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– He tomado una decisión, oh mi venerado maestro. Aunque eres ciego para las grandes cosas, ves muy bien las pequeñas. Con eso basta para ser rey de Israel. Partirás mañana mismo hacia tu reino, donde te ceñirás la corona de Salomón.

– Mi agradecimiento…

– Déjate de agradecimientos. Los reyes reinan sin rendir cuentas a sus vasallos. La primera disposición de tu reinado será hacer instalar mi estatua de oro en el templo de Jerusalén.

– ¡Pero eso es imposible!

– Todo es posible para un rey. Existe la misma diferencia entre un rey y sus súbditos que entre el pastor y sus corderos. Si haces lo que te ordeno, serás pastor. Si no, serás cordero. Ya sabes cómo terminan los corderos. ¡Adiós, rey de Israel!

A su partida, Agripa contempló distraído los honores con los que lo agasajaban en su nueva calidad de soberano. Estaba obsesionado con una única idea: él era el rey de los corderos, destinado a la carnicería.

55 Islas Pontinas, marzo del año 40

Sin duda falto de dinero, el propietario de la villa no había acabado de revestirla del lujo al que había aspirado. La vivienda ofrecía el espectáculo de habitaciones sin muebles, peanas sin estatuas, un jardín sin plantas y un atrio sin fuente.

A Agripina le preocupaba menos su comodidad que su rango. Debía quejarse y exigir un alojamiento mejor. La efigie de las hermanas del emperador adornaba las monedas en todo el Imperio y, hasta una fecha reciente, los juramentos se prestaban en su nombre. Exigió que el gobernador de las islas Pontinas compareciese ante ella y, menos de una hora después, éste solicitó ser recibido. Ella no se había equivocado. Cayo había sufrido demasiado por el modo en que Tiberio había tratado a su madre en la isla de Pandataria [4] como para infligir el mismo castigo a sus hermanas.

Cuando el oficial se cuadró ante ella en su uniforme de gala, capa roja al hombro y casco bajo el brazo, a Agripina le bastó con una mirada para tomarle la medida. El potente torso, las musculosas piernas un poco separadas, como las del leñador que se dispone a empuñar el hacha, el cabello negro y tupido sobre una frente estrecha, el incipiente color azulado de la barbilla pese a un meticuloso afeitado, todo delataba en él al campesino pulido con un ligerísimo barniz de refinamiento. En la cara ancha y atezada, los ojillos pardos de perro fiel contrastaban con la postura marcial, pues revelaban el temor que le infundía su ilustre prisionera. Debía de estar estupefacto de verla allí. Sin duda era uno de esos hombres simples para los cuales cada cual debe permanecer en su sitio.

– Casio Querea, gobernador militar de las islas Pontinas. Yo te saludo. En el cumplimiento de mi misión y de mi deber, me coloco a tu disposición.

A Agripina le costó disimular su asombro. Aquel hombre atlético hablaba con la voz aflautada de una niña de diez años.

– Te doy las gracias, Querea. Es normal que un soldado cumpla con su deber y obedezca a las órdenes. Ello no es sin embargo motivo para obligarnos a vivir en una casucha.

– Ésta es la villa más hermosa de la isla. Está en obras y los materiales deben llegar de la península. Dentro de unos días, será menos indigna de ti y de tu hermana.

– Te estaré muy agradecida.

El oficial le expuso las normas a las que debían sujetarse: les estaba prohibido acercarse al puerto y hacer señales a los barcos que navegaran en las cercanías. No había límite establecido para sus gastos y gozaban de plena libertad para elegir a sus criados.

– Permíteme decirte -añadió a modo de conclusión- que estoy contento de tratar a las hijas del gran Germánico como corresponde a su rango.

– ¿Has visto alguna vez a mi hermano?

– No, pero tengo órdenes de presentarle un informe de mi misión en cuanto regrese a Roma.

Luego la saludó y ejecutó una irreprochable media vuelta. Agripina corrió enseguida a la primera planta, a la habitación donde, con el bonito rostro estragado por la desgracia, Lesbia se instalaba lo mejor posible.

– Ha ordenado que nos dispensen un trato honorable. Podemos mandar llamar a nuestros domésticos.

– ¡Pobre Getúlico! ¡Estoy segura que no había participado en la conspiración; era tan leal, tan íntegro! ¡Qué horrible malentendido!

