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– Sustine, aguanta. Tendrás tiempo.

Le había susurrado, dijeron, que, mucho más que el veneno, le hacía sufrir la idea de dejarla con los hijos pequeños entre aquellos enemigos.

– También estaba sola, con nuestro hijo, en el puente del Rin. No temas por nosotros -había contestado su mujer, temblando por el esfuerzo que hacía para no llorar.

Era el décimo día de octubre. El cadáver de Germánico fue transportado al Foro de Antioquía, donde habían levantado una pira grandiosa. Antes de la cremación ritual, fue expuesto sin ropa a fin de que todos pudieran ver las señales dejadas por aquel lento veneno sin antídotos.

Una larguísima procesión, que volvía a formarse continuamente, desfiló alrededor de la pira en silencio, con un movimiento unánime ele cabeza, sin apartar los ojos de aquel muerto joven, un fuerte y largo esqueleto apenas envuelto por un velo de carne. El fuego de la pira fue encendido y, desde la plaza, junto con la ira, la piedad y la indignación, se alzó la acusación de envenenamiento contra Calpurnio Pisón.

Encontraron a la envenenadora siria, que no había logrado escapar suficientemente lejos, la encarcelaron, la interrogaron, la sometieron a tortura, pero debía de haber ingerido alguna droga misteriosa, pues parecía insensible y no decía nada. Agripina, los oficiales de Germánico y sus amigos decidieron que el explosivo proceso por envenenamiento debía ser trasladado a Roma.

La gente de Antioquía y después toda la provincia de Siria y las naciones vecinas se dieron cuenta de que el breve tiempo de la paz había acabado. Los nuevos comandantes de legión se ocuparon con dureza del orden público. Un mensajero rápido y de confianza anunció la muerte de Germánico al senador Calpurnio Pisón en la isla de Cos. Y fue tal la alegría de este, y la todavía más clamorosa de su mujer, que celebraron públicos festejos.

Pero después un amigo susurró al iracundo y violento senador que se moderase:

– Quienes más se alegran de esta muerte, como Tiberio, ostentan en público un profundo dolor. Y su madre llora más que él.

Y Agripina, precedida por veloces correos, con toda la violencia de su amor herido, volvió por mar en pleno invierno -los días del mare clausum, la navegación quedaba interrumpida- de Antioquía a Roma.

III Roma

El desembarco

La costa apuliana apareció en el mar un día de enero, bajo un cielo cargado de vientos y de nubes blancas. Poco después emergió el perfil de Brindisi, el mayor puerto del imperio por las rutas del Mediterráneo oriental. A medida que el muelle y la boca del puerto se aproximaban, las naves fueron plegando velas y prosiguieron aquel amargo retorno con un lento batir de remos.

El convoy había sido avistado desde lejos, en la claridad invernal del aire, y toda la población se había precipitado a la orilla. Y desde el barco descubrieron que el puerto, la playa, el muelle, las murallas, las casas, los tejados estaban cubiertos por una multitud compacta que esperaba inmóvil y en silencio.

– Lo querían -susurró la madre de Cayo sin llorar.

La nave que llevaba a la familia de la víctima entró la primera en el puerto, con un movimiento cada vez más ligero de remos, que apenas cortaban el agua. La maniobra fue completada en aquel gélido silencio: las anclas se sumergieron en el mar, los marineros lanzaron los cabos y otros marineros los recogieron desde tierra. En silencio, con un leve Baianceo, la nave se detuvo del todo y atracó en el muelle; en silencio pusieron la pasarela.

– Ven -dijo a Cayo su madre.

Los dos hermanos mayores, los que, con imprudente confianza juvenil, no habían creído en el peligro, habían sido enviados, por cautela, otro día, en otra nave y a otro puerto.

Agripina y su hijo menor salieron al puente. Ella, en un gesto cuya desesperación amorosa todos percibieron, estrechaba un objeto con los dos brazos, y todos comprendieron que era la urna con las cenizas de Germánico. Entre las cenizas, según decían, había quedado el corazón intacto, no devorado por las llamas de la larguísima hoguera. Y todos habían declarado unánimemente que era la última e indudable marca del veneno.

