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– Sí, prefiere los dioses de Oriente. Quiere cambiarlo todo. Me ha anunciado que quería proclamar parilia el día del aniversario de su advenimiento, llamarlo por el nombre que conmemora la fundación de la ciudad. ¡Cualquiera diría que pretende erigir Roma de nuevo! En eso se equivoca. Roma es un edificio muy viejo, que se debe tocar con precaución. Hay que mostrar un gran respeto por las magistraturas. Tiberio se levantaba al paso de los cónsules, recibía siempre con talante amistoso a los senadores, después de ordenar que los registraran por su temor a los atentados. El Senado se torna tanto más peligroso cuanto peor trato recibe.

– Habla con él, tío. Valorará mucho tus consejos.

– ¡ Ah, yo no me ocupo de la política! -declinó Claudio, levantando los brazos-. ¡A cada uno su oficio! Además, Cayo ya sabe todo eso. Es muy inteligente y el mejor orador de Roma.

– Yo creía que ese honor correspondía a Séneca.

– Tienes razón, Séneca era el mejor orador, pero no pronuncia discursos desde hace tiempo. Tu hermano estaba un poco… ¿cómo decirlo? No celoso, pero sí susceptible. No le gusta que lo aventajen en algo.

– Se habrá granjeado muchas enemistades, ¿no?

– Demasiadas. Olvida que los romanos no poseen una inteligencia como la suya. El romano es valiente como un león, y resistente como un mulo, pero en cuanto le mencionan una novedad, se vuelve más necio que un asno.

Satisfecho de su símil, repitió dos veces aquel stultior asino que todos los escolares romanos aprendían para practicar el comparativo.

– Todo se arreglará, ahora que estás aquí -prosiguió-. Me alegro de que Mesalina te haya causado una buena impresión. Seguro que seréis grandes amigas.

Drusila soportó de nuevo su beso húmedo. Aunque no cabía esperar mucha ayuda de él, su conversación la había reconfortado.

La empresa en la que se había embarcado se erguía ante ella como una muralla.

45 Roma-Chipre, junio del año 38

A fin de que todos compartieran su felicidad, Calígula se había vuelto a convertir en el dechado de bondad que había sido durante los primeros meses de su reinado. De nuevo se indultó a los condenados a muerte. Los juicios se suspendieron, para infundir un ánimo festivo a los acusados. Un edicto prohibió llevar luto para no entristecer a los viandantes, y se suprimió el periodo de celibato para las viudas con objeto de facilitar los nuevos casamientos.

La boda de Drusila fue suntuosa. La noche de bodas, el esposo oficial se puso en camino hacia su villa de Campania, regocijándose de la enorme suma con que el emperador había pagado su compromiso de no acercarse jamás a su mujer. A partir del día siguiente, ésta pasaba todos los días unas horas en su domicilio romano para honrar a sus nuevos lares, recibir a sus amigas y guardar las apariencias. Por la noche, se reunía con su hermano en el apartamiento de Livia. Cayo, feliz, no albergaba la menor sospecha del conflicto que la desgarraba. Cada noche, el violento placer que hallaba en sus brazos la reafirmaba en su certidumbre de ser una criminal.

El anuncio de la partida del emperador hacia Oriente no sorprendió a nadie; de hecho ésta ya debería haberse producido. Tras su subida al trono, Augusto y Tiberio se habían apresurado a ir a recibir el homenaje de los reinos vasallos, pero Egipto, provincia romana, no entraba en esa categoría. Calígula mantenía en secreto sus intenciones. Al abandonar Chipre, que está próxima a Alejandría, había previsto que su embarcación se separase de la flota para realizar un crucero del que hablaba con exaltación a Drusila, sin advertir que ella fingía su entusiasmo y estaba cada día un poco más cansada.

El inicio del viaje fue deslumbrante. Seis navíos de guerra escoltaban el bajel imperial, obra maestra de un ingeniero naval de Miseno. Aparte de ofrecer las más refinadas comodidades a los pasajeros, éste iba equipado con una novedosa clase de aparejo que le imprimía impulso al menor soplo de viento. Los rubios brutos de la guardia germana no se vestían con la casaca roja de los remeros más que en los puertos, por la belleza del espectáculo.

