– ¿Y por qué a Galia?
– Quiero conocer Lyon. Tiberio invirtió fortunas en la construcción de edificios, y la ciudad erige un templo a Pantea. También quiero ver en persona los lugares donde combatió el divino Julio. «Llegué, vi y vencí…» ¡Qué estilo! A propósito, se me ocurre una idea. Vamos a representar el asedio de Alesia. Pero en versión mejorada. Tras la rendición, Vercingetórix será crucificado. No albergo la menor intención de llevarlo hasta Roma para el desfile triunfal. ¡Qué soberbia escena final!
Su tono de guasa despertó en Claudio la sospecha de que se burlaba de él, pero no estaba completamente seguro.
– Muy… muy bien -tartamudeó.
– Me encanta que te guste. Tenía la errónea impresión de que no te agradaba el teatro. Sin embargo, tu esposa destaca en escena.
– Siempre dices eso. Quisiera verla actuar alguna vez. Ella es incapaz de describirme ni siquiera una de las obras en que la incluyes.
– ¡Paciencia! Por otra parte, no estoy seguro de que esa clase de teatro sea de tu agrado. No se trata de tragedias. Es algo más ligero, más animado, que considerarías vulgar.
– Detesto a Plauto, pero la comedia de calidad sí me hace reír.
– No sé si te reirías.
– Seguramente tienes razón. Prefiero los gladiadores. De todas formas, me gustaría asistir alguna vez a una de las representaciones. ¡Mesalina es una mujer tan sorprendente…!
– Más sorprendente de lo que crees. No quiero hacerte perder más tiempo, tío; debes ultimar los preparativos.
El cortejo se puso en marcha en el día y a la hora previstos. Era un río interminable de vehículos de toda suerte, pelotones a caballo y tropas a pie. La familia imperial viajaba en enormes dormitorios ambulantes, arrastrados por seis robustos caballos y equipados con todo lujo. Un considerable espesor de cojines preservaba a los viajeros de las sacudidas provocadas por los baches. Para acrecentar aun más la comodidad de las dos futuras madres, se aminoraba el paso en los caminos escabrosos y se aceleraba el ritmo en cuanto se abría ante ellos una vía más plana.
Los soldados de infantería, que llevaban cargas muy pesadas, los seguían trabajosamente. Calígula ordenó transportar las insignias sagradas a lomos de mulo. Los legionarios vieron en ello una grave falta de respeto, una blasfemia incluso. Les extrañaba el comportamiento de su comandante supremo, que, todas las noches, en cada parada del recorrido, se entregaba a ruidosas juergas en compañía de civiles poco recomendables.
Se hallaban a dos días de Lyon cuando el jefe del Estado Mayor anunció que rodearían la ciudad para atravesar el país de los sécuanos y después las colinas de Loches, teñidas ya de rojo por el otoño.
– ¡Vamos a morir de frío! -gimió Mesalina-. Para dar a luz a un niño hermoso, hay que encontrarse en un ambiente templado. ¿Qué pretende hacer él en estas tierras de bárbaros?
– No me lo ha dicho, bonita. Supongo que desea inspeccionar las legiones de Germania, como Augusto y Tiberio en otros tiempos.
– Tal vez, pero seguro que ellos no vinieron en compañía de mujeres embarazadas.
Al cabo de ocho días, llegaron al cuartel general de las legiones del Rin. Las cohortes pretorianas tomaron enseguida posición en los alrededores, componiendo como sin quererlo un cerco perfecto.
Getúlico no sospechó ni por un instante la trampa que le habían tendido. La costumbre dictaba que se recibiera al emperador fuera del campamento, del mismo modo que se dispensaba una recepción solemne al huésped de categoría delante de las puertas de una ciudad. Los copos de nieve trazaban mansos remolinos antes de fundirse en un fango negruzco. De vez en cuando se oían los graznidos de una bandada de ocas salvajes. A lo lejos se divisaba la caravana de vehículos del inmenso cortejo, detenidos a lo largo del camino, así como las tiendas de los pretorianos.
En uniforme de gala, el general avanzó, seguido de unos cuantos oficiales del Estado Mayor, hasta el terraplén donde lo aguardaba Calígula, rodeado de su guardia germánica. Levantó el brazo para dedicarle el saludo romano.
