El griego Zaleucos escuchaba con desconfianza, con la misma desconfianza que había vivido todo el viaje, y susurró a Cayo:
– Tal vez él era el mistagogo, el que introducía en sus misterios, como hacía Heródoto. Pero todo eso es peligroso.
No obstante, el chiquillo tomó de nuevo su pequeño codex y le pidió al sacerdote:
– Por favor, repíteme despacio el nombre de las naves sagradas.
El sacerdote se las repitió sílaba por sílaba, mirando la cabeza inclinada del chiquillo mientras este escribía.
– ¿Y qué pasaba después? -preguntó Cayo, con el calamus suspendido en el aire, mientras Zaleucos sujetaba pacientemente el frasquito de la brillante tinta egipcia.
– Se cantaba una larga y consoladora plegaria que nos había sido inspirada miles de años antes. Pero eso no puede ser revelado. -¿Y luego?
El sacerdote contestó que no pasaba nada.
– ¿No se sacrificaban animales en su altar?
– No. Nunca. La luz nocturna de la diosa es símbolo de los hombres que saben vivir en paz.
Cayo había crecido en medio de la guerra, con hombres despiadadamente divididos entre amigos de confianza y enemigos traidores; y había visto cómo mataban y eran matados racionalmente. Los animales no. Los animales recibían la muerte dominados por un puro terror psíquico, sin entender nada. Le había resultado insoportable mirarlos durante los clamorosos sacrificios de los cultos imperiales. De pequeño, su madre le tapaba la cara con el manto porque si no vomitaba.
Los animales notaban el olor de la violencia. «La violencia huele», decía Germánico. El insoportable pero embriagador olor acre de una legión cuando avanzaba, dirigida por los centuriones, contra el enemigo, bajo el sol, sin una voz, solo el aterrador ruido metálico de las placas de las armaduras, el golpeteo de las armas contra los escudos. El horrible, rebelde olor de los prisioneros germanos encadenados a montones por el suelo, que te miraban -a ti, general romano- con un mudo y peligrosísimo odio.
El olor de la violencia, olor de la sangre que sale de las venas y mancha la tierra, aterrorizaba a los animales. Él lo había visto muchas veces de pequeño. Uno de los ejercicios más difíciles de la poderosa caballería romana consistía en acostumbrar a las monturas a soportar, con total impasibilidad, el olor de la sangre, y peor aún, el de la sangre que va descomponiéndose bajo el sol.
Los animales solo percibían eso de la muerte que se acercaba y de sus feroces divinidades de la muerte, los hombres. Te miraban con ojos dóciles. Incluso un tigre lo había mirado con las pupilas inmóviles, desesperadamente dóciles, cuando él, en Augusta Treverorum, se había acercado a su jaula.
Aquel tigre había llegado de Sarmacia y tenía un tupidísimo pelaje casi blanco, muy distinto de los rojizos tigres indios; había viajado semanas en la jaula montada en un carro a través de interminables llanuras, bordeando inmensos ríos, hasta llegar por fin a Augusta Treverorum para los espectaculares y sanguinarios juegos en el anfiteatro.
Cayo, que era pequeño, había metido una mano entre los barrotes sin conseguir tocarlo. El tigre, desde su rincón, había gemido desesperado mirando al cachorro de hombre; él le había susurrado que era precioso y el animal había comenzado a levantar lentamente sobre las patas, cuyas zarpas habían crecido mucho durante la cautividad, su poderoso cuerpo apoltronado. Cayo había esperado ansiosamente que se acercara para acariciarle el hocico, y el tigre estaba aproximándose sin dejar de emitir aquel gemido ronco y doliente. Estaba a punto de tocarlo cuando alguien, sin hacer ruido y sin decir una sola palabra, se le había echado encima y en un abrir y cerrar de ojos lo había apartado de allí levantándolo del suelo. Había sido un tribuno de su padre. Él se había rebelado llorando de rabia y pataleando contra el fortísimo torso del oficial. Lo habían llevado con su madre, que había reído. Y entre las legiones se había extendido la leyenda del niño que jugaba con el tigre. Pero el gran tigre había seguido allí, en su reducida jaula, tambaleándose, humillado, sobre las patas debilitadas, con los ojos dorados clavados en él. Le habían dicho que lo llevarían a los juegos del anfiteatro al día siguiente.
Los palacios sobre el agua
Se acercaban, a través de los laberínticos canales del delta, a la divina Alejandría, la ciudad que con cualquier viento, en el puerto de Oriente o en el de Occidente, separados por una estrecha lengua de tierra, podía ofrecer seguridad a las naves. Pero Germánico, guiado por una inquieta prudencia, dijo que no quería cruzar las murallas aquel primer día. El sacerdote anunció, sonriendo por primera vez:
– Entraremos en el gran puerto de Oriente por el agua.
A través de una maraña de pequeños canales, desembocaron, como modestos mercaderes o pescadores, en la vastísima ensenada del puerto oriental. Y vieron pasar, ininterrumpidamente a lo largo de la interminable orilla, la solemne procesión de murallas, edificios y pórticos con columnas que daban fama a Alejandría en todos los mares. Multiétnica y multirreligiosa -el mayor emporio del mundo, escribirían célebres viajeros-, Alejandría abría dos grandes puertas que podían engullir caravanas enteras: la Puerta Canópica, que miraba hacia Oriente, hacia el fértil delta verde del río, y la Puerta de la Luna, que miraba hacia Occidente, hacia las ardientes, abrasadoras depresiones del desierto Líbico.
Zaleucos, que mentalmente vivía entre sus libros, dijo:
– Según Aristóteles, la ciudad estado perfecta no debía superar los diez mil habitantes. Ni siquiera Atenas ha contado nunca con más de cien mil. Pero a Alejandro, el gran macedonio, se le apareció en sueños Homero, ya anciano, con el cabello blanco, y le recitó estos dos versos de la Odisea: «En el mar agitado de la costa de Egipto emerge una isla que llaman Faros». Después añadió: «Ve a construir allí una ciudad que te recordará por todos los siglos».
En la isla con la que Alejandro había soñado tres siglos antes, surgía ahora una torre altísima. Su inmensa base cuadrada se estrechaba formando escalones que subían hacia el cielo. Arriba de todo estaba permanentemente encendido un fuego, y una cámara forrada de espejos de bronce multiplicaba su luz, según el refinado diseño de Dinócrates de Rodas: en cualquier momento y estación, desde muchas millas mar adentro, los navegantes lo veían. Y en los siglos futuros todas las torres luminosas que señalan la ruta llevarían el nombre de «faro».
– Según el sueño de los dos que se mataron -dijo el sacerdote-, en esta ciudad debía recogerse el espíritu de Atenas, Roma, Jerusalén, Antioquía y Menfís.
Las aguas del puerto de Oriente estaban absolutamente en calma. Junto a la ensenada del antiguo embarcadero real, emergían dos pequeñísimas islas en las que se entreveían edificios que parecían en ruinas y desiertos.