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Todo el mundo comprendió que el delito de Silano era el mismo que el de Macrón. Aquel anciano sentencioso se empeñaba en prodigar consejos. En Roma ya no había lugar para esa clase de personas.

44 Rodas-Roma, mayo del año 38

Drusila quedó aterrada por la carta de ultratumba. En aquellas palabras afectuosas y desoladas leía sólo su culpa. Cayo había sucumbido a aquella locura asesina a causa de ella. Debía regresar urgentemente a Roma, aunque para ello tuviese que violar su solemne juramento. Los dioses nunca le perdonarían aquel desafío. Corría hacia su perdición, pero se negaba a asumir el papel de espectadora de una tragedia que sólo ella podía evitar. Obcecada por su ambición, Agripina no movería un dedo por su hermano. Claudio tenía miedo hasta de su propia sombra. Los cortesanos eran serviles, los senadores estaban empavorecidos. No existía más que un medio para devolver la razón a Cayo, y ella lo conocía por haberlo aplicado.

Su marido puso a su disposición la liburna rápida de que disponía la isla. No le formuló pregunta alguna, pues había resuelto de una vez por todas mantenerse a una distancia prudente de todo lo relativo a la familia imperial.

Durante el viaje, Drusila no salió ni una vez de su camarote, pues se había apoderado de ella un abatimiento que provocó temor entre sus sirvientes. Experimentaba una terrible cólera contra su pusilanimidad y sus vacilaciones. ¿Acaso era ella una vestal? ¿Por qué se concedía tanta importancia a su virtud? ¿Acaso la suerte de Un imperio no justificaba ese sacrificio de su vida y su felicidad? Por otra parte, Cayo no estaba sometido a las leyes ordinarias, con lo que ella no cometía falta alguna plegándose a su voluntad.

Una vez hilado ese razonamiento, los argumentos contrarios se agolparon en su mente. En vano buscaba excusas: el incesto constituía un delito abominable. Los dioses ya la habían puesto sobre aviso privándola de la maternidad. Fedra, la hija de Minos y de Pasífae [3], se había perdido sólo por haberse prendado del hijo de su marido, ¡y ella misma osaba plantearse la posibilidad de convertirse en concubina de su hermano! La venganza divina sería más terrible todavía.

La verdad se le presentaba terrible y cegadora. No, ella no era una víctima. Compartía su parte de responsabilidad en el delito. Profesaba el amor prohibido. De lo contrario, ¿por qué no había llegado a interesarle ni a atraerle ningún otro hombre aparte de su hermano? ¿Por qué nunca había hallado el placer en otros brazos?

Al llegar a Roma, era tal su estado de ansiedad que se encerró en el apartamento de Livia, adonde no admitió más que a sus hermanas.

Calígula no la visitó sino hasta tres días más tarde. Cuando lo vio aparecer ante ella, olvidó por completo todo el discurso que había ensayado mentalmente y estalló en reproches amargos y espontáneos.

– ¡Qué abominación, Cayo! ¿Cómo pudiste matar a Gemelo, que te quería tanto? ¡Es monstruoso! ¿No te das cuenta de lo que has hecho?

Notó que se ponía rígido, como el perro que se dispone a morder.

– ¿Tú osas pedirme cuentas después de haberme abandonado?

– ¿ Cómo pudiste provocar la muerte de mi amiga Enia -prosiguió, con la voz entrecortada de sollozos-, a quien yo había pedido que velara por ti?

– Ella misma acabó con su vida. ¿Qué necesidad tenía de irse con ese imbécil?

– Ella te quería.

– Lo fingía. Como tú. Nadie me quiere.

Durante un largo rato permanecieron en silencio, cara a cara. Ella no sabía qué decirle a ese desconocido que la fulminaba con la mirada. Todo había muerto entre ellos. La asaltó la impresión de vagar por el país de las sombras. Había descendido a los infiernos como Perséfone y ya nunca volvería a contemplar la luz del sol. Con la cabeza gacha para eludir su cólera, lo único que vislumbraba de él, bajo la toga, era dos pies calzados con sandalias ceñidas con hilos de oro, como las que llevaban las cortesanas. Se sorprendió pensando que le parecía un atuendo de un increíble mal gusto mientras contaba de modo maquinal las intersecciones que ascendían por la peluda pierna.

