La abundancia de platos y de vino había animado a los comensales cuando seis bailarinas de Cádiz salieron al vasto espacio dispuesto en el centro del triclinio. Las jóvenes morenas, llevaban el cuerpo cubierto de un velo azulado impalpable, destinado más a resaltar su desnudez que a ocultarla.
– En esta familia saben vivir, sí señor -comentó Claudio-. Nos han ahorrado los acróbatas, los prestidigitadores y los recitadores de poemas. Vamos directos a Venus sin pasar por las musas. Esas chicas son capaces de resucitar a un muerto -musitó, inclinándose hacia Mesalina-. Me parecen casi tan excitantes como tú, bonita.
Las bailarinas comenzaron a contonearse. Todo en ellas rezumaba lubricidad. Con las manos acariciaban unos falos invisibles que sus bocas acogían mediante sabias felaciones. Los vientres color de bronce se agitaban con la cadencia frenética de la flauta y la pandereta. Los hombres, con un nudo en la garganta, interrumpieron sus charlas y libaciones. Las mujeres ponían de manifiesto su turbación meditante risitas. Claudio tomó la mano de Mesalina y se la acercó al bulto que le tensaba la tela de la túnica. Como el músico de la pandereta, ella tamborileó con los dedos al ritmo de la música.
– ¡Vamos, bonita! -le imploró él.
Ni el lugar ni el momento se prestaban a refinamientos. Mesalina apretó la protuberancia con fuerza hasta el momento en que ésta dejó de pulsar. Lamentaba no estar en condiciones de esmerarse más ya que las embestidas del negro le habían abierto el apetito.
Había llegado el momento del beso nupcial. Calpurnio se volvió hacia la joven novia y posó los labios en su mejilla. De repente, la voz áspera del emperador se oyó por encima del jolgorio:
– ¿Quién te ha permitido tratar así a mi mujer?
El tono, ajeno por completo al ambiente distendido que reinaba, sumió a los presentes en un silencio sepulcral.
– ¿Me hablas a mí, César? -balbució el joven.
– ¿A quién si no? ¡Deja de acariciar a mi esposa ante mi vista! ¿Te parece apropiado? Y tú, amada mía, no te dejes besar por ese hombre. ¡Ten un poco de decencia!
Con los ojos muy abiertos por el estupor, la novia se había quedado inmóvil, como fulminada por un rayo. Calígula se levanto y fue a tomarla de la mano.
– ¡Ven, hermosa mía!
Demasiado aterrorizada para ofrecer resistencia, ella dirigió una mirada enfebrecida a su marido, que mantenía la vista fija en el mantel, como absorto en una meditación que lo aislaba del mundo. Con pasos cortos, como una cautiva, su novia siguió al emperador hasta la puerta cuya colgadura levantó el gigantesco negro.
Los comensales permanecieron callados durante unos momentos.
– ¡Pobre Cayo! -susurró Lesbia al oído de su vecino-. Es su enfermedad.
Lucio se guardó de responder. Cualquier palabra era susceptible de ser oída, repetida, deformada, y no le apetecía en absoluto conocer de cerca la roca Tarpeya ni las Gemonías. Helena fue la primera en hablar.
– ¡Está loco! ¡Completamente loco!
Como si hubiesen estado esperando esta señal, los comensales se pusieron a intercambiar en voz alta comentarios sobre el arte culinario.
– El cochinillo a la jardinera está delicioso, aunque todo depende de la salsa.
– Mi cocinero tiene una receta: pimienta, ruda, garó, vino blanco, miel y un poco de aceite. Es exquisito.
– Vamos, prueba este vino de Creta, bonita.
– ¡No se puede preparar un buen minutal sin testículos de gallo! ¡Por más menudillos y croquetas que se añadan, la pepitoria no merece el nombre de minutal si no lleva testículos de gallo!
– ¿Con apio silvestre y cilantro?
– Sí. Mucho cilantro.
Por fin, el esclavo levantó la colgadura y el emperador reapareció, seguido de Livia Orestila, ruborizada y con el pelo enmarañado. Sin apartar los ojos del suelo, la joven regresó a su asiento.
– Te felicito, Calpurnio. Has demostrado tu buen gusto al querer acariciar a mi mujer y te lo perdono si me prometes que no se va a repetir.
