– Sí, pero el clima es mejor. ¿Cómo está tu marido?
– Bien. Lo veo muy poco. De todas formas, tuviste suerte de que Tiberio no eligiese para ti un marido como Ahenobarbo. ¡Pobre Agripina! A mí me dejó elegir por mi cuenta. Estoy convencida de que lo hizo a propósito, previendo que luego me iba a arrepentir.
– Es verdad, no puedo quejarme.
– ¿Y cómo es en la cama?
– Querida mía, ¿acaso las mujeres honradas hablan de ese tipo de cosas?
Lesbia tomó entre los dedos el borde de su estola y giró sobre sí.
– ¿Te gusta? Rutilio es el mejor costurero de Roma. Deberías encargarle la ropa a él.
– Lo haría si viviera aquí.
– ¡Ven más a menudo! ¡Rodas tampoco es el país de los seres de ojos rasgados! ¿Cómo me encuentras?
– Estupenda. Tendrías que casarte otra vez. Lesbia arrugó la nariz. Se encaprichaba de un hombre tras otro, y su único matrimonio había acabado en divorcio al cabo de medio año.
– ¿De quién estás enamorada este mes? La última vez era de ese tribuno militar cuyo nombre no recuerdo. ¿Cómo se llamaba?
– ¿Rufo?
– ¡Eso es, Rufo!
– Debe de haber regresado a Panonia. ¡Está tan lejos, Panonia! Por suerte, he conocido a Lucio. Tengo que presentártelo. No sólo es guapo, sino también inteligente. Todavía más que Rufo.
Acompañó una carcajada camarina con un discreto gesto, como para disculparse por su inconstancia. Su vida sentimental semejaba una novela cuyo héroe cambiaba de un capítulo a otro.
Drusila se encaminó a la gran abertura del muro y contempló por unos instantes, desde lo alto, la ciudad débilmente iluminada por un sol que empezaba a ponerse detrás del circo Máximo.
– Estoy muy preocupada por Cayo.
– Pero ¿por qué? Está bien.
– No. Corre peligro de muerte. He tenido un sueño, en el que Tiberio ordenaba estrangular a Cayo -explicó, consciente de que su hermana era demasiado atolondrada para revelarle sin correr riesgos la función desempeñada por Graco-. Por eso estoy aquí. Le conté a mi marido que echaba de menos las tiendas y la vida de Roma, pero no es cierto. Se me ha ocurrido una idea para ayudar a Cayo.
– ¿Quieres ir a ver a Tiberio? -exclamó Lesbia.
– No me recibiría, pero hay alguien a quien tal vez se digne escuchar: Antonia. Me gustaría que me acompañaras a visitarla.
– ¿Visitarla? Pero si ella no ha querido saber de ti desde que…
Se mordió la lengua.
– Ya lo sé, pero desde entonces ha corrido mucha agua bajo los puentes del Tíber.
– ¿Y crees que te va a recibir?
– Estoy segura. Me dispensará incluso una buena acogida.
– ¿Por qué quieres que te acompañe?
– Porque Antonia te quiere mucho.
Lesbia sacudió la cabecita ornada de rizos. La anciana le inspiraba un miedo terrible.
– Iré contigo, por supuesto.
Una vez tomada la decisión, pasaron dos largas horas hablando de moda y de afeites. Sus únicos desacuerdos se habían limitado, desde siempre, a tales cuestiones. A Lesbia le apasionaba una clase de túnicas que su hermana consideraba demasiado llamativas.
Drusila no andaba errada en su intuición. Al día siguiente, Antonia la trató como si jamás hubiera habido desavenencias entre ellas. Bajo las cintas del tocado, una sonrisa asomó a su semblante inexpresivo cuando sus ojos se posaron en la joven a quien había echado de su casa, prohibiéndole que volviese a presentarse ante ella. El agua ensangrentada del Tíber se había llevado su rencor y, desde hacía tiempo, ella había llegado a la conclusión de que cabía atribuir a Cayo la responsabilidad del incesto, y que Drusila, nubil apenas, había sido, más que su cómplice, su víctima. Sólo el orgullo le había impedido dar el primer paso para la reconciliación.