No sabía cuánto tiempo llevaba esperando a que él se dignara hablarle. ¿Una hora, un día, tal vez? Entonces oyó una vocecilla vacilante.

– ¿Cuándo te marchas de nuevo, Drusila?

Levantó la vista, asombrada. La máscara de odio había caído. Volvió a ver la cara de Cayo cuando era niño, con sus grandes ojos inocentes llenos de esperanza y ternura. Después la visión se disipó como un espejismo, y las tiernas comisuras de los labios se crisparon en un rictus de aborrecimiento.

Había llegado el momento de comunicarle su decisión, pero, si pronunciaba aquellas palabras, no habría vuelta atrás; tomaría una vía que la conducía a su perdición. No obstante, sólo aquellas palabras de amor podían salvar a su hermano y, ante la idea de sacrificarse por él, la recorrió una oleada de atemorizada dicha.

– He decidido vivir aquí.

– ¿Vivir aquí? -repitió él.

– Sí, ya no me marcharé.

– ¿No te marcharás? -prosiguió él, como un eco.

– No.

– ¿Nunca más?

La esperanza vehemente que vibraba en su voz acabó de decidirla.

– No. Quiero quedarme cerca de ti. Ya nada nos separará.

– ¿Muy cerca? -murmuró él tan bajo que ella, más que oír lo que decía, lo adivinó-. ¿Como cuando me curaste?

– Sí.

Recuperando su rostro de niño, la tomó en sus brazos y la estrechó tan fuerte contra sí que le hizo daño. Le besaba la frente, los ojos, la boca. Parecía incapaz de detenerse.

– ¡Si tú supieras, Drusila…!

Relajó el abrazo y, caminando de un lado a otro sin despegar los ojos de ella, le refirió en desorden las noches de insomnio, la bajeza de los senadores, las conjuras que lo amenazaban, los celos de Júpiter. De ser cierto lo que contaba, únicamente Incitatus lo había comprendido y ayudado.

Ella no buscaba sentido a sus palabras, feliz de dejarse mecer por aquella voz que creía que nunca volvería a oír. No, no todo estaba perdido. Su amor lo salvaría y los dioses no le reprocharían aquella obra pía. Cuando Cayo hizo una pausa, ella intentó sustraerlo a su delirio.

– Lesbia vino ayer. Esta vez parece seguro que va a casarse.

– Yo también lo creo -concedió él, entrando en el juego-, aunque si fuera el esposo, no me forjaría demasiadas ilusiones. Al final, acabará divorciándose otra vez. ¿Has visto a Agripina?

– Sí. Estuvo muy amable conmigo.

– ¿Amable? ¡Humm! Supongo que te habló sobre todo de su hijo, ¿no?

– No me habló de otra cosa. Nerón esto, Nerón lo otro.

– No lo nombres, por favor, con tanta familiaridad. Olvidas todos sus títulos: Nerón Imperator, Gran Pontífice, Augur, revestido de la potencia tribuna. Así es como ella quiere que lo llamemos.

Berreó con furia para imitar al bebé y después recorrió la habitación simulando que lo llevaba en los brazos con la misma solemnidad con que se portaban los Libros Sibilinos. Drusila aplaudió y juntos rieron por aquella complicidad recobrada. Para divertirla aún más, remedó uno a uno a todos los miembros de la familia imperial, ladeó la cabeza tartamudeando los «¡bonita!» de Claudio, puso los ojos desorbitados de cólera de Ahenobarbo, caminó con pasitos cortos arreglándose los pliegues de la toga como Barbato, contoneó las caderas esbozando el mohín tenue y cautivador de Mesalina.

– ¡Ella me encanta! ¡Qué temperamento! Actúa en una obra mía en la que seis aurigas de los Verdes comparten sus favores. ¡Seis a la vez! Pues bien, al bajar el telón, ella estaría más que dispuesta a empezar de nuevo.

– ¿Padece ninfomanía?

– No padece nada. Simplemente, el amor le infunde fuerzas en lugar de quitárselas. No se cansaría aunque le pasara por encima una legión. Ha recibido ese don de Venus.

Acudió a sentarse en el diván junto a su hermana y le tomó la mano, que cubrió de besos.

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[3] Parsífae: errata en el original impreso.