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De inmediato, un servidor extrajo de uno de los baúles un brazalete de considerable tamaño y lo agitó por encima de la cabeza.

– Cien mil sestercios -propuso el emperador-. ¿Quién da más?

Paseó por la concurrencia una mirada amenazadora.

– Estoy seguro de que os vais a mostrar generosos. Dales ejemplo, tío. Esta joya complacerá sin duda a tu esposa. ¿Doscientos mil, dices?

Claudio, adormilado en uno de los sillones dorados de la primera fila, no tuvo tiempo de protestar.

– ¡Adjudicada!

El subastador imperial parecía divertirse mucho. Un secretario instalado ante una mesa tomaba nota de los compromisos de los compradores. Uno tras otro, los objetos salían de los baúles: jarrones múrrinos, piedras raras, alhajas de toda clase…

Las horas transcurrían. Si algún presente hacía ademán de querer levantarse para abandonar la sala, un guardia germano lo obligaba a sentarse de nuevo. Antipas oyó que el emperador lo interpelaba.

– ¿Y bien, tetrarca? ¡Diez mil sestercios, es un regalo! ¿No pujas?

El criado exhibía un voluminoso objeto que no alcanzaba a distinguir con claridad. De todas formas no esperó a que el emperador se lo pidiera dos veces.

– Quince mil.

– Adjudicado. Un orinal de hierro para el tetrarca Antipas. Nadie dirá ya que meas caliente y bebes frío.

Aquella expresión coloquial designaba a aquellos que hacían malos negocios. Se produjo un estallido de risas. A cada instante, el largo brazo peludo surgía de la manga y Calígula pregonaba las virtudes del artículo con el desparpajo de un profesional de las ventas públicas. Pasaron a los muebles.

– Este asiento perteneció a mi padre. Y aquí está el espejo de oro macizo de mi madre. Claudio, que es un experto, me indica que lo valora en un millón. ¡Adjudicado!

Claudio, empavorecido, tartamudeó una negativa, pero la venta ya había quedado registrada.

No fue el peor parado. Un vejete riquísimo dormía a pierna suelta, con la cabeza colgando. Calígula fingió interpretar cada uno de sus cabeceos como una puja: le adjudicó trece esclavos que habían servido a Lesbia, entre los que figuraban dos ancianos y tres niños, por la vertiginosa suma de trece millones de sestercios.

Antes de retirarse levantando los brazos como un auriga que efectúa la vuelta de honor, anunció que la subasta continuaría al día siguiente.

– Me ha llamado tetrarca, es una buena señal -comentó Antipas a Herodías, camino de regreso de aquella memorable sesión.

– ¿Te ha forzado a comprar por quince mil sestercios un orinal de hierro blanco y no te das cuenta de que se ha burlado de ti?

– Es posible, pero me ha llamado tetrarca.

– ¡Quería ponerte en ridículo, imbécil!

Estaban a punto de llegar a las manos cuando les llegó un mensaje del secretario privado del emperador en el que se les informaba de que debían acoger en su casa al tetrarca Agripa y a su esposa Salomé. Lyon, por su condición de capital transitoria del Imperio, recibía un aflujo de dignatarios que originaba graves problemas de alojamiento.

– Ha decidido humillarnos hasta el final -se lamentó Herodías-. ¡Ahora nos envía a ese intrigante y a su ramera!

– Quizá no sea mala señal. Reconoce nuestro rango al alojarlos aquí.

– ¡Pobre idiota! ¡Ay! ¿Cómo pude casarme contigo?

Sus discusiones acababan siempre de esta guisa.

Agripa no se extrañó al ver la boleta de alojamiento; se trataba de otra broma pesada más. Calígula esperaba provocar un altercado entre judíos, pero no pensaba darle ese gusto.

– Me complace ser tu huésped, tetrarca -aseveró a Antipas tras trasponer el umbral-. El emperador ha querido que aprovechara tu gran experiencia y tus consejos.

Herodías bebía con largos tragos amargos la humillación de exhibir su decadencia ante su ex amante y la mujer que la había suplantado. Al sorprenderla lanzándole una de sus miradas asesinas, Agripa temió que se montara una escena.

– Tenemos que hablar de política, tetrarca. Dejemos que la madre y la hija disfruten su reencuentro.

No bien hubieron salido, Herodías dio rienda suelta a su rencor.

