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– ¿Y cómo quieres que compruebe eso sin un médico armado de un espéculo?

– El profano puede basarse en algunos indicios. Las reglas deben ser regulares y la sangre fluida. Por lo demás, es preciso que la mujer goce de buena salud y que te inspire deseo.

– ¿Es bueno que ella sienta placer con el acto?

– ¡No, en absoluto! El placer de la mujer es enemigo de la concepción. Por el contrario, si el hombre no disfruta, el esperma que emite no resulta eficaz.

– ¿Existen medios de asegurar la concepción?

– Las probabilidades aumentan adoptando la postura de los animales cuadrúpedos. Los gérmenes alcanzan con mayor facilidad el objetivo gracias a la inclinación del pecho y al levantamiento de las caderas. Por otra parte existen diversas recetas, cuyo objeto es ante todo estimular el poder procreador del varón. Si lo deseas, maceraré el hocico y los pies del lagarto al que llaman escinco en vino blanco con satirión. Esta misma hierba, tomada con leche de oveja, favorece la erección.

– ¿Y las fumigaciones fétidas?

– Algunos de mis colegas las practican, pero en mi opinión, no funciona. Nunca he visto que una clienta conciba un hijo sólo por colocarse en un asiento bajo el que arden unos caracoles. Por otra parte, si ésta toma de manera repetida una decocción de matriz de liebre, se obtienen buenos resultados. Cuando hayas escogido a tu pareja, se la prepararé si así lo deseas.

– Probaré varias mujeres antes de casarme con una. Pediré que me presten algunas matronas que ya son madres, como antaño prestó Catón a su fecunda esposa Marcia a su amigo Hortensio, que le engendró dos hijos antes de devolvérsela.

A partir de esa entrevista, el emperador inició la búsqueda. Du rante los banquetes, tal como había hecho en la boda de Orestila, abandonaba la sala llevándose a la esposa de algún comensal y, de regreso, comentaba en voz alta el comportamiento de ésta. Los asistentes reían, pero el marido y sus amigos se convertían en enemigos mortales suyos. Él, no obstante, no se entregaba tanto a un acto licencioso como a la ejecución paciente de un objetivo. Con las indicaciones de Jenofonte en mente, buscaba en el cuerpo de sus compañeras de una noche el signo que revelaría su fertilidad.

Como los abrazos al margen de los festines resultaban poco convincentes, Calisto recibió el encargo de organizar la búsqueda de manera más metódica. Se convocó al Palatino a las mujeres que cabía esperar que sirvieran. Calígula les inspeccionaba con detenimiento el cuerpo antes de probar suerte con ellas.

Aguardaba una señal del cielo. Mientras se construía el templo de la nueva diosa, el culto a Pantea se celebraba delante de la estatua de Venus. Claudio ofició dos meses allí antes de que lo sustituyera en sus funciones de gran sacerdote un rico armador que compró el honor por un millón de sestercios. Calígula asistía casi todos los días a los sacrificios y las ceremonias. Allí reparó en una mujer que rezaba, con la mirada fija en la cara de oro esculpido a la semejanza de su hermana. Le llamó la atención su fervor. Se llamaba Lolia Paulina. Madre de dos hijos, pertenecía a una excelente familia; su abuelo había sido cónsul en la época de Augusto. Estaba casada con el gobernador de Macedonia y de Acaya, y pasaba unas semanas sin él en Roma. Convocado de inmediato, el dignatario realizó el viaje atenazado por la angustia. En el puesto que él ocupaba, uno se enriquecía deprisa, pero estaba expuesto a que lo obligasen a restituir lo ganado. Cuando oyó explicar al emperador el motivo de su viaje, experimentó un gran alivio.

– He decidido casarme con tu esposa.

La respuesta fue la previsible.

– Nos haces un gran honor a los dos, César.

El hombre regresó a sus provincias más rico aún que a su llegada.

Un mes después de la boda del emperador, otra mujer se declaró encinta de él. Cesonia era una viuda de casi treinta años, madre de tres hijos, que no destacaba por su juventud ni por su belleza. La habían incluido entre las candidatas sometidas a prueba porque su madre, Vestilia, se había ganado cierta fama por haber dado hijos a seis maridos sucesivos, y la fertilidad se tenía por un atributo hereditario.

