– ¡Qué alegría me das! No alcanzo a creer que te quedarás para siempre.
– Quisiera hacerte una petición.
– ¿Para qué? Ya sabes que la tienes concedida de antemano. Habla, pues.
– Quiero que Roma alabe de nuevo la bondad de su emperador. ¡Sé bueno! ¡Ya sufrimos mucho con la dureza de Tiberio!
– Concedido. Aplicaré la receta del rabino.
– ¿La receta del rabino?
– Ah, no lo conoces. Era un maestro judío cuyas enseñanzas se resumían en: «Amaos los unos a los otros.» Pretendía incluso que uno presentara la mejilla izquierda tras haber recibido una bofetada en la derecha.
– No te pido tanto. Sé solamente tú mismo. Tú eres bueno.
– Yo también querría hacerte una petición.
La miró de soslayo, como el niño que observa con disimulo el efecto de pedir un juguete que sale de lo normal.
– ¡Casémonos, Drusila!
– Ya sabes que eso no es posible.
– Yo soy faraón y por tanto me asiste el derecho de casarme con mi hermana.
– En Egipto, no en Roma.
– En Roma, lo puedo todo -insistió, poniendo cara larga-. Yo soy el emperador.
Drusila buscó una escapatoria.
– Es verdad, pero ¿sabes? Esta boda haría sonreír a mis amigas. Me pondrían el sobrenombre de «la nueva Cleopatra». No quiero que se burlen de mí.
– ¡Que se atrevan!
– De todas maneras, no tenemos necesidad de una ceremonia. Seré tu esposa sin que se sepa. En eso consistirá nuestro secreto.
– De acuerdo, pero es preciso de todos modos que tú te cases.
– Ya estoy casada.
– No -replicó él con gesto de impaciencia-. Tiberio te impuso a ese hombre. ¡Te divorciarás cuanto antes de ese maldito Casio Longino!
– Se casó conmigo cumpliendo órdenes, y me trató bien.
– No soporto la idea de que que haya osado… ¡El muy impúdico! ¡Qué atrevimiento!
– Júrame que no te vengarás de él. Me has prometido ser bueno.
– Lo seré, pero lo quiero fuera de mi vista. ¡Que se quede en Rodas, si lo desea, hasta el fin de sus días! Le prohíbo aparecer en Roma. Me encargaré de que tu próximo marido no te roce siquiera la mano.
– ¿Con quién quieres que me case?
– ¿Qué opinas de Emilio Lépido?
– ¿Por qué él?
– No está casado, lo que simplifica las cosas, y goza de gran aprecio entre los carcamales del Senado a los que elogia sin perder ocasión. Ellos lo consideran un joven brillante. Se sentirán halagados con esta unión. No tienes nada que temer de él. Hará todo lo que yo le diga. Es más asustadizo que una liebre.
– De acuerdo. Me casaré con Emilio Lépido.
– Ni siquiera te rozará la mano.
La miró con un deseo tan evidente que ella se ruborizó.
Durante las horas posteriores, Drusila aguardó su llegada con una mezcla de vergüenza e impaciencia.
Al caer la noche, él subió con el corazón palpitante la escalera secreta que había construido Augusto para reunirse con Livia. De madrugada, se echó a temblar con tanta violencia que a Drusila le dio miedo. En realidad, temblaba de felicidad. Era tanto su contento que no se avenía a separarse de ella. Le anunció que había recibido en sueños la advertencia de que debía acallar a Zeus. El rey de los dioses se estaba propasando.
– Mandaré instalar en el tejado del Palatino una máquina que hablará más fuerte que él.
Drusila escuchó aquel desatino sin dejar entrever la menor sorpresa. Estaba muy enfermo, pero ella lo curaría.
– ¿No temes que ese ruido nos moleste?
– Para nada. Será armonioso. -A continuación se extendió en explicaciones. En el teatro se conseguía, con ayuda de valvas marinas, ese tipo de efecto. Bastaría con colocar sobre el techo una trompa en la que penetrase el viento. Ella tuvo que pedirle varias veces que se vistiera para acudir a la salutatio donde lo aguardaba desde hacía largo rato la clientela imperial.
