El mago fue el último en salir del barco. Era un hombre de gran estatura y apuesto, cuyos ojos despedían el brillo propio de los adivinos. Llevaba la cabeza rapada y una túnica de lino blanco como los sacerdotes de Isis. Agripa lo guió a su casa a fin de prepararlo para la entrevista con el emperador.
– ¿Has reflexionado bien sobre lo que vas a decirle?
– ¡Hombre de poca fe! -exclamó Simón, con una piadosa sonrisa-. ¿Acaso crees que tengo necesidad de reflexionar?
– Estáte atento. Es muy desconfiado. Va a interrogarte sobre un gran número de cuestiones acerca de una eventual destrucción y reconstrucción de Roma. No le digas nada que pueda ofenderlo. No olvides que tiene un buen concepto del rabino Yeshua.
– Todo eso ya me lo advertiste. Pierde cuidado. En cuanto me Vea actuar, sabrá quién soy.
– Sobre todo, no le hables de Samaria. Podría considerarte amigo de los rebeldes.
– Pero ¿por quién me tomas, príncipe? Que no soy un niño…
Agripa le hacía las últimas recomendaciones cuando un doméstico del emperador se presentó para avisar a Simón que el emperador lo esperaba.
– Después de la entrevista, vuelve aquí a informarme sin demora-le pidió el príncipe.
Pasó las horas siguientes atenazado por la inquietud. Cuando Simón regresó, ya había caído la noche. El mago iba con el pecho henchido.
– ¿Y bien? ¿Qué ha dicho Tiberio?
– Primero manda que me laven los pies y me den de beber. Después te explicaré todo cuanto desees saber.
No bien depositaron los esclavos las copas y la jofaina a sus pies, Agripa volvió a la carga.
– Entonces, ¿hablarás por fin?
– Me ha reconocido. Soy la persona que esperaba.
– ¡Me quitas un gran peso de encima! ¿Qué te ha dicho exactamente?
– Nada.
– ¿Cómo, nada?
– Ha comprobado de qué soy capaz. No ha reprimido un grito de sorpresa al verme transformar los bastones en serpientes. Se adueñó de él tal estupor que se quedó sin habla. Hemos conversado sobre cuestiones diversas. Al final, me ha concedido permiso para retirarme y ha aseverado que pronto recibiré noticias suyas.
– ¿Sobre qué habéis conversado?
– Nada digno de comentarse. Ah, sí, ahora recuerdo que me ha preguntado sobre Yeshua.
– ¿Y qué le has dicho?
– Que era un impostor cuyas mentiras impresionaban a los espíritus débiles.
– ¡Desgraciado! ¿Y qué ha respondido?
– Nada. Ha soltado una risita. Nada más.
– ¿Se ha reído?
– Sí. Se burlaba de Yeshua.
Un escalofrío le recorrió el espinazo a Agripa. Iba a intentar averiguar más cuando un esclavo los interrumpió desde el umbral.
– Amo, en la puerta hay cuatro soldados y un centurión que tienen órdenes de conduciros a casa del emperador, a ti y a tu huésped.
– Me envía una guardia de honor -se pavoneó al mago-. Sin duda quiere que me aloje cerca de él a fin de proseguir nuestra conversación. Todavía me quedan muchos trucos que enseñarle, pero le diré que necesito descansar. ¡Sólo faltaría que me tratara como a un criado!
Cuando salieron, el centurión los saludó y los soldados los rodearon en silencio. La villa de Júpiter estaba tan cerca que era natural recorrer el camino a pie. Al llegar, se disponían a dirigirse hacia la gran puerta cuando el oficial los paró en seco con un gesto.
– ¡No! ¡Por aquí!
Les indicó una portezuela situada a un lado de la villa, tan bien disimulada que Agripa nunca había reparado en ella.
– César ha ordenado que paséis por aquí.
Entraron en una habitación reducida iluminada por un cabo de vela y que olía a humedad. La puerta se cerró con estrépito tras ellos. Agripa examinó aquel inhóspito lugar. Había anillas fijas al muro, y el suelo estaba cubierto de paja.