En cuanto Calígula se enteró de ello, la mandó llamar. Le sorprendió la manera en que aquella mujer de anchas caderas y mirada directa respondía a sus preguntas. A diferencia de todas las demás, no se mostraba solícita ni servil. Se dirigía al amo del mundo con el mismo tono distendido que habría empleado con cualquiera y no parecía deseosa de sacar la menor ventaja para sí ni sus hijos del prodigioso destino que se abría ante ella y que, visiblemente, la divertía mucho.

Al emperador le gustó aquella actitud. Le satisfacía, asimismo, que la elegida no fuera hermosa, pues creía que demostraría mayor fidelidad a la memoria de Drusila casándose con una mujer por la que no sentía una gran atracción sensual. Cuando le comunicó la decisión tomada, ella expresó una advertencia.

– Espera a saber si es un niño. ¡Si te doy una hija, no estarás muy contento!

– ¿Y quién te dice que quiero un varón?

Calígula disfrutó con la estupefacción que asomó al rostro de la mujer.

Se divorció de Lolia Paulina con todos los miramientos, la cubrió de regalos y la nombró sacerdotisa de Pantea a fin de que propagara el nuevo culto en Macedonia. La repudiada se alegró de volver con el marido del que la habían separado.

Agripina recibió con consternación la noticia del embarazo de Cesonia. Su peor pesadilla se hacía realidad: era posible que naciese el hijo de Cayo y que, un día, llegaría a considerar a Nerón como un rival. Ella estaba dispuesta a todo por defender a su hijo.

52 Roma, septiembre del año 39

El escándalo de Panonia conmovió a toda Roma. Nunca, desde el suceso de las bacanales, en que habían descubierto a unos hombres disfrazados en una ceremonia reservada para las mujeres, habían ido tan estrechamente unidas la religión y la depravación.

El interés se había avivado con el suicidio de Cornelia y de su marido, que habían querido evitar a sus familias la deshonra de una condena. Ninguna noticia podía resultar más placentera para Claudio, que se veía así dispensado de su misión.

Agripina se preocupó poco del asunto hasta el momento en que Lépido le comentó de pasada que el comandante de las legiones del Rin, Léntulo Getúlico, hermano de la escandalosa Cornelia, era amigo suyo de la infancia y que se encontraba en Roma desde hacía unos días, en respuesta a una llamada del emperador. La hermana de éste se extrañó de que no lo conociera.

– Sólo le gusta la vida de los campamentos.

– ¿ Qué aspecto tiene?

– Lo apodan Getúlico el Hermoso. ¡Con eso está todo dicho! Por lo demás, es el perfecto militar, siempre en uniforme y con el barboquejo en la barbilla. Nunca ha querido casarse porque según él resulta incompatible con el oficio de las armas. Sus legionarios lo adoran.

– Si tiene tu edad, es joven para ocupar un puesto tan importante.

– Tiene un año menos que yo. De niño, sólo soñaba con hacer la guerra, no quería ejercer ningún cargo civil. Lo ascendieron a centurión en el campo de batalla a los diecisiete años. Desde entonces, no ha abandonado el ejército.

– Me gustaría conocerlo.

– Detesta la vida social, pero venera la memoria de Germánico de modo que se sentirá halagado si lo invita su hija.

– Es una buena idea. Le diré a Lesbia que venga. Así conocerá a dos hijas de su admirado procer.

Getúlico no se hizo de rogar. Su prestancia y su belleza quedaban por encima de todo elogio. Cuando Lesbia vio al invitado, fue incapaz de pronunciar una palabra ni de tocar su plato; la flecha de Cupido la había atravesado. El guerrero se mostró también muy sensible a su encanto. Durante toda la velada, le dedicó a hurtadillas miradas admirativas. Mientras fingía no reparar en aquel idilio incipiente, Agripina se felicitaba para sus adentros, porque venía de perlas para sus planes.