-ket, como remero, y estaba muy cerca de él cuando cogió el timón de la nave sagrada, la Ma-ne-djet, que nosotros empujábamos. Vi su mano, una mano muy fuerte, estrechando, junto a la barra del timón, la bellísima mano de la reina, de finos dedos. Recuerdo sus manos unidas como si estuviera viéndolas ahora.

– ¿Hablaste con él?

– No, no habría podido. Era muy joven, casi como tu hijo; tenía aún ante mí todos los peldaños de la iniciación. Oí su voz, la voz fuerte de quien debe hacerse oír por hombres que están combatiendo; pero esa noche no era fuerte. Su guerra ya la tenía perdida; Augusto se acercaba navegando por algún lugar del mar. Nuestros maestros enseñaban a escuchar siempre atentamente las voces: la de Marco Antonio, mientras recitaba la invocación, era la voz de un hombre muy cansado. Pero no había huido por miedo. Como los guerreros realmente fuertes, después de tantos años la guerra le repugnaba. Yo los vi a los dos, a él y a su reina, como ahora estoy viéndoos a ti y a tu hijo, con las manos unidas, la de él sobre la de ella tal como te he dicho, orientar la proa dorada de la nave hacia el punto del horizonte donde se extendía el halo blanco de la luna. Miraban hacia allí arriba de tal modo que nada habría podido distraerlos. Sus cuerpos se rozaban a través de las túnicas sagradas de lino. Y todos nosotros pensamos que ni siquiera la muerte podría separarlos. En realidad, iban juntos hacia la muerte, y ya debían de haberlo decidido… Lo que me duele es que se han dicho muchas mentiras sobre aquellos días. Augusto quería enterarse de todo y envió a sus speculatores por el país. -Pronunció la palabra latina con rencor, pero con absoluta claridad: conocía bien la lengua, luego había tenido ocasión de practicarla-. Muchos hablaron y dijeron a Augusto lo que él deseaba oír. O quizá el mismo manchó el recuerdo de aquellos muertos, dado que no había podido llevárselos a Roma encadenados. Y escribieron que el rito en honor de la Gran Madre era una fiesta licenciosa, una serie de juergas, cuando el rito existe desde hace cuatro mil años y nadie ha osado cambiarlo.