– ¡Este centurión está loco! -exclamó el mago, sin perder un ápice de altanería-. Me quejaré a Tiberio para que lo castigue.
Agripa se tomaba con filosofía el contratiempo. Cabía esperar cualquier cosa de Tiberio.
– ¿Estás seguro -preguntó con socarronería- de que el emperador te ha reconocido como la persona a la que buscaba? ¿Sigues pensando que se burlaba del rabino Yeshua?
– ¿Cómo osa tratarme así? ¡Hacerme esto a mí!
El mago, que corría de una pared a otra como un abejorro atrapado en una copa, se detuvo para recriminarle:
– ¡Me has hecho venir aquí para que me encierre en un calabozo! ¡Me habías prometido una recompensa, y mira dónde estoy!
Sólo pasaron una noche en aquella celda. Al día siguiente, por la mañana, Calisto acudió a liberarlos. Se inclinó ante Agripa con una obsequiosidad tras la que se adivinaba un esfuerzo por contener la risa.
– Eres libre, príncipe. Tu amigo embarca mañana hacia Cesarea. Tiberio desea hacerle saber que unos cuantos días remando serán muy beneficiosos para su salud.
Antes de abandonar al mago, sumido en lamentos, Agripa le asestó el golpe de gracia:
– Seguro que conoces algún truco genial para abrir puertas o atravesar murallas. Seguro que sabes transformar un pedazo de paja en llave. ¡Éste es el momento para poner esa habilidad en práctica!
Tras un instante de vacilación, en lugar de regresar a su casa, decidió hacerle una visita a Calígula. La villa de Capricornio ofrecía el espectáculo de un decorado de teatro devastado. Uno de los sirvientes le comunicó que el amo acababa de retirarse a su habitación. Mandó que lo anunciaran. Su antiguo alumno, que se estaba desvistiendo, escuchó sin interrumpirlo el relato de su percance nocturno.
– Veamos si te he entendido: ¿ese tal Simón no es el hombre que busca Tiberio?
– ¡Por desgracia, no! A pesar de todo es un gran mago. ¿Por qué tuvo que ponerse a hablar de ese maldito rabino? Supongo que soltó otras inconveniencias.
Calígula se acostó en la cama.
– Apártate un poco, te lo ruego. ¡Apestas como si te hubieses acostado con un chivo! Ay, mi venerado maestro, te creía más sutil. ¿Cómo has podido imaginar por un instante que un ilusionista era el prodigioso ser que espera el mundo? Eres un poco corto de entendederas. A propósito, ¿sabes que Tiberio ha destituido a Pilatos y a Antipas? Los envía exiliados a la Galia.
– ¡Les está bien empleado! ¿Quién es el nuevo tetrarca?
– Aún no lo ha nombrado. ¿Quieres que interceda en tu favor, oh mi venerado maestro?
Agripa no sonrió. En ocasiones, su ex alumno ponía a prueba su paciencia.
14 Miseno, febrero del año 37
Como si quisiera desmentir los rumores que corrían sobre la inminencia de su muerte, durante la breve travesía de Capri a Miseno, Tiberio se paseó por el puente con paso firme. Luego se mostró curioso y divertido durante el recorrido de la villa de Apicio.
El ilustre gastrónomo había decorado su palacio campestre como uno de los gigantescos y elaborados pasteles que se servían en su mesa. Para los romanos, pueblo de campesinos enriquecidos, el lujo residía en lo complicado y lo rebuscado. En sus jardines, lo más alejados posible de la naturaleza, abundaban las grutas artificiales, los surtidores de agua coloreada, las estatuas, los macizos de flores raras, los árboles recortados en formas fantásticas de hipopótamos voladores o de serpientes con patas. Tiberio se paseó entre tales maravillas, fascinado.
Se había convocado a todos los miembros de la familia imperial a escuchar la lectura del nuevo testamento, a excepción de Drusila. Calígula percibió en ello una pequeña muestra de crueldad del viejo: pensaba privarlo de su hermana querida hasta el último día de su vida. Se esperaba de un momento a otro a Antonia, que se había retrasado a causa de un ataque de gota.