– En unas condiciones como estas, el peligro no son los que esperan disimuladamente en la calle, los que te acechan desde lejos. Tenemos miles de legionarios para eso: matarían a un agresor al primer paso. El problema son los que están a tu lado todos los días y entran en tus aposentos. Tú no lo sabes, o no lo recuerdas, pero un día uno de ellos descubrió una razón para odiarte. Y quizá lleva años odiándote y sonriéndote. -El chiquillo lo miraba sin respirar-. ¿Y sabes qué pasa? -dijo su padre-: Un enemigo tuyo, que vive lejos de ti y quiere acabar contigo pero no te tiene al alcance, descubre que uno de esos que están a tu lado y te odian tiene un grave problema económico. Entonces es como si las puertas de tu palacio estuvieran abiertas de par en par y no hubiese nadie de guardia.
El chiquillo respiró con fuerza, una sola vez pero profundamente, un golpe del diafragma.
– Pero ¿cómo podemos reconocerlo si hay alguien aquí, entre nosotros, que te odia? -preguntó.
Su padre, conmovido, frenó sus pensamientos.
– No creo que haya nadie -respondió-. Aquí dentro nadie puede acusarme de haberlo tratado injustamente. Quisiera calmar también a tu madre.
Calpurnio Pisón se marchó; dijo que zarpaba para Roma. Y al día siguiente, en el espléndido palacio de Epidafne, Germánico murmuró, como sorprendido él mismo, que sentía un vago malestar. Los médicos acudieron de inmediato y se quedaron perplejos ante la débil fiebre y los espasmos gástricos que padecía, le miraron las uñas y el interior de los párpados, le olieron el aliento, le palparon el abdomen, le cortaron un mechón de pelo y lo quemaron. Tras lo cual, se consultaron entre sí con la mirada, en silencio.
Y justo en ese momento Agripina se acordó de la hechicera siria que se escondía en casa de Plancina. Pero al día siguiente Germánico mejoró; durante dos o tres días creyeron que estaba a salvo y la noticia se difundió. Luego empeoró de nuevo, y esta vez el misterioso mal no respondió a los tratamientos: tenía una fiebre baja y oscilante, la luz le molestaba, los dolores de cabeza se hicieron insoportables, la orina salía mezclada con sangre. Al cabo de unos días, tenía las manos blancas y esqueléticas, se le marcaban los nudillos y los tendones; en el tórax, alrededor del delgado cuello, sobresalían las clavículas y las costillas. No había cumplido aún treinta y cinco años, y en la agonía susurró conscientemente que se sentía morir envenenado.
Agripina, con profundas ojeras provocadas por el insomnio, por una desesperación ardiente e inerme, dijo apasionadamente:
– Te salvaremos.
Él levantó una mano, le arregló un mechón de los hermosos cabellos mal recogidos y susurró:
– Te he visto siempre tan arreglada, tan guapa…
Ella se retiró el pelo hacia los lados, con las manos abiertas; él consiguió sonreír.
Entretanto, en unas habitaciones alejadas de allí, los médicos confirmaban a los fieles de Germánico la hipótesis más desastrosa: «Un veneno raro, de efecto lentísimo».
Los dos hijos mayores estaban indignados y no acababan de dar crédito a lo que estaba pasando; su ligereza percibía con dificultad la realidad. Cayo, el menor, en cambio, se encerró en su habitación con una angustia lúcida: había descubierto que la vida más segura podía quedar arruinada por acontecimientos irreparables.
Llegó, exhausto a causa de un viaje precipitado, un anciano y célebre médico que vivía en la corte de Abgar de Edesa, visitó al enfermo y, apartándose a un lado con los demás médicos y los amigos, declaró enseguida:
– Ya he visto este veneno, hace años.
Se apiñaron a su alrededor, ansiosos: entonces, era veneno, sin duda alguna veneno. El médico de Edesa, que hablaba la lengua sagrada de Urhai, no dio esperanzas.
– Es un veneno utilizado por homicidas reales -dijo-. Lo vi actuar en un príncipe que buscaba la paz con Roma.
Contó que, en aquella ocasión, habían descubierto y sometido a tortura al envenenador; y habían averiguado que el veneno había llegado a Edesa a través de pistas caravaneras no controladas, desde montes lejanos.