– Getúlico ya no está aquí y tus lamentos no lo revivirán. Cayo nos ha exiliado, pero llevaremos una vida decente. Piensa en el porvenir, Lesbia. Hay que luchar.

– Tú luchas por Nerón. Yo no tengo hijos.

– Un día serás madre. ¡Deja de gimotear! El gobernador de la isla es un hombre insólito. Figúrate que con un cuerpo de Hércules tiene la voz de niña. Eso quizá nos resulte útil. Irá a ver a Cayo y hablará con él.

– ¿Y qué?

– Ya sabes que a nuestro hermano le encanta todo lo estrafalario. ¿Crees que existen muchos tribunos con voz de niña en las legiones? Seguro que lo añade a su colección.

– En ese caso, nos asignarán a otro carcelero. ¿Qué importa?

– No he dicho que me parezca importante, sólo que la voz de ese hombre me ha sorprendido. Es respetuoso, admira mucho a nuestro padre y hará lo posible para hacer menos penosa nuestra cautividad.

Comenzaba a hilvanar un plan, pero su hermana no tenía por qué conocerlo.

56 Lyon-Bolonia (Gesoriacum), abril del año 40

Desde tiempos de Julio César, la Galia estaba considerada una mina de oro inagotable. Calígula no dudó en acusar a algunos ricos galos de complicidad con Getúlico, con el único propósito de despojarlos de sus bienes. Bastaba con que alguien hubiese sentado a su mesa al comandante de las legiones del Rin para que lo condenasen por conspirador. Uno de esos notables, que había romanizado su nombre druídico y se hacía llamar Julius Sacerdos, sentenció con altivez, antes de colocar la cabeza en el tajo: «Un día lo matarán también a él, con todos aquellos que le hayan dirigido la palabra, aunque sólo sea una vez.»

Un ejército de obreros trabajaba día y noche en la construcción del templo de Pantea. Febrero transcurrió entre fiestas y banquetes; los lioneses se disputaban el favor de ser invitados a la mesa del emperador. Uno de ellos ofreció cien mil sestercios a cambio de que lo incluyesen en la lista de convidados. El amo del mundo aceptó la propuesta; no hacía ascos a cualquier oportunidad de llenar sus arcas. Concedía con largueza el derecho de ciudadanía romana, con el objetivo de percibir el cinco por ciento del impuesto sobre la sucesión de los ciudadanos.

Cesonia llevó a término su embarazo y alumbró a una niña a quien su padre puso por nombre Julia Drusila. Cuando Claudio fue a expresarle las condolencias al uso, Calígula se mofó de él.

– Soy digno de envidia, no de compasión. Las diosas están por encima de los dioses. Roma tendrá una gran reina, como Egipto tuvo a Cleopatra.

– ¿Una reina en Roma? -repitió Claudio, desconcertado ante aquella nueva broma.

Unos días después, el emperador presentó su hija a los inmortales. Una nodriza encargada del preciado fardo lo acompañaba. Comenzaron por el pequeño templo de Isis, cuyo culto se practicaba poco en Galia. Los sacerdotes de blancas túnicas se postraron y besaron el suelo a los pies del sumo pontífice romano, al que oyeron exclamar: «Madre, he aquí tu hija. ¡Hija, he aquí tu madre!»

En los otros templos, apretó el paso delante de las estatuas de determinados dioses y, sin detenerse, trató en voz alta a Júpiter de cretino y a Mercurio de crápula. A las diosas, les decía: «He aquí Julia Drusila, mi hija bienamada, que un día se contará entre vosotras.» Después se dirigía a la pequeña.

– Es la tía Juno. ¡Sé muy educada con ella, porque tiene mal genio! Saluda a Atenea, la de ojos claros. Si eres juiciosa como ella, te prestará su casco y su lanza. Aquí está Venus, a quien en Grecia llaman Afrodita y en Asia, Astarté. Dale las gracias por haberte concedido su belleza.

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[4] Pandateria en el texto impreso, la forma correcta es: Pandataria (una isla del mar Tirreno también conocida en la actualidad como Ventotene. Famosa por haber sido el lugar de exilio para personajes ligados a la familia imperial, que eran considerados opositores al poder de la antigua Roma o bien por que habían perdido la gracia de los poderosos. [Nota del escaneador]