Antonia había recibido, unos días antes, la carta en la que Tiberio le pedía que lo perdonara. La coraza de dureza glacial bajo la que había tratado de ocultar su desesperación tras la muerte de su hija se había resquebrajado a consecuencia de aquel inesperado golpe. Por más que en un primer momento se había empeñado en ver en aquella petición un nuevo ultraje, no había logrado indignarse. La visita de Drusila y su solicitud de mediación le ofrecían la excusa que necesitaba ante sí misma para llevar a la práctica lo que había resuelto ya en secreto.
– ¿Estás absolutamente segura de que corre peligro de muerte? -preguntó para disipar el último residuo de vacilación.
La descripción de la escena de la mazmorra causó tanto horror a Antonia como el que le había producido a Drusila.
– ¿Ese desdichado sigue vivo aún? En Capri. En los subterráneos de la villa. ¿Y eso dura desde la conspiración?
Por nada del mundo habría pronunciado el nombre de Sejano. No transcurría un solo día en que no lamentara que su hija se hubiera dejado seducir, para desgracia suya, por el prefecto del pretorio, que la había arrastrado en su caída.
– Le escribiré -decidió por fin-. Debe de haber otros condenados que salvar.
Drusila, ignorante de la iniciativa tomada por Tiberio, la abrazó con ardor, convencida de haber conseguido persuadirla para que intercediera ante el emperador con objeto de salvar a su nieto y a los últimos conjurados que aún seguían con vida.
Antonia gozaba de un inmenso prestigio en Roma. Se había recluido en su casa y no asistía más que en raras ocasiones a las ceremonias públicas, en las que por su cuna tenía derecho a ocupar uno de los lugares preeminentes. A la muerte de Livia, se convirtió en la única gran superviviente del reinado de Augusto. Había seguido, con amargo deleite, la lenta transformación de Tiberio, de quien tan próxima había estado, en un tirano cruel y detestado.
La anciana dama se levantó para acompañar a las visitas a la puerta, haciendo ondear el vuelo de su amplia túnica de interior con un gesto en el que aún se apreciaba cierto donaire. Después se retiró a su habitación, donde se detuvo ante el busto de un hombre joven de facciones enérgicas.
– Tienes razón, Druso. No puedo dejar morir desesperado al hermano que tanto quisiste. Quédate tranquilo, le escribiré concediéndole mi perdón. Pero no le permitiré que mate a nadie más. Ni siquiera a ese bribón de Cayo.
Con la sarmentosa mano, acarició los cortos rizos de mármol. Desde la muerte de Druso, no había rozado el cuerpo de un hombre.
12 Jerusalén, diciembre del año 36
Una mujer yacía en la cama, desnuda, con la cabeza vuelta de tal forma que no se le veía la cara. La débil luz de la lámpara danzaba sobre sus formas perfectas. Agripa creyó que se había extraviado en el laberinto del palacio y se había equivocado de habitación. De repente, la maravilla le presentó el rostro y entonces él reconoció los grandes ojos negros de Salomé. La había admirado a menudo desde su llegada, pero ella no se había dignado dirigirle la palabra. Aunque se parecía a su madre, era mucho más hermosa, pues los años aún no habían dejado su impronta en ella.
La joven lo miró con orgullo, como un niño que quiere que lo feliciten por una travesura.
– ¡Buenas noches, príncipe! ¡Me has hecho esperar mucho!
Un deseo brutal barrió todo pensamiento de la mente de Agripa. Se quitó con precipitación la ropa y, sin una palabra, se abalanzó sobre ella. La joven le devolvió con pasión los besos. Por lo que a las lides amorosas se refiere, se reveló aún más imaginativa que Herodías.
– ¿Y bien? -preguntó con una risita-. ¿Soy mejor que mamá? Al ver la turbación de él, prorrumpió en carcajadas-. ¡En todo caso, eso opinaba mi padrastro!
Agripa cobró bruscamente conciencia de la enormidad del error que acababa de cometer. Entre la madre y la hija había no sólo la animosidad vigilante que opone las beldades maduras a las que comienzan a florecer. Desde que Salomé había seducido a Antipas para obtener la cabeza del profeta Juan Bautista, la enemistad había degenerado en odio.
– ¿Sabes? -añadió-. No lo hice con él más que dos o tres veces. Él quería repetir, pero lo encuentro demasiado feo. A mí me gustan los hombres guapos.