Todos habían comprendido que el final estaba próximo. Los criados se preparaban ya para llevar luto. Lesbia había dejado de reír. Agripina exhibía su vientre redondeado con el orgullo de un centurión portaestandarte, apuntando hacia delante con su mentón cuadrado. Aparte, se esforzaba por calmar a Ahenobarbo, que amenazaba con ir a cantarle cuatro verdades a Tiberio.
A finales de mes, Tiberio había mandado llamar al jefe de las cocinas. Jamás en Capri lo había honrado con una entrevista privada, ya que su mesa constituía la menor de sus precupaciones. La entrevista duró tanto rato que todos quedaron intrigados. A su salida, el hombre parecía atónito, pero se negó a efectuar la menor confidencia y circuló entre sus cocineros y pinches una consigna de silencio tan rigurosa que nadie logró averiguar nada. A Claudio, que, aguijoneado por la curiosidad, merodeaba por las cocinas, le cerraron el paso dos guardias germanos. Aquellos rubios brutos debían de haber recibido órdenes de Tiberio en persona.
– Pero ¿qué estará tramando? ¿Acaso se dispone a envenenarnos a todos?
Desde aquella noche que pasó sobre la paja del calabozo de Capri, Agripa le guardaba rencor a Calígula por haberse burlado de su mal trance.
– Yo no sé nada. Pregúntale a Laverna -respondió encogiéndose de hombros.
En el panteón latino, en consonancia con el talante utilitario de aquella civilización, cada divinidad desempeña una función precisa. La diosa Laverna era la especialista en trapacerías, engaños y mentiras. Puesto que disimulaba lo esencial, la representaban unas veces como un cuerpo sin cabeza y otras como una cabeza sin cuerpo. Siempre la invocaban en silencio.
– Jenofonte asegura -prosiguió Calígula- que a Tiberio le queda muy poco tiempo. No es ésa la impresión que da. Por lo visto, ha recuperado el apetito.
– Tal vez prepare un lectisternio.
– Ah, no. Habrían colocado estatuas.
En circunstancias excepcionales, acostaban las estatuas de los dioses en camas frente a mesas guarnecidas de manjares y flores. Así agasajados, los divinos comensales manifestaban su buena disposición hacia los mortales.
El festín fue servido en el mayor de los cinco comedores de la villa. Aquel santuario de la gastronomía estaba decorado con un gigantesco cuadro en el que Baco, coronado de sarmientos, agitaba una cepa de vid en dirección a una mesa rebosante de manjares. Bajo cada plato estaba inscrita la mejor procedencia: pavos de Samos, faisanes de la ribera del Phasis, cabritos de Ambracia, atunes de Calcedonia, jade de Galia y salchichones de Iberia. Calígula interpretó como un desaire que el emperador dejase a Gemelo recostarse a su derecha.
– Demos las gracias a los dioses por habernos reunido -dijo Tiberio en tono afable-. Estos últimos tiempos he estado enfermo. Ahora me siento mejor, mucho mejor. ¡Que comience la fiesta!
Una larga fila de pinches entró en la estancia. Portaban bandejas, como de costumbre, aunque en esta ocasión no transportaban en ellas jabalíes asados o pavos con la cola desplegada. Los sirvientes dispusieron sobre la mesa central varias decenas de platos que junto con las guarniciones componían una estudiada armonía de color que iba del verde claro al púrpura. No faltaba allí verdura alguna: rodajas de pepino en salmuera en sus recipientes de reluciente cerámica, acelgas alargadas, apio caballar de raíz carnosa, chirivía silvestre que agasaja el paladar y cebolla albarrana, que, según se dice, posee propiedades digestivas. Había coles que estaban dispuestas en cuadrados como un manípulo de legionarios: coles de Cumas de cabeza acampanada, coles de Bruttium de enormes hojas, coles de Alicia de diáfanas hojas, coles tiernas de Pompeya, de dulce sabor. Los brotes de orobanca, de lúpulo o de fresal alineados como en desfile acompañaban los tallos de enredaderas y de cardos silvestres, cardos borriqueros fritos, puerros de Tarento sumergidos en aceite. Unas escudillas de oro contenían humildes gachas de cebada, espelta, espinacas o habas, así como el alioli que se servía en las tabernas de la Suburra [1]. Cada una de las cincuenta y cinco verduras que enumera Apicio en su tratado estaba presentada en todo su esplendor. Los comensales se miraban, sin saber qué actitud adoptar. ¿Había que tomárselo a broma o no?
– Ya sabéis en cuánta estima os tengo a todos -declaró Tiberio, burlón-. Por eso me preocupo por vuestra salud. La carne estriñe y el vino enturbia las ideas. Las verduras son saludables. Yo las consumo en abundancia a fin de dejaros lo más tarde posible. ¿Qué Piensas tú de ello, Cayo? ¿Puedo esperar vivir aún mucho tiempo gracias a este régimen?
– Eso es lo que deseamos todos.
No lo dudo. Agripina, hazme el favor de probar este rábano blanco. Livia, que lo comía todas las mañanas, vivió ochenta y seis años. ¡Lesbia, cuidado con la malva! Fue la causante del último coco de Cicerón. ¡Los cólicos no son buenos para las chicas bonitas!
Se volvió hacia Ahenobarbo, que se había tomado el menú como una afrenta y se negaba de forma ostentosa a probar bocado.
– ¡Ah, no sales nada caro a tus anfitriones! Si todos los invitados de ese pobre Apicio te hubieran imitado, no se habría suicidado después de caer en la ruina.
