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Tiberio observó a Cayo mientras éste se alejaba, con las largas piernas temblorosas. Aun bajo el efecto del terror, su máscara no había dejado traslucir la menor emoción. El emperador experimentó por su hijo adoptivo un sentimiento parecido a la admiración.

4 Capri, junio del año 36

La villa de Capricornio estaba decorada con profusión de obras de arte orientales, cabezas indias de ojos rasgados y enigmática sonrisa, dioses egipcios, una estatua de cuerpo entero de Alejandro, una diosa Isis en mármol blanco, con el sistro en las manos y tocada con el disco cornudo. En el atrio, un bajorrelieve de Babilonia representaba una procesión de sacerdotes de altas tiaras y barbas rizadas.

Encaramado sobre un montón de cojines, Calígula balanceaba los pies calzados con sandalias bordadas de oro, sin dedicar ni una mirada a la amplia bahía que se abría al paisaje marino. Para él, Capri era una cárcel en torno a la cual el mar levantaba barrotes de espuma. El carcelero que lo mantenía cautivo jugaba con él de forma cruel aunque solapada. Tras la frente manchada por la vejez, en la mirada azul de Tiberio, velada por los ajados párpados, Cayo veía merodear su muerte. En ocasiones, lo asaltaba la impresión de haber nacido con la angustia en el vientre, de haber sentido siempre sus agudos dientes royéndolo por dentro.

Una tos lo hizo alzar la vista. Un viejecillo con una calva flanqueada por dos mechones blancos aguardaba en el umbral.

– ¡Ave, Trasilo! Sé bienvenido. Ésta es la primera vez que te veo aquí. Toma asiento en esta silla que, en tiempos lejanos, perteneció a. un faraón. Tal como has pedido, he ordenado que nos dejen solos. ¿Qué es eso tan importante que tienes que decirme?

Pese a que pretendía mostrarse irónico y desenvuelto, aquella visita llevaba hasta el límite la angustia que lo atenazaba. Trasilo estaba al frente de los doce astrólogos que Tiberio había reunido en Capri.

– Debo hablarte de tu porvenir.

– Ya lo conozco -contestó Calígula, encogiéndose de hombros-. Tiberio me ha mostrado la suerte que me tiene reservada. Quiere hacerme morir en su mazmorra.

– No, tú serás su sucesor. Te recuerdo no obstante la regla de nuestro arte: los astros predisponen pero no determinan.

El joven no se tomó la molestia de disimular su estupefacción.

– ¿Yo? ¿Siendo Gemelo de su misma sangre?

– Te elegirá a ti.

– ¿Sabe que estás aquí?

– No. Sólo mi hija lo sabe, pues comparte mis secretos.

– Si llegara a sus oídos tu predicción, me mataría sin duda. -Un día, hace mucho de eso, quiso mandarte matar para precaverse contra las conjuras que habrían podido urdirse en torno a ti. Yo le aseguré que tú tenías tantas posibilidades de ser emperador como de atravesar sin mojarte los pies el golfo de Baias. Es la única mentira que he dicho jamás.

– ¿Hiciste mentir a los astros?

– No. Sólo me ocupé de que un hombre no los insultara. Debo informarte de algo más. Hemos entrado en el mes de los Peces, y el mundo va a sufrir una gran conmoción. Un ser prodigioso será la causa. Arrasará el mundo con su llama, asolará Roma y después la reedificará.

– ¿Dónde está?

– Se oculta en Oriente, donde nació hace más de treinta años. Quizá se te presente la ocasión de conocerlo.

– ¿Cómo lo reconoceré?

– ¿Cómo se reconoce el Sol? Tiberio ha ordenado su búsqueda, pero no lo ha descubierto. En cuanto a ti, puedes ser el mejor o el peor de los emperadores. Cuando Zeus creó a Pandora, le ofreció todos los dones del espíritu y del cuerpo. Hefesto forjó para ella una caja, en la que el padre de los dioses encerró todos los males que amenazaban al mundo. Ordenó a Pandora que no la abriera nunca. Ya sabes lo que ocurrió después. ¡No imites a Pandora, Cayo!

– ¿Cuándo va a morir Tiberio?

– He venido a hablarte de tu destino, no del suyo.

Trasilo se levantó y se encaminó a la puerta con el paso precavido de los ancianos. Un vez en el umbral, se detuvo.

