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– Después de la noche de Sais -dijo el sacerdote-, nadie volvió a ver al romano. Ese era su palacio -añadió, señalando la primera isla-. Lo llamó Timonium, y se encerró ahí hasta el último día.

El palacio, al que Marco Antonio había puesto el nombre del eremita filósofo Timón, estaba unido a la tierra firme por una lengua de escollos donde habían construido una vía flanqueada por columnas de granito.

– Está prohibido entrar -avisó el sacerdote, con la impalpable ironía de los viejos que han visto muchas cosas-, pero tú no eres romano.

Germánico desembarcó con impaciencia y una emoción que hizo inseguros sus movimientos. Tuvo que dar más de cuatrocientos ansiosos pasos para llegar al final de la vía, ante el palacio.

– Estaba construido para resistir el paso de los siglos -dijo el sacerdote-, pero solo ha quedado lo que Augusto quiso dejar.

El palacio llevaba décadas abandonado, había sido saqueado y presentaba señales de un antiguo incendio. Puertas y ventanas estaban atrancadas. No se veía a nadie y era imposible entrar.

Los ruidos de la inmensa Alejandría se perdían en el agua. Quién sabe qué caminos habían tomado, en aquel silencio irreal de muchos días, los pensamientos angustiados, quizá resignados, quizá por primera vez filosóficos, de Marco Antonio, el hombre que había soñado con el pacífico reino de Egipto pero había perdido y al final solo esperaba que su enemigo, implacable hasta la muerte, decidiera ir en su busca.

– Se mató el primer día de agosto. Me dijeron que junto a su cama encontraron el Libro de los Muertos, que explica el viaje del alma hacia la otra orilla. Había pedido que se lo tradujéramos al griego y lo hicimos. Me dijeron que no consiguió morir enseguida. En la agonía, pidió que lo llevaran con su reina; dejó la vida cutre los brazos de ella.

Sobre las escasas hierbas espinosas, alrededor del palacio abandonado, había escombros desperdigados. Caminaban lentamente, y Germánico miraba el suelo, como en la colina de Actium, porque aquellos mármoles destrozados eran restos de inscripciones y de estatuas. Apareció una pequeña escultura en piedra de Siena del dios Tot, el símbolo del conocimiento. Tal vez le había hecho compañía al dueño del palacio en sus últimos días.

– No toques nada -dijo Germánico a su hijo.

Dejaron a su espalda la estatua del pequeño dios, caminaron por el reducido espacio que rodeaba el palacio y que en su época había sido un jardín. Embarcaron de nuevo. El mar estaba absolutamente límpido. Vieron al fondo, entre los guijarros y la arena, algo que parecía la gigantesca cabeza de una estatua y llevaba el tocado real de los antiguos phar-haoui.

– Debía de ser una estatua grandiosa -dijo el chiquillo.

La cabeza esculpida en granito tenía los ojos ciegos clavados frente a ella, bajo aquel velo de agua. Sin embargo, no tenía los fascinantes párpados alargados ni los labios sinuosos de los antiguos soberanos; una mano reciente le había esculpido una frente ancha, espesos cabellos y barba, una pesada boca sensual, ojos grandes y redondos bajo las tupidas cejas, un marcado aspecto masculino.

– Parece él -susurró Germánico.

Y podía decirlo, porque el único retrato conservado en secreto en Roma estaba en la domus de su madre, Antonia, la hija romana del gran rebelde.

Cayo se inclinó sobre el agua y los remeros empujaron con fuerza los remos en sentido contrario para frenar en aquel punto. ¿De modo que ese había sido el jefe al que tanto querían sus hombres por sus bromas, sus alardes, por comer y beber en abundancia con ellos, siempre comprometido con las mujeres, pródigo, generoso, valiente hasta la inconsciencia? Y podía ser realmente él. Así lo describiría también, cien años después, Plutarco.

– El tocado real -observó Cayo.

– Le correspondía -contestó emotivamente Germánico-. Se había casado con la reina de Egipto. Ninguno de los dos quería que este país se convirtiera en lo que es hoy.

De la grandiosa estatua no quedaba nada más que esa cabeza, separada del resto a mazazos. Debía de llevar todos esos años ahí, entre aquellos escollos.