Sin aguardar respuesta, pasó a Claudio que, aquejado de una voracidad crónica, estaba concentrado engullendo unas gachas de avena.
– Tú, como historiador, ¿cuál dirías que es la verdura más antigua de nuestra cocina romana?
– El rábano. Se cuenta en los anales que un tal Curio Dentato recibió a los samnitas, que habían venido a comprar su alianza con oro, sin dejar de saborear un rábano asado.
– A Augusto le gustaba mucho el rábano hervido -observó Tiberio, a quien parecía encantar aquel tema de conversación-. Lo acompañaba de queso de cabra. Yo he probado su receta, pero me produce gases. Por lo visto no tengo nada en común con la raza cabruna.
Los asistentes se estremecieron al oírlo aludir al infamante mote que le aplicaban en Roma. La misma palabra caprineus designaba, en efecto, al lúbrico macho cabrío y al habitante de Capri.
Fijando la mirada en Calígula, Tiberio cambió entonces el tono de guasa por uno de amenaza.
– Mañana por la mañana, os comunicaré las decisiones que he tomado. Os quedaréis muy sorprendidos. Uno solo de entre vosotros tiene motivos para inquietarse.
Se puso en pie rehusando la ayuda de su doméstico y salió de la sala, dejando a los comensales entregados a acalorados comentarios.
– Va a reinstaurar la República -susurró Ahenobarbo a Agripina.
Lesbia, que había advertido cómo se alteraba el semblante de su hermano, acostado a su izquierda, se inclinó con inquietud hacia él.
– ¿Qué debe de significar esto?
– Nada. Nada en absoluto -contestó éste, de nuevo con su habitual máscara de indiferencia.
En realidad, estaba paralizado por el pánico. ¿Y si Trasilo se había equivocado? La insinuación del emperador quedaba clara. Se proponía exiliarlo, matarlo tal vez. Convenía actuar sin demora.
Cuando llegó a su habitación, Tiberio se sentía tan exhausto que apenas le restaban fuerzas para levantar los brazos a fin de dejarse desvestir por su criado. Un vez solo, suspiró, como quien culmina por fin una pesada tarea.
Al recordar el espectáculo que acababa de escenificar, rió por un momento entre dientes. Había ofrecido un simulacro de festín a un remedo de familia. Había terminado con ellos y no volvería a verlos antes de que la Parca cumpliera con su cometido. Lo que le faltaba por llevar a cabo en este mundo se reducía a poco.
El pergamino estaba desplegado sobre la pequeña mesa. Tras verter las gotas de agua sobre los oscuros granos que machacó con la punta redondeada del cálamo, escribió con mano temblorosa: «Recomiendo al Senado y al pueblo de Roma que confíen el Imperio a mi hijo Cayo.»
Fue a acostarse en la cama pensando en Augusto. Antaño, también él había trazado a disgusto las irrevocables palabras, con las que sellaba su elección del hombre a quien detestaba. Cayo estaba corrompido por los vicios, pero, como no había dejado de constatar Jenofonte, su demencia era fingida. Poseía una inteligencia aguda, apta para comprender cualquier cosa, y, por encima de todo, la cualidad imperial por excelencia: el prodigioso arte del disimulo. Reinaría con dureza sobre un mundo que no merecía la templanza. Su cuna hacía de él un sucesor legítimo y, entre todos esos mediocres, era el único con madera de emperador. Un día caería en la cuenta de que el Imperio era un caramelo envenenado, y el poder supremo, una maldición. Ése sería su castigo.
[1] Así en el original de la traducción. La forma etimológica y correcta es Subura; era el valle entre el final del sur del
Dos teorías antiguas de la derivación de Subura deben rechazarse (Varro, LL V.48:
Las referencias al carácter de este distrito son frecuentes en la literatura latina y en inscripciones. Era fervens (Iuv. XI.51, y schol. frequentissima regio ), clamosa (Mart. XII.18.2), sucia y húmeda (ib. V.22.5 – 9), un centro de rameras (Pers. 5.32; Mart. Ii.17; vi.66.1 – 2; xi.61.3; 78.11; Priap. 40.1), de comerciantes en provisiones y exquisiteces (Iuv. XI.141; Mart. Vii.31; x.94.5 – 6) y galas (Mart. IX.37), y de comerciantes de tipos varios ( praeco , VI.1953 de CIL; crepidarius , ib. 9284; ferrarius , 9399; lanarius , 9491; inpilarius , 33862; lintearius , 9526). Que también había moradas de personas más distinguidas lo muestra el hecho de que César vivió aquí (Suet. Caes . 46) y L. Arruntius Stella, cónsul en 101 A.D. (Mart. Xii.3.9; cf… Xii.21.5). De una división probable en Subura maior y Subura minor , puede inferirse de la lectura de una inscripción (CIL VI. 9526: Sebura maiore ad ninfas ), nada más se sabe. Véase también Jord. I.1.185 – 186; HJ 330 – 332. Para gobernantes y escritores de la sinagoga judía de la Subura (ἄρχων y γραμματεὺς Σιβοθρησίων), véase CIG 6447; Mitt. 1886, 56; NS 1920, 147 – 151, 154; BC 1922, 208 – 212. Tomado de Subura p500 Article on pp500-501 of Samuel Ball Platner (as completed and revised by Thomas Ashby): A Topographical Dictionary of Ancient Rome , London: Oxford University Press, 1929. [Nota del escaneador]