Mientras daban los primeros pasos, el chiquillo comprendió el clamor que podían desencadenar de golpe en el aire la compasión y la indignación de miles de personas, que ahora habían roto a gritar y a llorar todas juntas hacia ellos. Sin embargo, después de aquel dramático desembarco, Agripina y los compañeros de Germánico se percataron de que no había recibimiento oficial ni en el muelle ni en la ciudad. Las autoridades locales habían desaparecido.

– Es una vergonzosa orden de Tiberio -declararon, indignados, tribunos y centuriones.

Agripina dijo sin emoción en la voz:

– El usurpador espera que la gente se olvide del asesinato.

Pero aquella miserable táctica despertó una incontrolable agitación popular. Mientras el convoy, iniciando su viaje terrestre hacia Roma, avanzaba por la vía Apia escoltado por tan solo dos cohortes, el anuncio de su llegada lo precedía y, de etapa en etapa, multitudes cada vez mayores lo esperaban. Llegaron a Benevento, la ciudad famosa por innumerables leyendas mistéricas, un gélido crepúsculo entre las colinas nevadas. Y bajo un antiquísimo nogal de corteza mágicamente clara, los sacerdotes de un pequeño templo egipcio, erigido en los tiempos de julio César, acogieron las cenizas de Germánico con música de extraños instrumentos y penetrantes perfumes.

– Como en Sais -susurró Cayo a su madre.

A la mañana siguiente, Agripina acarició a su hijo y dijo: -Esta noche, por primera vez he podido dormir. He dormido de verdad, y creo que he soñado; pero no me acuerdo de nada, solo de la luz.

Después de muchas semanas, sus labios esbozaron un movimiento que era casi una sonrisa.

Cayo sintió un violento alivio, como si volvieran los días felices del pasado. «Si algún día puedo -se dijo-, en recuerdo de esta noche, adornaré el templo de Isis como los de los antiguos phar-haoui.»

El lento y doloroso viaje se convirtió en una embriagadora procesión entre dos nutridas alas de gente: los compañeros del joven general muerto, el pueblo que había elogiado al antiaristocrático, los veteranos que recordaban al vencedor de Arminio, los populares y los viejos republicanos que temían la consolidación del poder imperial, los antiguos enemigos de Tiberio y de Livia, todos proclamaban al unísono que Calpurnio Pisón era el asesino y que detrás de él estaba el emperador.

El joven Cayo quedó sumergido en un estado de irrealidad que sofocaba el dolor. La llegada a Roma fue embriagadora y, en cierto sentido, triunfal. Como si en la Domus Tiberiana no viviera Tiberio, como si la ciudad no estuviera plagada de espías y pretorianos, una muchedumbre incomparablemente más nutrida que la que había recibido a Germánico vivo salió a las calles, los rodeó, los siguió durante el lentísimo recorrido hasta el grandioso mausoleo construido por Augusto. Cayo, demasiado joven para un día (orno ese, entreveía las armaduras de los pretorianos que frenaban a la multitud y, detrás de ellas, miles de caras que, al reconocerlo como el hijo menor, lo llamaban y lloraban. Apiñándose hasta impedir el paso del aire, gritaban a Agripina que, en medio de aquel hatajo de asesinos, tan solo ella era el honor de la patria, pedían gritando a los dioses que protegieran su vida y la de sus hijos, recordaban con furia que, antes de acompañar a este muerto, ya había acompañado hasta aquel mausoleo a sus hermanos, imprecaban (contra los envenenadores impunes, exigían venganza. Nadie preveía, excepto algún experto senador, que aquella ardiente manifestación de popularidad sería fatal.

Entretanto, el clamor de aquella enorme multitud indignada, al horde de la sublevación, subía hasta la Domus Tiberiana, sobre el Palatino.

– No sé lo firme que será la fidelidad de los pretorianos -observó siniestramente Tiberio.

De la familia Caesaris, la corte imperial, no apareció nadie. Tiberio y su madre enviaron embajadores para que dijeran que ambos estaban destrozados de dolor.