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El precio del grano egipcio

De repente, Germánico olvidó por completo la prudencia y, obedeciendo a un impulso fuera de toda lógica, reveló su grado y su nombre. Y se jugó el futuro ordenando a los magistrados de la ciudad que abrieran a la gente de Alejandría los inmensos almacenes de grano. Y su joven hijo fue arrastrado por aquella emoción revolucionaria.

– Mi señor -había dicho el anciano sacerdote-, tú no eres griego…

La población de Alejandría aclamó a Germánico por las calles, las autoridades locales se alinearon a su alrededor con entusiasmo, le regalaron un pesado anillo sigillarius de oro que había pertenecido a un antiguo phar-haoui y llevaba grabado, en una cara del engarce móvil, el escarabajo sagrado, y en la otra, el ojo de Horus.

Sin embargo, al praefectus Augustales, el representante de Tiberio, no le sorprendió en absoluto la llegada inesperada de Germánico; ni siquiera reaccionó ante el clamoroso reparto del grano. Y alguno de los compañeros de Germánico sintió un miedo premonitorio por aquella extraña inercia. Solo mucho tiempo después se sabría que los speculatores, los informadores de Cneo Calpurnio Pisón habían seguido a prudente distancia a Germánico en aquel viaje prohibido. Y la noticia había llegado hasta Tiberio por mar, de Alejandría a las costas de Italia y desde allí, mediante señales ópticas, hasta Roma.

La atenta mente de Livia («Durante toda su vida -se decía en Roma-, no ha hecho otra cosa que sentarse en su pequeño jardín y pensar») vio inmediatamente que el viaje prohibido y el clamoroso reparto del grano eran el pretexto esperado para destruir,ii peligroso rival de Tiberio. «Germánico está preparando un plan (le insurrección -advirtió-. Esto es el comienzo de una guerra.» E instiló en la mente del hijo emperador una idea que no concedía tregua: «Quien ha tomado en sus manos los graneros de Egipto, tiene en su mano Roma».

Los optimates más poderosos estuvieron de acuerdo. «No hacen falta muchas armas para dirigir un ataque contra el imperio que parta de Egipto. Para inmovilizar las naves mercantes en el puerto (le Alejandría, bastan doscientos legionarios.» E Italia, privada del grano egipcio, capitularía sin luchar.

Uno a quien le convenía recordarlo denunció que Germánico llevaba la peligrosa sangre de Marco Antonio. Otro gritó: «¡Está resurgiendo el proyecto de trasladar la capital a Alejandría!». Una acusación que desencadenaba un terremoto, que podía sacar visceralmente a la calle a todo el pueblo de Roma, y que ya le había estado la vida a Julio César.

Tiberio no habló en público. Pero, con su madre, se felicitó por la previsión de haber enviado a tiempo a Antioquía al hombre que podía sostener aquel juego feroz mejor que nadie: Cneo Calpurnio Pisón. Y un implacable mensaje imperial viajó de Roma a Antioquía, adonde Germánico, tras haber embarcado en Pelusio, estaba regresando sin perder tiempo.

Los emperadores de la dinastía Julia Claudia tuvieron la cautela de escribir solo documentos y oraciones oficiales, solemnes autobiografías, obras en cierto modo literarias. El olímpico Octaviano Augusto, por ejemplo, además de las obras políticas, apenas había compuesto algún ejercicio literario y poemillas pornográficos que sus severos descendientes se apresuraron a destruir. Pero la orden de matar a Germánico, secretamente enviada por Tiberio al senador Calpurnio Pisón, fue una clamorosa excepción.

Veneno sin antídotos

Germánico desembarcó en Antioquía con el ánimo lleno de nuevas experiencias y de inmensos proyectos. Pero a la mañana siguiente, al comienzo de una jornada que debía ser apasionante, mientras en el atrio el joven Cayo contaba a sus hermanos mayores el embriagador viaje por tierras egipcias, apareció un tabellarius stator con las insignias imperiales. Las conversaciones y las risas se truncaron de golpe. El correo se hizo anunciar clamorosamente. En ese momento, Germánico salía de sus aposentos, y el correo le entregó con insolente publicidad, en medio del atrio, un pliego.

