I Castra stativa
A orillas del Rin
El río
La plaza fuerte de las legiones en el límite extremo del imperio -los castra stativa en el profundo septentrión del mundo conocido- era una inhóspita ciudad artificial construida para la guerra. Los ingenieros militares la habían rodeado con una sólida muralla, armado con balistas y catapultas en las explanadas, aislado con un foso exterior y fortificado con torres de vigilancia.
Aquel sombrío día de invierno bajo el imperio de Tiberio, el niño llamado Cayo César trepó por las largas escalas de madera hasta la torre cuadrada que dominaba el ángulo occidental. Al otro lado del foso discurrían con tranquila fuerza las aguas ferrugientas de un larguísimo río. A lo lejos, en la otra orilla, se extendía una interminable superficie boscosa.
«Una visión imperial», había dicho su padre. Su padre era el joven pero temible dux Germánico y dirigía la concentración de hombres armados más poderosa que, desde Britania hasta el Éufrates, vigilaba las fronteras del imperio, una arrolladora máquina de conquista en la que se agrupaban ocho expertas legiones. Sin embargo, en el grandioso praetorium situado en el centro del castrum, que según la filosofía imperial representaba visiblemente el poder de Roma, el joven dux tenía a su lado, en un sorprendente contraste, a su bellísima mujer y a aquel inquieto chiquillo.
Y ahora el pequeño, trenado por el parapeto de la torre como por una prisión, miraba desilusionado. Al sur, a través de las nubes bajas, se filtraba un débil reflejo solar. Y se entreveía el lejanísimo perfil de Augusta Treverorum, la capital de la Galia Bélgica, la ciudad fundada por Roma que siglos después se llamaría Tréveris. Aunque quizá aquellos imprecisos hilos de humo ni siquiera eran la ciudad; lo único que se veía desde el infinito aislamiento del castrum era una mansio, una etapa en la interminable ruta militar. Y en el septentrión, más allá del río, tan solo existía una inmensa extensión de bosques.
– Mira -le dijo el anciano decurión, el suboficial que lo seguía jadeando, obedeciendo como podía la despiadada orden de no dejarlo solo-, puedes vagar días y días por esos bosques y no encontrarás ni una sola ciudad. Ni foros, ni templos, ni termas ni calles adoquinadas; solo pueblos. Y nos temen porque nosotros, en cambio, sabemos construir una fortificación como esta.
El niño preguntó cómo eran de grandes las tierras de la otra orilla del río; y el decurión, que se había pasado la vida en los límites del imperio, al modesto mando de diez hombres, respondió como si citara una ley:
– No lo sabe nadie.
Interminables llanuras cubiertas de nieve durante meses y en la época del deshielo hundidas en el fango; en verano, las noches eran más cortas que en Roma; en invierno, en cambio, el sol tardaba en salir y se ponía entre la niebla.
– Los caballos empantanados en las ciénagas, las asechanzas en los bosques…
El chiquillo miraba. A lo largo de todo el horizonte solo se movía, en efecto, la compacta y poderosa masa del río que los geógrafos latinos habían llamado Rhenus, el Rin.
– Esas aguas caminan hacia Occidente a lo largo de cientos de millas -dijo el decurión-, y también nosotros caminamos no sé cuántas semanas antes de llegar a su desembocadura. Sabíamos que teníamos que contar, una tras otra, más de cincuenta fortalezas, los cincuenta castella que protegen la frontera. Y al final ves que el río desagua en un amar permanentemente tormentoso, en medio de vientos helados.
Pero en esa orilla las legiones nunca se habían impuesto. Y el decurión concluyó, con la sabiduría fruto de tanta guerra:
– Los dioses trazaron la frontera en esta orilla. El limes Germanicus está aquí. -El hombre se apoyó en el parapeto y añadió, pensativo-: Dentro de ese río se esconde el espíritu de un dios.
Pero, según dijo, era el dios de la gente indomable que vivía en la otra orilla.
– Jamás me he enfrentado a combatientes tan fuertes. No se parecen en nada a los griegos o a los sirios, que después del primer ataque te abren las puertas esparciendo flores.