– ¡No te apresures demasiado en triunfar! Todo se paga tarde o temprano.

– Dices la verdad, madre. Pagaré mis faltas. Soy una pecadora, pero confío en la misericordia del Señor.

– ¡No añadas la blasfemia a la insolencia, te lo ruego!

– Madre, cometí grandes injusticias contigo. Me avergüenzo de mi comportamiento y te imploro perdón.

Herodías la observó con atención. Su hija representaba la comedia a la perfección. Aunque tal vez le hablaba así porque la encontraba gorda y avejentada.

– No me vengas con compasión.

– ¡Madre, necesito tu perdón!

¿Acaso había perdido el juicio? Herodías decidió seguirle el juego.

– Te lo concedo. Siéntate a mi lado. Pediré que te sirvan un refrigerio, debes de tener hambre.

– Tengo hambre de justicia y sed del Reino. Soy tan feliz, madre, desde que sé que Yeshua es el Mesías de Israel anunciado por los profetas…

– ¿El Mesías de Israel? ¿Te refieres al hijo del carpintero al que crucificaron?

– Sí. Murió para expiar nuestros pecados y resucitó al tercer día. Es la buena nueva que el mundo entero va a recibir. Ya no habrá judíos ni romanos.

No cabía duda, Salomé padecía un trastorno del entendimiento. Un atisbo de ternura materna se despertó en el corazón de Herodías. Mas valía no llevarle la contraria.

– Tienes razón, hija, la llegada del Mesías es una buena noticia. ¿Así que era ese pobre rabino?

– Sí. El que anunciaba Juan el Bautista, el hombre santo cuya muerte yo provoqué. Ay, ¿cómo pude cometer tan horrible crimen?

– Tu padrastro es más culpable que tú. Ese viejo cerdo…

– ¡Oh, madre, perdónalo, te lo ruego! Si se arrepiente, habrá misericordia para él en la morada del Bendito, Pedro me lo ha prometido. Ven a nuestras reuniones. Hay amigos de Yeshua en todas partes. ¿Querrás acompañarme a casa de los de Lyon? ¡Si supieras qué dicha se siente al comer su pan…! Somos todos hermanos. Ya no serás sólo mi madre, sino también mi hermana.

La infeliz se hallaba en un estado deplorable.

– Voy a reflexionar sobre ello. ¿Qué piensa tu marido de todo esto?

– Considera a Yeshua un santo varón, pero le cuesta creer que fuera el hijo del Dios. Todos rezamos para que vea la luz.

Al día siguiente, Antipas se creyó en la obligación de prevenir a Agripa.

– ¿Por qué toleras que tu esposa forme parte de la secta del rabino crucificado?

– No lo tolero, me congratulo de ello.

– Si está loca de atar…

– ¿Y qué mujer no lo está? Su locura supone ciertas ventajas para mí. Se ha vuelto más mansa que una corderita. Nunca levanta la voz, jamás me hace reproches. Si me ve cerca de otra, junta las manos y reza. Ya no codicia los bienes de este mundo y no conseguirías que aceptara una joya. Todos los maridos soñarían con una mujer así.

– Sin duda, pero ella quiere convertirte.

– Bah, le dejo creer que, por momentos, oigo la llamada del Bendito. Así, todos rezan por mi conversión en sus reuniones y yo mantengo el control de la secta.

– No te fíes, puede llegar a ser peligrosa.

– ¡Vamos, hombre! Se trata de una moda pasajera. Dentro de unos lustros, ¿quién se acordará siquiera del nombre de Yeshua?

La convivencia de los dos tetrarcas pronto se tornó delicada.

Antipas se había tomado en serio la petición de asesoramiento de su sucesor y se extendía en largas explicaciones sobre el arte de gobernar a los judíos. Herodías volvía la cabeza con desprecio cuando se cruzaba con su antiguo amante. Salomé se empeñaba en convencer a toda costa a su madre de la divinidad del hijo del carpintero.

Al amanecer del séptimo día, la llegada de los dos centuriones sembró el miedo entre los ocupantes de la casa. Sólo venían a buscar a Agripa para conducirlo a la residencia del emperador. Éste lo recibió en la estancia donde elegía su indumentaria divina cada mañana. Tras optar por el disfraz de Neptuno, apuntó al príncipe con su tridente de plata.