– No existe una edad apropiada para convertirse en dios -replicó con aspereza el emperador.
– En todo caso, Pantea es un hermoso nombre.
– El pueblo romano adora a dioses apagados, sin esplendor, muy propios de él. Júpiter, que reina en el Capitolio, Marte, dios de las batallas, padre y autor del nombre romano, Vesta, guardiana de los hogares… Dioses utilitarios. Reconoce que todo eso carece de poesía.
– Roma habría debido inspirarse más en los etruscos.
– Y que lo digas. Roma ha cometido todos los errores posibles, y el primero fue el de descartar la realeza. Julio César lo había comprendido y por eso mandó añadir su estatua a las seis estatuas de los reyes antiguos del Capitolio. Para gobernar Roma, hace falta un rey.
– Es posible -concedió con prudencia Claudio, temeroso de que Cayo se enfrascara en su habitual comparación entre la mediocridad de Roma y las maravillas de Oriente.
– Los romanos se imaginan -prosiguió el emperador- que los dioses son más importantes que las diosas; se olvidan de cómo se creó el mundo. La Gran Diosa madre alumbró a su esposo, que era su hijo y su hermano a la vez, a fin de que engendrara en ella las Tinieblas, el Día, el Mar y las Estrellas. Por eso las diosas priman sobre los dioses. Atenea de ojos claros, Afrodita nacida de las olas, Cibeles la Gran Madre de Frigia, Hécate y sus perros. Y, sobre todo, Isis, que reunió los pedazos dispersos de su hermano. ¡Y finalmente nuestra Pantea!
– Pero es el Senado el que decreta las apoteosis.
– La votará por aclamación. Me han pedido ya permiso para instalar el retrato de Pantea en la sala de sesiones de la Curia. Tú serás su primer gran sacerdote.
– ¿Yo? Pero…
– No protestes, conozco tu modestia, pero está fuera lugar. Nadie merece este honor más que tú. Claro está que conviene que colabores en la construcción del templo y en el establecimiento de la cofradía. No le corresponde al Estado correr con tales gastos.
– ¿Cuan… cuánto?
– Un millón de sestercios.
– Pero, pero…
– Si consideras que puedes aportar más, yo no me opongo, por supuesto, pero un millón de sestercios me parece una cantidad razonable. Y ahora me perdonarás, tío, pero he de rendirle una visita de condolencia a Agripina. Cuídate y saluda de mi parte a Mesalina.
– ¿Piensas mantener durante mucho tiempo las prohibiciones relacionadas con el luto?
– Las levanto todas. No hay que pensar ya en llorar a la mortal sino en honrar a la diosa.
– No presenta el aspecto de un hombre desdichado ni abrumado -observó Claudio al referir la entrevista a Mesalina-. Se lo ve más sosegado que antes. En realidad, ha anulado las medidas de luto. Es una buena noticia para nosotros, ¿verdad, bonita? Hay que celebrarla sin demora.
La llevó a su habitación donde, escarmentada por el mal trago pasado, ella evitó practicar el equus eroticus. Aquel violento ejercicio no sentaba bien a los hombres de cierta edad.
Desde la reaparición de Calígula en Roma, Agripina no se había encontrado con él a solas. Cuando la visitó, ella intentó averiguar qué efecto causaba en él. Permanecía calmado y sereno pero, de vez en cuando, una mirada o un gesto delataban una angustia insoportable, como si se ahogase bajo la coraza de bronce que se había impuesto. Tras escuchar las fórmulas de rigor sobre el dolor de perder a una esposa, mandó venir a la nodriza con el niño. El bebé pelirrojo, congestionado por la cólera, emitía alaridos agitando los puños en el aire. Calígula lo observó con un leve ademán de repugnancia.
– ¡Felicidades! Es el vivo retrato de su padre. -Se regodeó al comprobar que Agripina se estremecía de indignación, antes de proseguir, meloso-: Consuela contemplar a la generación futura. Cuando nosotros nos hayamos ido ya, ellos tomarán el relevo. ¿Qué crees que le depara el destino a este niño?
– ¿Cómo voy a saberlo yo?
– A juzgar por su vigor, debería emprender una carrera en el ejército. Sería un general excelente. Por otro lado, con el chorro de voz que posee, podría arengar a las multitudes con menos esfuerzo que Cicerón o Demóstenes. ¿Qué opinas? ¿Nerón soldado o Nerón abogado?