El niño miraba la gélida fuerza del agua y, volviéndose, preguntó:
– ¿De dónde viene?
– Para ir hasta las fuentes -contestó el decurión con la angustia del recuerdo-, hacen falta las mismas semanas que para llegar a la desembocadura, y todavía son más extenuantes.
El río nacía en los altísimos y siempre nevados montes de la Rhetia interior.
– Cumbres a las que no se aventuran a ir ni siquiera los osos; solo hay águilas en el cielo y gamuzas en los picos, y los chillidos de las marmotas que excavan madrigueras en la tierra helada.. -¿Qué quieres decir cuando dices que un río nace? -preguntó el niño.
Muchos años antes, las legiones también habían llevado la guerra entre aquellos montes, contra pueblos llamados réticos y vindelicios.
– Donde nace ese río, el hielo no se funde nunca; son rocas hechas de hielo. Pero bajo el hielo corren venas de agua azul que, al juntarse, forman un arroyo. Luego bajan otras aguas de los costados del glaciar y el arroyo crece. Y ese es el nacimiento del dios Rin.
– ¿Tú lo has visto?
– Lo he visto y lo he salvado de un salto.
Allí, el dios Rin era delgado como un adolescente; pero corría entre los cantos rodados con voz cada vez más fuerte, se transformaba en un torrente, caía fragorosamente entre bosques y barran cos, recogía otras aguas. Y al poco era imposible vadearlo: el dios adulto se había convertido en un río. En su fluir, el dios Rin había excavado un canal entre los montes. Y los hombres imprudentes habían abierto a su lado, entre aquellas rocas, un estrechísimo sendero.
– El único que conduce de la Rhetia interior al sur de los Alpes.
El río se precipitaba por el canal y los viajeros sabían que, con la lluvia o el deshielo, podía desbordarse en un momento e inundar el camino.
En una ocasión, después de que hubieran caído abundantes lluvias, un escuadrón a caballo se había adentrado en columna en el sendero; y habían visto que el Rin golpeaba las rocas a una altura cada vez mayor. De pronto, alguien gritó que el agua estaba llenando el canal e inundando el camino a su espalda. Lanzaron los caballos cuesta arriba, pero el Rin, cada vez más crecido, devoraba la tierra bajo los cascos, absorbía la retaguardia.
– Y cuando llegamos arriba, veíamos allá abajo hombres y caballos uno detrás de otro, con el agua hasta el pecho y tambaleándose, engullidos por los remolinos. Solo nos salvamos tres, agarrados a unas rocas durante dos días y dos noches.
Luego, el río se había calmado y los ahogados, hombres y caballos, destrozados por las piedras, habían emergido aguas abajo.
Después de ese relato, el niño siguió en silencio a su custodio hasta el praetorium. Eran días invernales de tranquila inactividad, los hombres se ocupaban de las armas y de los caballos, se adiestraban. La persistente rebelión germánica parecía ya reprimida. El indomable Arminio, derrotado, para no ser reconocido por sus perseguidores se había embadurnado la cara con la sangre de sus heridas. Muchos de los suyos lo dejaban, otros lo habían traicionado. Su joven esposa había caído en manos romanas. Estaba embarazada, pero no se había abandonado a las lágrimas. Había permanecido en silencio, orgullosamente en pie, con los brazos cruzados, sin preguntar ni responder. Tenía un bonito nombre: Tusnelda. Los desertores habían dicho que Arminio se había vuelto loco de desesperación al pensar que su mujer estaba prisionera en (toma. Y la noticia había turbado profundamente al poderoso dux Germánico. «No sé qué habría hecho yo -había confesado a sus amigos-, si me hubiera tocado una suerte semejante.» Pero el emperador Tiberio había dado la cruel orden de conducir a la mujer de Arminio muy lejos de al í, a fin de quitar a este cualquier esperanza deliberarla. Germánico había confesado imprudentemente a cuantos le rodeaban que aquello le producía náuseas, sin saber que la noticia llegaría a oídos de Tiberio.