– ¡Te lo prometo, César!
– Eres un chico inteligente. Encontraremos un puesto a tu altura.
Entonces se oyó una voz infantil.
– ¡Pero Cayo, no puedes quitarle a su mujer!
– ¿Quién te ha pedido tu parecer? -chilló Calígula-. ¿Desde cuándo el hijo de Sejano y de su puta imparte lecciones al emperador?
Gemelo prorrumpió en sollozos. Helena rompió el silencio que el exabrupto había impuesto en la sala.
– ¿Cómo te atreves a insultar a nuestra madre? ¡Tú, que no eres más que un enfermo, un demente! ¡Todo el mundo te teme aquí, pero a mí no me das miedo! ¿Es culpa nuestra que tu Drusila te haya dejado plantado?
Acto seguido se levantó, y llevándose a su hermano, se encaminó con paso altivo hacia la puerta.
Calígula la miró alejarse sin rechistar. A quienes osaron alzar la mirada hacia él les pareció que su rostro se había transformado en piedra.
38 Roma, abril del año 38
Helena se despertó con un sobresalto. Unos golpes fuertes resonaron en la puerta y por toda la casa se oyó un frenético ruido de pisadas. Corrió al baúl de la ropa y tras cambiarse la túnica de noche por una estola, corrió hacia la escalera.
Tres hombres subían por ella. El primero llevaba el casco con el penacho rojo distintivo de los centuriones.
– Traemos una orden imperial. ¿Dónde está tu hermano?
Esclavos y criados habían desaparecido como por arte de magia, y la casa había recuperado su habitual quietud nocturna.
– ¿Qué orden?
– Sólo se lo notificaré a él.
– ¿Venís a matarlo?
– Condúcenos hasta tu hermano.
Helena los guió. La habitación, con los pesados postigos cerrados, estaba alumbrada sólo por una pequeña lámpara, de modo que el cuerpo tendido en la cama, más que verse, se adivinaba.
– Levántate y síguenos. Éste no es el lugar adecuado para comunicarte el mensaje del emperador.
Gemelo estaba tan asustado que no lograba incorporarse bajo las sábanas. Helena lo ayudó a ponerse de pie. Con la vista borrosa a causa de las lágrimas, consiguió que se cubriera con su más hermosa túnica. El nieto de Tiberio no debía morir en atuendo de noche.
– Ha llegado el momento -le susurró ella-. Ten coraje.
Intentó sostenerlo mientras bajaba la escalera, pero su propia corpulencia se lo impedía. Un legionario tomó al adolescente bajo el brazo para evitar que se cayera. Las primeras luces del alba iluminaban el atrio.
– César ordena que te des muerte ante nuestros ojos. Aquí tienes una espada. ¡Deprisa!
Horrorizado, el niño miró el arma que le tendía un legionario.
– ¡Pero si Cayo me quiere! ¡Me adoptó y soy su hijo! ¡Él no puede haber ordenado eso, es un error!
– He recibido la orden de los mismos labios del emperador. No nos hagas perder el tiempo.
– Cayo nos odia a los dos -terció Helena- y, tarde o temprano, era inevitable que acabase con nosotros. ¡Es peor que Tiberio! ¡Terminad con esto de una vez y matadlo! Ya veis que no es capaz de quitarse la vida. ¡Matadme a mí también, os lo suplico!
– La orden especifica que tu hermano debe darse muerte.
– ¡El muy bribón! ¡Peor que Tiberio!
– Ten cuidado con lo que dices. Y tú, agarra esa espada y ejecuta sin demora la orden del emperador.
Helena tomó la mano de su hermano.
– ¡Demuéstrales de quién eres hijo!
– No… no sé cómo hacerlo.
El centurión dio unos pasos al frente y le habló como a un recluta durante la instrucción.
– Es muy sencillo. Colocas la punta bajo las costillas, ahí, ése es el lugar adecuado, exacto. Normalmente, se apoya la empuñadura al pie de una pared, pero vamos a sujetarla, así resultará más sencillo. Después, tú te abalanzas hacia delante con todas tus fuerzas.
Gemelo temblaba de tal modo que el centurión, impaciente, se situó detrás de él y, con un violento empellón, lo arrojó sobre la espada que empuñaba su subordinado. El adolescente profirió un alarido al caer sobre el suelo de mármol.