– Es enormemente caro y solo llega a manos seguras. Aquella vez, el envenenador lo había recibido en un lugar al que un hombre con la cara tapada lo había llevado con los ojos vendados. Después lo había acompañado de vuelta millas y millas, del mismo modo.
– ¿Existe un antídoto? ¿Se lo preguntasteis? -preguntaban, cada vez mas ansiosos.
El joven Cayo llegó silenciosamente a la puerta.
– Fue mi primera pregunta -respondió, molesto, el famoso médico edeseno-. Aunque estaba bajo tortura, el envenenador me sonrió. Dijo que, si se hubiera salido del frasco la más pequeña cantidad de aquel líquido, él solo habría podido salvar la vida quemándose inmediata y profundamente la piel de las manos. Pero no me dijo nada más porque, a pesar de la vigilancia, lo encontramos muerto.
Cayo permaneció inmóvil junto a la jamba. Los demás se agolpaban en torno al médico, con un miedo alimentado por una antigua mezcla de medicina y magia, míticos relatos de animales venenosos, piedras de poderes secretos, filtros, hierbas y raíces de forma humana, hongos y flores viscosas que brotaban por la noche. Desde el umbral, Cayo miraba en silencio a su padre, que en aquel momento tenía los ojos cerrados y parecía dormir.
– Lo estoy perdiendo -murmuró. Hablaba consigo mismo, tomaba conciencia de lo que se estaba precipitando sobre su vida, devastándolo todo-. Lo he perdido.
En aquellas últimas horas, cada médico sugirió un nuevo y desesperado remedio. Y mientras Germánico, pese a los más extraños antídotos, agonizaba dolorosamente, entre sus fieles se desencadenó la furia. Buscaron en vano a la envenenadora siria, que había desaparecido; registraron todos los rincones del palacio de Epidafne y su angustiada imaginación encontró por doquier huellas de venenos y de maleficios, amuletos enterrados y rastros oleosos, fétidos, al fondo de las jarras y las ánforas de vino. Y huesos tal vez de animales, tal vez humanos, en los que se habían realizado ritos mágicos, pues tenían grabados signos y surcos misteriosos. Y el nombre de Germánico grabado en planchas de plomo con fórmulas de encantamientos siniestros. Y se sospechó que algún traidor espiase en el palacio la enfermedad para informar al impaciente Calpurnio Pisón, que en realidad se encontraba en la isla de Cos, en las vecinas costas de Caria.
Mientras agonizaba, Germánico encontró fuerzas para hablar en secreto con sus fieles y queridos oficiales, y Cayo los vio salir de aquella habitación sollozando de rabia impotente, apretando con rebeldía las armas inútiles. Después abrazó a sus dos hijos mayores, destrozados y todavía incrédulos, el rostro devastado por las lágrimas no contenidas, pero no tuvo fuerza para dirigir los últimos consejos a su juventud inexperta. Y pasaba cada vez más tiempo sumido en un sopor. «Quién sabe -pensaba Cayo mientras estaba acurrucado allí velándolo- adónde va su espíritu, el anj del que habló el anciano sacerdote de Sais.» Luego emergía de nuevo y, con un hilo de voz, daba una orden, pedía algo. Llamó a Cayo. El chiquillo no lloraba, no había llorado nunca, llevaba allí un día y una noche enteros, entre el ir y venir de unos y otros, callado.
Germánico fue a quitarse el anillo sigillarius de oro que le habían regalado en Alejandría el día que abrió los graneros, pero el anillo salió solo del dedo sin carne. Germánico lo dejó caer haciendo un esfuerzo, como si levantara una piedra, en la mano de su hijo, que lo estrechó. Con los labios abrasados por una sed que nada calmaba, Germánico le susurró:
– Hemos hablado mucho los dos. -Y al verlo todavía tan frágil, preguntó-: ¿Te acordarás?
– Me acuerdo de todo -respondió el chiquillo con una voz sin lágrimas, y besó a su padre intensamente y con entereza, como se besa a alguien que parte para una guerra lejana. En los labios le quedó un rastro de sudor salado.
Por último, Germánico llamó a Agripina. Alguno de los testigos dijo más tarde que le había recomendado frenar su impetuosa y orgullosa sed de justicia.