Agripina se parapetó tras un desdeñoso silencio.
– O quizás algo más elevado, ¿quién sabe? -prosiguió Cayo-. Todas las posibilidades están abiertas para el sobrino del emperador.
¿Se burlaba de ella o se trataba de una alusión a una posible adopción? Al fin y al cabo, Nerón era su único heredero varón. Con un gesto, ella indicó a la nodriza que se llevara al pequeño.
– El porvenir está en manos de los dioses -declaró con modestia-. Nerón será lo que ellos decidan. Yo soy sólo su madre.
Invitó a Calígula a tumbarse en el diván, junto a ella y, como arrastrada por una oleada de recuerdos, comenzó a evocar su infancia. Enseguida, él recobró la seriedad. Agripina se acordaba de detalles ínfimos que había guardado en la memoria, como la piel de oso que les servía de manta en la tienda de Germánico, los atuendos de viaje de su madre, el legionario que les fabricaba juguetes de madera.
– ¿Y el día en que Drusila perdió la muñeca, la que se había caído en el caldero de los guardias y había quedado toda chamuscada? ¿Recuerdas lo contenta que se puso cuando tú la encontraste? «¡Cayo es el más bueno de los hermanos!», gritaba.
De repente, anegado en lágrimas, Calígula la abrazó por el cuello como el náufrago que se aferra a un madero flotante. Agripina le susurró palabras de consuelo mientras él se dejaba caer sobre sus pechos firmes y perfumados. Ella notó que aumentaba su turbación.
– ¡Ven, Cayo! ¡Déjate consolar por tu hermana que te quiere!
Tras hacer el amor con furia, él se tapó la cara con las manos. Al cabo de un buen rato, las bajó y la miró con desencanto.
– ¡Tú no serás nunca ella, no te hagas ilusiones! Nadie puede remplazarla.
– Tampoco lo pretendo -aseguró ella, procurando adoptar un aire de humildad-. Sólo quería ayudarte.
Sin responder, Calígula restó importancia al incidente con un gesto de la mano.
Ella había jugado su baza sin demasiada fe y, en cierta manera, como un descargo de conciencia. Puesto que su hermano no adoptaría a Nerón, ahora tendría que encontrarle un padre que ocupara un cargo elevado en Roma. Aun cuando temía caer bajo la autoridad de un nuevo amo, después de soportar frecuentes violaciones por parte de un patán, deseaba descubrir la ternura de un hombre.
Durante los días siguientes, repasó la lista de posibles candidatos y se decidió finalmente por Emilio Lépido. Por orden del emperador, éste había pronunciado, a fuer de viudo, el discurso fúnebre de Drusila. Cuando al regresar Calígula le habían enseñado el texto, había quedado muy satisfecho. No contento con felicitarlo, lo había obsequiado con un presente digno de consideración e incluso lo había admitido en la cofradía de los Hermanos Arvales. Por otra parte, Lépido era un hombre de buena presencia, cortés y previsor, y no cabía esperar de él la menor brutalidad.
Con la primera mirada que ella le dedicó, él adivinó al instante sus intenciones. Aquella unión significaba para él el mejor medio de permanecer en el círculo íntimo de la familia imperial, pero antes de nada, debía cerciorarse de que Calígula no pusiese reparos. Pidió a Calisto que lo sondeara con discreción y el liberto le transmitió textualmente su respuesta:
– Me alegraré por Agripina porque es mi hermana, y me apenaré por Emilio porque es mi amigo.
Alentado por aquel cáustico consentimiento, Emilio Lépido se declaró. Agripina no tardó en advertir que, aunque ardiente en la cama, su concubino presentaba para todo lo demás un temperamento timorato y respetuoso, cosa que no le preocupó demasiado, pues sabía que ella tenía energía de sobra para los dos.
Faltaba poco para la apoteosis de Drusila. Ésta se celebró en el campo de Marte, el día 23 del mes de septiembre. Todas las instituciones estaban representadas en torno a la hoguera donde quemaron el maniquí simbólico; el senado requería un testimonio ocular para proclamar la divinidad de Drusila. En el momento en que se elevaba la llama más alta, el senador Livio Germino profirió un grito y se prosternó. Él había visto ascender al cielo la paloma que transportaba el alma de la difunta. Con voz de trueno, lanzó las peores maldiciones sobre él y sus hijos si no decía la verdad. El emperador lo mandó acercarse.