El sacerdote dirigió la embarcación hacia la pequeña ensenada del antiguo puerto real. En las aguas tranquilas, la quilla de una nave, que debía de haber sido rápida y larga, se pudría semivolcada; entre las algas asomaban elegantísimos toletes, trozos de batayola, el codaste.

– Ahora el agua está turbia, pero cuando las corrientes la aclaran se puede ver, al fondo, una enorme estatua de Isis, la Gran Madre. Créeme, tiene la altura de cinco hombres uno encima de otro; yo la he visto.

No muy lejos estaba la segunda isla, cubierta por un montón de ruinas inidentificables, ahogadas entre una maraña de arbustos y de acacias. Ramas y raíces sobresalían del agua.

– Este era el palacio de ella, de Cleo, nuestra reina -indicó el anciano sacerdote-. Era una gran reina: su voz era fascinante, su conversación, inteligente y fluida. Cuantos la vieron aquellos días, dijeron que incluso un hombre ardiente e inquieto como Marco Antonio quedaba atrapado por ella de por vida. Lo que nos ha quedado de ella son los pocos restos de su biblioteca. Contamos más de setecientos mil rollos de papiro. La reina poseía una mente vasta. Cuando recibía a los embajadores, les hablaba a cada uno en su lengua. Sabía leer y escribir siete. Era joven cuando se reató. Y no quería seducir a Augusto, como han escrito los vencedores. Era la reina de Egipto, quería salvar su tierra del martirio que sufrió.

La isla con el palacio devastado estaba cerca, a unos golpes de remo.

– Como ves -dijo el sacerdote-, Antonio no hubiera podido construir sus estancias lejos de ella.

– Atraquemos, entremos en el palacio -rogó Cayo.

– No se puede -repuso el sacerdote-. Hace más de cinco décadas que no entra nadie. Augusto lo prohibió, bajo pena de muerte. Un día, como se hablaba de no sé qué tesoros guardados ahí dentro, un pescador atracó en el embarcadero y bajó a tierra.

Al cabo de un instante, de las otras barcas lo vieron saltar a la barca precipitadamente, como para liberarse; parecía que llevaba lianas enredadas en las piernas. Saltó hacia atrás en la barca gritando, cayó de espaldas y no volvió a gritar. La corriente empujó la barca hasta la orilla. Trasladaron su cuerpo al templo: vimos las piernas atravesadas por decenas de mordeduras y reconocimos la dentadura de la sagrada cobra real.

Luego sugirió dar una vuelta alrededor de la isla y los marineros bogaron en silencio, pero sin acercarse.

– Dicen que los aposentos de la reina estaban ahí abajo. Habían querido estancias donde nadie hubiera amado antes que ellos, piedras vírgenes de las canteras del desierto. Las decoraron con sus imágenes. Debía ser el monumento a su amor, a lo largo de los siglos… Sin embargo, cuando los dos hubieron muerto, Augusto entró en el estudio de Antonio y, como no se fiaba de nadie, examinó él mismo todos los códices y los rollos, y encontró también su diario. A Antonio le gustaba escribir en finísimas hojas de papiro, y quizá había dejado aquellos escritos confiando en que alguien los salvara. Pero Augusto leía deprisa y, a medida que iba leyendo, ordenaba destruir. Luego mandó destruir todas las estatuas de la reina, inmediatamente, y echar los fragmentos a las aguas del puerto. Yo vi aquello. Vi a riquísimos mercaderes griegos, comandantes de legiones, senadores romanos y navegantes árabes ofrecer sumas enormes por las estatuas de Cleopatra desnuda, los vi suplicar llorando que no las destruyese. Pero Augusto, y solo él, resistió al encantamiento. Me dijeron que atravesó aquellas estancias escoltado por sus sacerdotes, expertos en la magia etrusca. La reina había hecho reproducir su cuerpo en basalto gris y en diorita, en caliza, en granito, de manera que, de una estancia a otra, su desnudez estaba como revestida de una piel distinta. Me dijeron que en aquellas estancias entró también, con Augusto, el general Agripa, el hombre que se había casado con su hija, Julia, y destruido la flota de Marco Antonio.