En el transcurso de la mañana, Drusila visitó a Claudio. Cuando éste se secó los labios en su mejilla, reconoció con placer aquel pequeño sinsabor afectuoso de su infancia. A continuación le presentó a su esposa. Por las descripciones de Cayo, Drusila esperaba encontrarse con una desvergonzada. En cambio, descubrió con asombro a una guapa muchacha apenas salida de la infancia que, con las manos cruzadas encima de la estola en ademán juicioso, posaba en su marido una mirada admirativa, candida y respetuosa. Como una colegiala aplicada, se humedecía de vez en cuando los labios con la punta de la lengua. ¿Se trataba de la misma lúbrica actriz que actuaba con seis parejas? Tras dispensarle unas cuantas palabras de bienvenida, Mesalina se levantó para dejar a solas a su marido con la recién llegada. Tras dedicarle la reverencia con genuflexión que las madres recomendaban a las niñas cuando se dirigieran a un alto personaje, se encaminó a la puerta con un liviano paso de bailarina.
Claudio resplandecía de orgullo.
– ¿Qué te parece?
– Es muy joven, muy hermosa y muy bien educada. Sin duda eres un hombre feliz, tío.
– Más de lo que crees. Posee todas las cualidades deseables menos una.
– ¿Cuál?
– No es ahorradora. Aunque no me importa; merece que uno se arruine por ella. ¡Pone tanto interés en complacerme! ¡Es tan atenta, tan divertida! ¡Fíjate, me llama su Bibendum! Dice que bebo un poco más de la cuenta y cree que bibendum es el supino del verbo bibere. ¡Confundir un gerundio con un supino! ¿No es adorable? Y además es muy respetuosa con los usos, muy piadosa. Profesa un culto especial por Venus. ¡Hay que reconocer que Venus fue pródiga con ella! Si supieras… -Se detuvo al borde de las confidencias de alcoba y cambió de tema-. Tu llegada supone un acontecimiento doblemente feliz, para la familia y para Roma. Desde tu marcha, todo ha ido de mal en peor. Cayo te echaba mucho de menos.
Por su incomodidad patente, ella dedujo que juzgaba el incesto como una abominación. Nadie en la familia imperial ignoraba hasta dónde había llegado el afecto entre hermano y hermana.
– Sólo tú -continuó- ejerces cierto ascendiente sobre él. Se comporta de una forma que nos inquieta a todos. A veces tiene ideas raras.
– Lo sé. Llevo poco tiempo aquí y ya me ha hablado de ahogar la voz de Júpiter con una máquina y de nombrar cónsul a su caballo. Sinceramente, tío, ¿crees que ha perdido la razón?
– No, no es eso, no está loco. Como dice Mesalina, la personificación del sentido común, es un artista. Cree que todo el mundo está en el teatro. ¡Imagínate: la hace salir a escena, a ella que es tan tímida! Según él, ella rebosa talento. Hay que reconocer que Cayo la quiere mucho, pero ¿quién no querría a Mesalina? Es tan…
Drusila lo interrumpió. Había cuestiones más importantes de que hablar.
– ¿Qué piensan de él en Roma? ¿Qué comentan en el Senado?
– Que está mal de la cabeza, pero eso no demuestra nada. Los senadores tienen una cuenta pendiente con el régimen. Ya trataban de loco a Tiberio, que no se entregaba a ninguna extravagancia.
– Pero veamos, ¿por qué ordenó la muerte del pobre Gemelo?
Drusila advirtió la sombra del miedo en el ancho rostro colorado.
– La política. La razón de Estado. ¡Ay, es bien triste!
– ¿Y Macrón? ¿Había algún motivo para mandarle a los centuriones?
– ¡La política, la política! Pero, volviendo a tu pregunta, Cayo está en su sano juicio. Le gusta la provocación. Obliga a los senadores a correr detrás de su litera. Tu hermano quiere divertirse, Drusila. No es consciente de que, habida cuenta de la posición que ocupa, sus bromas resultan peligrosas. Si asevera que su caballo va a ser cónsul, es para ridiculizar al Senado que nombra a los cónsules. La máquina para imitar la voz de Zeus constituye una burla de la manera de entender la religión de los romanos. Entre nosotros, no le falta razón; nuestros flámines y nuestros augures a menudo mueven a risa, pero forma parte de nuestro culto.
– De niño, él sólo rezaba a Isis.