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Al oír aquellos nombres, que evocaban inesperadamente su ascendencia materna, Cayo se sobresaltó. El sacerdote declaró, mirando a Germánico, que Agripa era un hombre de gran valor.

– Pero me dijeron que tropezó en las alfombras de la sala donde vio, en pie sin ningún pudor, como Venus, la estatua en cuarcita rosa, como carne auténtica, de la reina muerta, su boca, sus pechos, su vientre.

El chiquillo miró instintivamente a su padre y vio que no decía nada.

– Quizá -continuó el sacerdote- ese rostro de granito que has podido ver allí, bajo el agua, porque hoy el mar está muy transparente, es cuanto queda de la gran estatua de Marco Antonio. Por lo que dicen, Augusto las hizo despedazar y arrojar al mar. Pero el pedestal quedó junto a la orilla y nadie ha borrado la inscripción. La estatua debía de estar en una estancia privada de la reina, porque la inscripción dice: «Amante incomparable».

– Marco Antonio había escrito a Augusto -susurró Germánico a su hijo-: «Tú te has divertido con todas las putas de Roma y has engañado a todas las mujeres honestas. Yo me he casado con una reina».

– Cuando todo estuvo devastado -dijo el sacerdote-, los romanos celebraron ritos mágicos, amontonaron el mobiliario y lo incendiaron, y sobre las ruinas esparcieron sal. Pero un oráculo ha soñado que una noche de invierno un terremoto sacudirá las rocas que están bajo la ciudad; la gente escapará gritando, una ola de la altura de la terraza de Faros avanzará con el fragor de cien truenos, provocará un desbordamiento en el puerto de Oriente, inundará la isla de Antirhodos y el Timonium, y los palacios, y el puerto real, y los embarcaderos. Finalmente se retirará, formando remolinos, y dejará una explanada de fango. Del mar gris solo emergerán los cimientos de Faros. Esa es la profecía.

– ¿Se ha salvado alguna estatua de la reina, aunque solo sea una en toda Alejandría? -preguntó Germánico-. En Roma no ha quedado nada.

– Me han dicho -respondió el sacerdote- que Augusto se sintió desilusionado por no poder llevar a Cleopatra encadenada ante el pueblo de Roma. Llamó a un célebre pintor de Alejandría, que había conocido la belleza de la reina y el esplendor de su majestad, y le obligó a pintarla apretando contra su pecho desnudo la cobra real. El pintor lo hizo, y me han dicho que, mientras pintaba, no dejaba de llorar. Después enviaron la pintura a Roma.

– Ya no existe -dijo imprudentemente Germánico-. Sé que, después de haberla expuesto durante su triumphus, Augusto la destruyó.

– Yo también he lamentado siempre no haberla visto. Pero los senadores habían decretado la destrucción de todos los recuerdos de ella y Marco Antonio, la damnatio memoriae.

Su pronunciación latina era demasiado clara y noble. El anciano sacerdote lo miraba y él, cansado de disimular, dijo:

– En Roma no quedó un solo mármol, una sola pintura que la representara. Aunque me he enterado de que algunos conservan en secreto sus estatuas, quizá rotas.

– Tú sabes que Augusto se llevó como esclavos a Roma a los tres hijos que Cleopatra le había dado a Marco Antonio -dijo el sacerdote, y Germánico asintió en silencio. Cayo miraba a uno y a otro, perplejo: estaba descubriendo momentos de la historia que siempre se le habían ocultado-. Sabes también -prosiguió sin prudencia-, todo el mundo lo sabe, que siendo muy joven, en la época de la primera invasión romana, la reina había regalado asimismo un hijo a julio César.

Cayo se quedó sin respiración y agarró de un brazo a Zaleucos. -No me lo habías dicho nunca -susurró.

El sacerdote seguía irremediablemente adelante con su discurso:

– Y sabes que lo habían llamado Tolomeo César, un nombre que todo Egipto vio como un pacto de paz entre los dos imperios.

– Lo sé -contestó Germánico.

El episodio, en efecto, había sido de una crueldad horripilante. Aquel único hijo de julio César era una amenaza insoportable para Augusto: podía convertirse en el más peligroso de sus rivales.

