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Los zalameros del séquito aseguraban haber visto sonreír a la estatua, o que ésta había esbozado con el brazo un gesto de bendición.

– No entiendo por qué me prodigan todos tantas atenciones -comentó esa noche Cesonia a su imperial esposo cuando se encontraron solos-. En realidad, no me parece nada extraordinario tener un hijo. Este parto ha sido como los otros. Calígula se echó a reír.

– Julia Drusila no es, sin embargo, una niña cualquiera.

– No, porque es hija tuya. Sólo digo que sus cumplidos me abruman. Calisto me ha tratado como si yo fuera Juno en persona. Incluso he creído que iba a arrodillarse delante de mí.

– Ya se ha arrodillado delante de una silla con orinal. Como todos los griegos, es un adulador y no persigue más que su propio interés. Por mil dracmas, vendería a su madre.

El liberto estaba cayendo en desgracia. Cada vez se mostraba menos diligente porque en los sucesos de los últimos meses detectaba un olor a catástrofe y quería tomar sus precauciones. De este modo, intentó abrir un frente del lado de Claudio, a quien tenía por el único miembro de la corte que ejercía una influencia, por nimia y vacilante que fuera, sobre su sobrino.

El zorro griego siempre había procurado mantener excelentes relaciones con el contrahecho de la familia imperial y no cometía el error de creerlo excluido de la sucesión. Dejaba aquel error a los romanos a los que, como buen hijo de la Hélade, consideraba, según la expresión latina, «de burda Minerva», es decir cortos de entendederas. Se había granjeado la simpatía de Claudio al organizar búsquedas por todo el Oriente para procurarle los libros raros que necesitaba. Con ese pretexto solicitó ser recibido.

– Los galos leen poco -se lamentó el erudito, mostrándole las estanterías vacías de la biblioteca-. Aquí, los libreros no valen nada. Ay, ¿cuándo regresaremos por fin a Roma? ¿Qué has encontrado para comprar?

– Mi agente de Pérgamo ha descubierto una obra que tal vez te interese. Se trata de una relación inédita de la guerra de Troya.

– ¡Bah, se ha escrito tanto sobre ese tema…!

– Es el diario del asedio que escribió día a día el secretario del propio Príamo.

– ¡Por Hércules, qué hallazgo! ¿Cuánto pide el propietario por esa maravilla?

– Dos millones de sestercios.

– Para un documento así, no es un precio excesivo, pero, por desgracia, en este momento…

– Permíteme que te adelante la suma, clarísimo. Ya me la devolverás cuando puedas, no hay prisa. El emperador es muy generoso conmigo. Demasiado. -Adoptó un aire preocupado-. Te confieso que estoy inquieto por él, como todos sus verdaderos amigos. Si sólo adoleciese del vicio de la prodigalidad, no me preocuparía. ¡Hay cosas peores, sí! Lo digo con todo el respeto que le es debido y que te debo a ti.

Claudio exhaló un hondo suspiro.

– Tienes razón, mi pobre Calisto. Mesalina está tan alarmada que a veces llora por ello.

– Tu esposa no es sólo hermosa, sino que posee un corazón sensible. El César la elogia a menudo.

– Por cierto, ¿sabes tú cómo son las obras de teatro que le hace representar? Me gustaría ver el texto.

– Creo que consisten esencialmente en clases de dicción. Ella recita poemas.

– Es lo que me había parecido comprender. ¡Curiosa ocurrencia! ¡Aunque tiene otras más molestas! Esos concursos de poesía, por ejemplo. Considero muy loable conceder coronas de oro y recompensas a los vencedores, pero ¿por qué obligar a los demás a borrar sus poemas de las tablillas con la lengua?

– Es una broma.

– De pésimo gusto, en mi opinión. Forzar a comer cera a los malos poetas no ayuda a desarrollar su talento.