– ¡Ave, César!
Como si hubieran estado esperando ese gesto, cuatro germanos se precipitaron sobre él. Intentó defenderse, pero, antes de que pudiese desenvainar la espada, sus gigantescos atacantes lo habían ya agarrotado y cubierto de cadenas. Impasible, Calígula efectuó una señal y dos guardias de su propio séquito apresaron a Emilio Lépido para infligirle el mismo trato.
La escena se había desarrollado con tanta rapidez y en tal silencio que los presentes que no estaban prevenidos tuvieron la impresión de salir de un sueño al oír la carcajada del emperador, que miraba a Getúlico con los brazos en jarras.
– El papel de conspirador te venía demasiado grande, pobre amigo mío. Los actores de poca monta no deben participar en las grandes obras.
– Te equivocas, César-replicó el general, impávido bajo las ataduras-. El histrión eres tú.
Calígula iba a responderle cuando, con un sollozo de terror, Lépido logró articular unas palabras. -¡Piedad! Fui yo quien…
El emperador se volvió hacia el desdichado que los dos germanos sujetaban por las axilas para impedir que se viniera abajo.
– Ya lo sé, tú denunciaste a tu amigo y te lo agradezco. Me prestaste un gran servicio, Emilio. Has sido de gran ayuda a Roma. -Dejó transcurrir unos segundos para ver despuntar la esperanza en su rostro antes de proseguir con la burla-. No eres un conspirador, y me alegro por ti. Por ello, te exculpo de ese cargo. Has cometido, no obstante, un crimen de traición contra tu amigo aquí presente. Por eso vas a tener que responder.
Los germanos se llevaron a los dos prisioneros hacia los acantonamientos de la guardia pretoriana. Como si nada hubiera ocurrido, el emperador dirigió la palabra a los oficiales del Estado Mayor que, en posición de firmes, habían permanecido inmóviles desde el arresto de su comandante.
– Espero que vosotros no seáis todos unos traidores, pero ya veremos eso más tarde.
Efectuó su entrada en el campamento disimulado por doce filas de pretorianos, a los que pronto ordenó apartarse. Resultaba evidente que los legionarios no estaban enterados de la conspiración. «¡Viva nuestro niño! -gritaban con entusiasmo-. ¡Viva nuestra Pequeña Bota!» Calígula mandó anular los castigos y distribuir vino para que los hombres se emborracharan a su salud.
En la vasta tienda de mando de Getúlico, la colación preparada para el emperador y su séquito seguía en las mesas. Cayo le hizo los honores antes de ordenar que le llevaran a Agripina y lo dejaran solo con ella.
La mujer entró y se detuvo ante él, más pálida que una muerta, pero con la cabeza erguida por el orgullo y el temor a perder la compostura. Sentado en el sillón del general, Calígula fingió concentrarse en la lectura de un informe. Su hermana no pudo contenerse ante el ultraje.
– ¡Basta, Cayo! -resopló-. ¡Ahórrate esta comedia, que no estamos en el teatro!
– Te equivocas -repuso él, levantando la vista-. Estamos en el tercer acto de tu obra. El protagonista descubre que su amante hermana quería mandarlo asesinar.
– ¿Es culpa mía que Lépido sea un cobarde? ¡Ah, si hubiera sido un hombre digno de ese nombre, no estarías aquí!
Al verla desafiarlo con la barbilla alta, Calígula admiró su valentía, muy a su pesar.
– ¿Qué crimen he cometido, pues, para que me condenes a muerte, oh cruel dramaturga?
Agripina ya no tenía nada que perder. Esta vez no toleraría sus sarcasmos.
– ¿Qué crimen? Eres un loco, un loco peligroso. Todas tus acciones lo demuestran. Eres peor que Tiberio, te tomas por todos los dioses juntos. Tus disfraces, tus bufonadas… ¡Eres grotesco, Cayo, grotesco! ¡Y cruel! Causaste la muerte de quienes te amaban… Gemelo, Macrón, Enia, Drusila…
Él se puso en pie con tanta brusquedad que el asiento cayó al suelo.
– ¿Que yo causé la muerte de Druisila?
– Sí. -Agripina le sostuvo la mirada-. La obligaste a hacer lo que ella no podía ni quería hacer. Por eso murió.