– Cuando las legiones estaban a punto de conquistar Alejandría -prosiguió con obstinación el sacerdote-, el muchacho huyó, con unos pocos fieles y muchas riquezas, hacia los puertos orientales. Buscaba, desesperado, una nave que lo llevase a Arabia, pero los espías de Augusto fueron más rápidos.

Cayo, cuya mano seguía aferrada al brazo del indefenso Zaleucos, miraba al sacerdote. Pensó, con rebeldía, que en la familia todos se habían puesto cruelmente de acuerdo para ocultarle el pasado. Y en aquel momento tomó conciencia de que ese conjunto llamado familia era en realidad un monstruoso cuerpo bicéfalo, una hidra mitológica cuyas cabezas se mataban entre sí desde hacía setenta años.

– Eso también lo sabía -dijo Germánico.

En ese momento advirtió la estupefacción del chiquillo, pero el sacerdote le preguntó:

– ¿Estás seguro de que lo sabes todo? El hombre al que la reina moribunda había pedido que protegiera a su hijo se llamaba Rodion. Y lo que hizo este fue venderlo a Augusto. Lo engañó, le anunció que Augusto quería sentarlo en el trono de Egipto. El muchacho tenía miedo; su madre había dicho que la crueldad de Augusto no tenía límite. Pero el traidor le aconsejó que se fiara: «Tú llevas sangre de Cleopatra, sí, pero también eres el único hijo del gran julio César. El gran César no ha dejado hijos en Roma. ¿Y no has pensado que Augusto es tu primo?». El muchacho temblaba y replicó, confundido, que Augusto no había tenido compasión ni siquiera de Marco Antonio, que era romano como él. El traidor repuso con calma: «Marco Antonio empuñó las armas contra Roma; tú no, tú eres inocente. Tu propio nombre une los destinos de Roma y de Egipto, es un nombre inspirado por los dioses. Y Augusto, cansado también de guerra, te espera para la paz». Me contaron que, mientras decía esto, el traidor sujetaba por las riendas el precioso caballo árabe que el muchacho, al huir de Alejandría, se había visto obligado a dejar. El muchacho acarició a su querido caballo, cedió, montó de un salto. Y se dirigieron a Alejandría. Según me han dicho, así vio Augusto por primera vez a aquel joven, que tenía su misma estatura y se parecía peligrosamente a él. Augusto dijo que era la cabeza de la serpiente y ordenó decapitarlo en el acto. Me han dicho que su madre, Cleopatra, en las últimas semanas de vida había querido una cabeza de él esculpida en basalto negro.

Cayo permanecía en silencio; y Germánico evitó su mirada. Pensó que no había sido solo la mujer, la reina, la que había cautivado, uno tras otro, a dos hombres como julio César y Marco Antonio. Sus mentes habían cambiado al poner los pies en aquella nave que ahora se pudría medio hundida allí y empezar a remontar el gran río. En aquellas aguas, los dos guerreros, hasta entonces incorruptibles en su violencia, se habían desprendido de las feroces pulsiones que los habían empujado a conquistar. Sus pensamientos habían tomado nuevos caminos: una alianza, una unión paritaria entre dos imperios. Ambos habían engendrado hijos con la reina de Egipto, el primer paso hacia una dinastía que reinaría en el imperio bicéfalo, Roma y Alejandría. Sueños irreales y seguramente suicidas.

Pero todo eso despertaba en aquellos momentos en el cerebro de Germánico. Por eso, cuando entraron en Alejandría vestidos de mercaderes griegos, hablando en griego, Germánico sintió una súbita y violenta indignación al descubrir que las murallas de la ciudad encerraban un infierno. La población de la famosa y avanzada ciudad estaba extenuada a causa de las expoliaciones fiscales y de una tremenda carestía que había dejado estériles los campos. En un silencio terrible, yacían a cientos bajo los grandiosos pórticos campesinos y habitantes de las urbes, víctimas de la inedia. Refugiados en los rincones de sombra, sin voz, sin fuerza para tender una mano, agonizaban en silencio. Escuadras de vigiles recogían los cadáveres de la noche y los cargaban en los carros. Los legionarios vigilaban las calles; y en el puerto occidental, una flota de naves mercantes cargadas de grano estaba zarpando rumbo a Puteoli, el gran puerto de Roma.