Calígula bromeaba con los marineros, que lo adoraban con la devoción que sentía el pueblo llano romano por el hijo de Germánico. Trabajaba en compañía de sus colaboradores próximos pues se enfrentaba a una tarea sobrehumana. El Imperio era una yuxtaposición de colonias romanas, de ciudades libres, aliadas o tributarias y de territorios dependientes de un monarca local, del pueblo romano o de la casa imperial. Desde que, un siglo atrás, Pompeya se había apoderado de Siria y había reorganizado Anatolia, no se había modificado ese mosaico cuyos contornos era ya hora de precisar. En la oficina imperial flotante, se oían constantemente sonoros nombres: principados de Tracia, reinos de Ponto, Capadocia, Teucria, Cilicia, Comana, Emesa, Comagene, tetrarquías de Abilene o de Galilea.

Por la noche, antes de reunirse con Drusila en su camarote de paredes revestidas de maderas nobles, Calígula subía al puente para mantener su coloquio con los astros. Había elegido a Castor y Pólux, los divinos hermanos de Helena, como protectores del viaje. Siempre que hacían una escala, los ciudadanos lo aclamaban y se referían a él por sus rimbombantes títulos de estratega, estefanóforo o hiparca. Para oír los discursos de bienvenida, instalaban a la derecha de su trono un asiento ligeramente menos suntuoso. Drusila se sentaba en él, cada vez más callada, hierática y remota, como esforzándose por perfeccionar su metamorfosis en una de las diosas cuyas estatuas esculpían los artistas a su semejanza por orden de Calígula

En cada una de las escalas, el emperador desgranaba un rosario de favores. Ordenó reconstruir Samos, asolada por un terremoto. Enriqueció la herencia del rey Cotis de Tracia antes de dividirla entre los tres hijos de éste, descendientes de Marco Antonio por línea materna. Asimismo, mandó entregar cien millones de sestercios al rey Antíoco de Comagene, de cuyo tesoro se había apoderado Tiberio.

La flota puso por fin rumbo a la isla de Afrodita, adonde Calígula había convocado a los reyes, príncipes y jerarcas de Oriente.

Por la noche, exponía su gran designio a su hermana. Su unión divina, sublime hierogamia, iba a reparar la derrota de Marco Antonio y Cleopatra en Actium. El amor de ambos volvería a encender la llama de Oriente que Augusto, romano mezquino corto de ideas, había apagado. De este modo, la Roma refundada presidiría el oecumenos, la gran reconciliación del universo.

Acurrucada contra él, Drusila lo escuchaba deslumbrada. El se dormía por fin, y ella contaba las horas. Con cada una de ellas se aproximaba más la venganza de los dioses.

46 Tiberíades-Salamina, junio del año 38

Pedro entró en el palacio después del anochecer, por la portezuela reservada para los proveedores. En el seno de la comunidad, Santiago le hacía la vida imposible a raíz de su negativa a obligar a circuncidar a los gentiles que ingresaban en la secta. Al pescador no le interesaba en absoluto que lo tomasen por un informador del tetrarca amigo de los romanos.

– Debo ir a Chipre; el César me ha convocado allí -le comunicó Agripa-. Si aún deseas conocerlo, no será necesario que emprendas el largo viaje hasta Roma. Roma acude a nosotros.

– En Chipre o en otra parte, tanto da. Te acompañaré, pero nadie debe saberlo.

– Tranquilízate, que no te pido que compartas las comidas ni el camarote conmigo. Serás un pasajero como los demás.

Embarcaron dos días más tarde en Cesárea. Pedro pasó la travesía en el entrepuente. Allí logró convencer a un tintorero judío de Sidón de que Yeshua era el Mesías anunciado por los profetas. Un sirio de Palmira, que escoltaba un cargamento de sedas de Seres, condicionó su ingreso en la secta al desenlace de la controversia sobre la circuncisión de los gentiles, pues era reacio a cumplir con aquella formalidad.

Agripa afrontaba con aprensión la primera entrevista con su antiguo alumno. ¿Cómo lo recibiría éste? ¿Habría hecho bien en ir acompañado del sucesor de Yeshua? Se sintió aliviado cuando en la gran sala del palacio, Calígula acudió a su encuentro con los brazos abiertos.