– ¡No imites a Pandora, Cayo!

Luego subió a su litera e indicó a los porteadores que lo llevaran a la villa de Júpiter. Cuando el ujier le anunció al emperador que su astrólogo le solicitaba audiencia, Tiberio lo hizo pasar de inmediato.

– Pareces agotado, amigo mío. Hacía un mes que no salías de tu casa. ¿Por qué lo has hecho hoy? Yo hubiera venido a verte.

– Mi cansancio carece ya de importancia. El gran reposo llegará mañana.

– Sin embargo me habías hecho concebir esperanzas -señaló, con voz quebrada, el emperador.

– No podía decírtelo. Perdóname.

– No tengo nada que perdonarte. ¡Ay, Trasilo, te seguiré muy pronto! Aunque yo no conozco ni el día ni la hora.

– Yo tampoco los conozco. Este privilegio no me ha sido concedido más que para mí mismo. Sin duda con el fin de que pueda despedirme de ti.

Evocaron algunos recuerdos, sobre todo de los siete años en los que Tiberio había permanecido en exilio voluntario en Rodas. Bajo aquel luminoso cielo, habían llevado una vida de estudio que ambos rememoraban con nostalgia.

– Gracias por avisarme. Me habría resultado demasiado doloroso enterarme de la noticia por boca de otro. Dime, ¿veré yo mismo, antes de morir, al ser extraordinario cuyo nacimiento en Oriente me anunciaste hace más de treinta años? ¿Veré cumplirse la profecía de Virgilio sobre el niño que traerá a los hombres la nueva edad de oro?

– No está en mis manos responderte. Ese secreto no me ha sido desvelado.

– ¿Sabes, al menos, si es el mago que descubrió Agripa?

– No lo creo, pero si llegas a toparte con ese ser prodigioso, no te costará reconocerlo…

– Contigo pierdo al último de mis viejos amigos. No hace mucho se fue Nerva, y, ahora, finalmente, se va Trasilo. Livia te había recomendado, y ése fue uno de los pocos favores que me hizo mi madre. Ahora me quedo solo, aunque no será por mucho tiempo.

Al advertir que se enternecía, Trasilo lo interrumpió.

– Todos somos mortales. Te encomiendo a Enia; los astros le auguran una suerte difícil.

– Velaré por ella como si fuera mi hija.

– Lo sabía. Tengo otra petición aún más importante que hacerte.

– ¿Más importante?

– Sí.

– Habla, sabes bien que no te negaría nada.

– Tras mi muerte, no volverás a oír de boca de nadie lo que voy a decirte. Has sido un gran general y un gran emperador, pero la última etapa de tu reinado no ha sido beneficiosa ni para ti ni para

Roma.

– ¡Tú puedes decirme lo que sea, Trasilo!

– La desdicha te ha vuelto cruel. Te ha privado de aquello sin lo cual no podías vivir, la piedad.

– ¿Piedad de quién? -gruñó el emperador, con un encogimiento de hombros.

– De Roma, del género humano y de ti mismo.

– ¿Acaso alguien se ha apiadado de mí?

– Voy a decir unas palabras que pueden pronunciar unos labios que pronto se cerrarán. Conozco el motivo de tu desdicha. Te reprochas una y otra vez el haber provocado injustamente la muerte de tu sobrina, a la que amabas como una hija.

Tiberio le lanzó una mirada fulminante. De improviso, cambió de expresión y sus grandes ojos azules se anegaron en lágrimas.

– Es cierto. Pienso continuamente en ella. Maté a la hija de mi hermano, Druso, que me la había confiado al morir. No quise escuchar los ruegos de Antonia. Y Livila era inocente; después obtuve la confirmación. Ella me quería, Trasilo, me llamaba su tío el Oso. ¡Y yo la maté! Su único delito consistió en ser la compañera de Sejano. Antonia tiene sobradas razones para odiarme. Cometí el peor de los crímenes.

– No es demasiado tarde.

– ¿Cómo que no es demasiado tarde?

– Antonia puede dejar de odiarte.

Tras estas palabras, Trasilo se levantó para despedirse. Tiberio lo acompañó hasta la puerta y lo abrazó.

– Adiós, amigo -le susurró con voz apenas perceptible-. Le escribiré.