– Por orden imperial -declaró.

Cayo advirtió que su rigidez militar rayaba en la insolencia y sintió un terror irracional. El correo esperó el acuse de recibo y se marchó.

Germánico se encerró solo en su habitación para abrir el pliego. A Cayo le pareció que el relato de las aventuras del viaje ya no tenía ningún interés. Se quedó en silencio, esperando que la puerta se abriera.

Solo en su habitación, Germánico leía con estupor y creciente inquietud una durísima reconvención oficial por su viaje no autorizado y por aquel arbitrario reparto de grano. Sin embargo, la carta terminaba con unas inesperadas palabras de perdón: «Las palabras más paternales que Tiberio haya dictado jamás», observó Germánico, dejando la hoja. Y la sorpresa degeneró en la más profunda preocupación: «Ese hombre nunca ha perdonado a nadie».

Tiberio había querido demostrarle que nada escapaba a sus informadores; pero, detrás de las frases magnánimas, la ira imperial estaba suspendida como una nube. Germánico mantuvo la carta en secreto y no salió de la estancia, como su hijo esperaba, pues sus oficiales le presentaron una oleada de protestas: durante su ausencia, el legado de Siria, el enemigo Calpurnio Pisón, había ido mucho más allá de lo que le permitían sus poderes, había desbaratado la estrategia de pacificación con los estados vecinos, había revocado o desatendido todas las disposiciones de Germánico, estaba destruyendo brutalmente sus relaciones civilizadas con las poblaciones.

Germánico convocó a Calpurnio Pisón y este se presentó enseguida.

– Esperaba este encuentro desde hace semanas -declaró con insolencia en el atrio.

La puerta se cerró con estrépito a su espalda. Desde las primeras palabras, los dos chocaron irremediablemente: Germánico exigió obediencia a las órdenes; Calpurnio Pisón proclamó con altanería que estaba interpretando los deseos del Senado. Sus voces, altísimas y enemigas, que se interrumpían y se superponían, traspasaron los límites de la estancia cerrada y entre los oficiales se extendió la alarma.

La puerta se abrió bruscamente y Calpurnio Pisón, atravesando el atrio, amenazó:

– En Roma existe todavía un emperador al que recurrir.

A su espalda, alguien cerró la puerta de Germánico. Los oficiales esperaron hablando en voz baja en corros. Al joven Cayo, después de los luminosos y embriagadores días de Egipto, lo dominó de nuevo aquella horrible angustia física que le atenazaba el estómago y le cortaba la respiración. Sin embargo, la inconsciencia de sus dos hermanos mayores desorientaba su miedo: «¿Qué podrían hacerle a nuestro padre? El que manda es él. ¿Quién puede atacarlo aquí, en medio de todos estos hombres armados?».

Zaleucos le sugirió paternalmente:

– Salgamos.

Pero su madre, Agripina -a la que habían encontrado pálida e inquieta, como si el palacio de Epidafne hubiera sido una prisión-, comenzó a vagar por las salas, a seguir obsesivamente a Germánico por la ciudad, a observar sin descanso a cualquiera que se le acercase. Y todo ello en silencio, mordiéndose los labios, retorciéndose las manos cuando creía que no la observaban.

Para Germánico, en aquellos días era dificilísimo demostrar seguridad en sí mismo y tranquila confianza en el ambiente. Pero Agripina consiguió enviar a la residencia de Calpurnio Pisón y de su mujer, Plancina -la siniestra amiga de la Noverca-, a unas mujeres que se hicieron pasar por vendedoras de telas y perfumes. Y estas volvieron alarmadas: «En las estancias de Plancina -dijeron- circula libremente una mujer siria, llamada Martina, a la que hemos reconocido», «Es una experta en maleficios, prepara venenos…», «Todos la temen», «Nunca han conseguido pillarla: venenos indetectables, comidas, brebajes, ungüentos en los objetos, incluso perfumes».

Un día, en el palacio de Epidafne, Germánico miró a su hijo menor y pensó que solo podía hablar con él. Dijo algo que este no olvidaría hasta literalmente el último instante de su vida. Declaró: