Выбрать главу

Tiberio se durmió sumido en estas reflexiones. En mitad de la noche, lo despertó un violento dolor en la mano derecha. Intentó liberarla de la tenaza que le arrancaba el anillo, pero no le dio tiempo. Algo blando y pesado a la vez le aplastaba la cara. Se asfixiaba. Para comprender que lo estaban ahogando con una almohada, hubo de hacer el último esfuerzo de su vida.

15 Miseno, 11 de marzo del año 37

Antonia pidió que la dejaran a solas con el cuerpo del emperador. Envuelto en su manto púrpura, reposaba sobre una espesa capa de nieve traída de las montañas. Al contemplar aquel rostro desfigurado, lamentó haber llegado demasiado tarde. Si el destino no le hubiera deparado un final tan cruel, ella lo habría asistido hasta el último momento; habría corrido la cortina de los párpados sobre los grandes ojos azules que con tanto afecto la miraban en otro tiempo. No debió haberse limitado a escribirle. Mejor habría sido reunir las fuerzas para volver a verlo. Habrían llorado juntos. Su odio se rasgaba a tiras como un vestido gastado. De improviso tomó conciencia de que siempre había temido la muerte de Tiberio pues, en cierto modo, era él quien la mantenía apegada a la vida.

Se disponía a marcharse cuando un detalle le llamó la atención. Al anciano le habían cruzado las céreas manos sobre el pecho de una forma poco natural, como si más que juntarlas hubieran querido superponerlas. Se agachó y, sin vacilación, levantó la mano izquierda para dejar al descubierto la diestra. En medio del anular, la piel presentaba una franja de color distinto al del resto del dedo. Lo rascó con suavidad con la punta de la uña, recogiendo una pizca de materia blanquecina que reconoció al instante. Era albayalde, que habían utilizado como maquillaje sobre la piel desgarrada. Le habían arrancado el anillo. Tiberio había matado a su hija y ahora alguien lo había matado a él. No era sino un acto de justicia.

Avergonzada por haber incurrido en tales pensamientos, le colocó las dos manos en la posición en que las había encontrado y retrocedió un paso. ¡No, no iba a convertirse en cómplice moral del crimen! No quería acordarse más que de los lejanos días en que Tiberio no era aún emperador. Cuando Druso había sufrido una herida de muerte al caer del caballo, en los confines de Germania, él había cabalgado día y noche para llegar a tiempo junto al lecho del amado hermano. Le había prometido velar por su viuda y su hija, y había cumplido su palabra. Entre una campaña y otra, había colmado la infancia de Livila con su tosca adoración.

Antonia reconoció para sus adentros que en cierta época había estado casi a punto de enamorarse de él. Luego sobrevino la desgracia: lo habían erigido emperador. Ella lo oyó maldecir la decisión de Augusto al escogerlo como heredero. ¡Y al final había muerto asesinado, odiado por todos, como una bestia acorralada! El anillo que simbolizaba el poder supremo le había atraído la mala suerte hasta el último instante. El muchacho vicioso cuyo incesto ella había descubierto se lo había robado. ¿Qué uso pretendía darle antes de que se lo arrancasen a su vez? La recorrió un escalofrío. Cayo no debía enterarse de que ella había descubierto su secreto.

Sin dejar traslucir la menor emoción, regresó a los aposentos que le habían asignado. Decidió, antes de nada, informarse sobre lo sucedido la noche anterior. Pidió a una doncella que fuera en busca de Gemelo. Tras llegar a la conclusión de que era hijo de Sejano, no había querido volver a verlo, pero había desechado ya esa quimera. Era su nieto y corría peligro de muerte. El niño erraba por la villa, donde nadie le prestaba atención.

– Ten valor -le exhortó, abrazándolo-. Recuerda que tu padre fue un héroe.

Al oír estas palabras, pensadas para reparar la prolongada injusticia que se había cometido contra él, Gemelo se ruborizó de orgullo.

– El tío Tiberio nunca hablaba de él. Ay, ¿por qué se ha muerto tan de repente? Anoche parecía encontrarse mejor.

– Estaba muy enfermo. Las Parcas no olvidan a nadie, ya lo sabes. ¿Quién lo cuidó durante estos últimos tiempos?

– Jenofonte.

Antonia conocía la fama de ese médico intrigante, aficionado a las carreras de caballos y mujeriego, sobre el que pesaba la sospecha de haberse apropiado de la herencia de algunas de sus dientas.

– Me han contado que anoche estuvisteis invitados todos a un banquete. Cuéntame cómo fue.

– No había nada de carne y todos se quedaron muy sorprendidos. Domicio Ahenobarbo no quería comer nada, porque aborrece las verduras. El tío Tiberio le explicó que eran excelentes para la salud y que comiéndolas se podía vivir más tiempo. Dijo que Livia murió muy vieja porque le gustaba mucho el rábano blanco. Bromeó con el tío Claudio y se fue antes del final porque se sentía cansado.

– ¿No dijo nada más?

– No, abuela. ¡Ah, sí! Que iba a darnos una gran sorpresa mañana. Bueno, quiero decir hoy.

– ¿Una sorpresa?

– Sí. Seguramente se refería a que había elegido a Cayo. Supongo que ya no lo veré mucho. No sé adonde voy a ir.

– No te preocupes. Le pediré que te permita vivir cerca de mí en Roma.

– ¿Con Helena?

– Sí, con tu hermana.

El niño se arrojó a sus brazos. No, no se parecía en absoluto a Sejano, el desvergonzado amante de su hija, concluyó, reprochándose lo injusto de su actitud anterior.

Estaba absorta en estas reflexiones cuando Calisto acudió a avisarla de que el emperador la esperaba. Se sobresaltó antes de comprender que se trataba de Calígula. La multitud había invadido la villa, por lo que dos guardias germanos tuvieron que abrirle paso. Cuando entró en la más espaciosa de las salas del primer piso, Calígula se le acercó, con las manos tendidas en señal de bienvenida. Puesto que no se le permitía vestir la púrpura antes de su unción por parte del Senado, el nuevo emperador llevaba una de sus togas de joven elegante. Los ojos de Antonia enseguida se posaron en el anillo. Al recordar el dedo desollado de Tiberio, hubo de recurrir a todo su temple para reprimir un ademán de repugnancia.

– Mi gozo es grande al saberte por fin entre nosotros después de tan larga ausencia. Por desgracia no pudiste hacer más llevaderos los últimos instantes de Tiberio. ¡Ah, qué pérdida para nosotros y para el Estado!

En el aplomo de la voz y el brillo de los ojos, ella adivinó su felicidad.

– Yo también lo lamento, y te doy las gracias por tu acogida,

César.

– Llámame Cayo, como antes. Yo no olvido que me brindaste tu hospitalidad cuando era niño. Tiberio padecía cada vez más, y este final apacible es el que deseaba.

– ¿Te encontrabas cerca de él en el momento de su muerte?

– ¡Por desgracia, no! Nos dejó anoche después del banquete que había ofrecido a la familia y al que habrías asistido de no ser por tu indisposición. De hecho, no te he preguntado cómo sigues. Perdona mi falta de modales.

A Antonia le produjo la impresión de que se burlaba de ella.

– Como ves, no sufro dolor al caminar.

– Me alegro. Como te decía, se había retirado a su habitación. Me mandó llamar para entregarme su anillo y me pareció fatigado, pero yo estaba tan emocionado que confieso que no tenía las ideas muy claras. En todo caso, no advertí nada inusual en él. ¡Se había mostrado tan contento durante el festín, tan gracioso! ¡Un festín de verduras! Pídele a Claudio que te lo cuente; él fue quien le dio réplica. La escena resultó un regalo para el espíritu. Y luego, en plena noche, la Parca cortó su hilo. Jenofonte asegura que murió sin darse cuenta. ¡Qué pérdida!