– ¡Ay, clarísimo, ojalá sólo fueran los concursos de poesía! Permite que te hable sin rodeos. Todo va de mal en peor. Helicón, ese bribonzuelo lascivo, se da el lujo de aconsejar a tu sobrino. Ayer, le sugirió que arrasase las montañas y alterase el curso de los ríos, argumentando que era la única obra digna de un dios como él.

– ¿Arrasar las montañas y alterar el curso de los ríos?

– Sí. El emperador lo encontró una idea excelente. Quiere incluso construir una ciudad en la cima de los Alpes. Sus colaboradores no se atreven a protestar, pero noté que Veranio temblaba como una hoja antes de ir a recibir sus órdenes. Para que Veranio tiemble, se necesita algo realmente espeluznante. Comienzan a correr rumores escandalosos.

– No quiero oírlos. ¡Ay, todo es bien triste! -Sólo tú puedes ayudarlo, clarísimo. Habla con él, te lo ruego. Eres el único a quien escuchará.

– Eso mismo me dice Mesalina, pero es un asunto muy delicado. Bueno, lo pensaré.

Cuando vio a su sobrino, Claudio le preguntó con cautela si era verdad que estaba contemplando la posibilidad de mandar construir ciudades en los glaciares.

– Fue Helicón quien me propuso la idea. Bien pensado, no está nada mal.

– Pero si es imposible…

– Exacto. Debo demostrar que nada resulta imposible para mí.

– ¿Y quién hará el trabajo?

– El ejército, por supuesto. Tengo aquí a doscientos mil hombres ociosos que están mano sobre mano. Preferiría conquistar la gloria militar, créeme, pero los legionarios saben construir tan bien como combatir.

– Si quieres encontrarles quehacer a las legiones, no es difícil. Hay gloriosas campañas que dirigir, ricas tierras por conquistar.

– No me apetece ir a guerrear contra los partos. Demasiada arena, demasiado sol.

– ¿Quién te habla de los partos? Yo pensaba en la isla de Britania.

– ¿Crees que alcanzaría la gloria por vencer a esos bárbaros?

– Estoy seguro. Piensa que triunfarías allí donde fracasó el mismo Julio César. El emperador que consiguiera reducirlos dejaría su nombre inmortal inscrito en la historia de Roma. Tras su éxito, sería nombrado Británico, del mismo modo que mi hermano se ganó el título de Germánico. Reconocerás que es más tentador que construir sobre un glaciar una ciudad que nadie va a ver. Tú también podrías decir: «Llegué, vi y vencí.»

– Julio César no luchaba para vencer al enemigo sino para convertirse en rey y en dios. Los romanos lo mataron porque no merecían que los gobernase un dios. Los dioses son juiciosos, y los hombres, unos locos. Los dioses son clementes, y los hombres, despiadados. Yo traté de obrar con bondad y los dioses me castigaron por ello llevándose a Pantea a las estrellas. Entonces decidí fingir que era un hombre. Si quien lo ejerce no es divino, el poder constituye la más baja y la más despreciable de las ocupaciones humanas. ¡Créeme, tío, la cuestión está en ser dios o en no ser nada!

Oyendo estas divagaciones, Claudio llegó a la conclusión de que su sobrino había perdido por completo el juicio.

Se dio la coincidencia de que, ocho días más tarde, un desconocido príncipe britano llamado Adminio llegó a Lyon con el fin de implorar la protección del pueblo romano. Su padre, Cunobelino, rey de una tribu caledonia, lo había expulsado de la corte por un asesinato cometido en estado de embriaguez, y quería vengarse. El apoyo prestado a los usurpadores y a los pretendientes de toda clase era uno de los métodos mediante los cuales Roma ampliaba su Imperio.

Calígula convocó enseguida a Claudio.

– Los dioses aprueban tu idea. Vamos a partir hacia la conquista de Britania.

– Pero eso exige una larga preparación. Primero hay que mandar construir una flota. Además, el tesoro está vacío.

– Los dioses proveerán a todo.

El ejército llegó a marchas forzadas, en apenas treinta días, al pequeño puerto de Bolonia. Quedaba por cruzar el mar. Calígula ordenó construir un puente.

Los oficiales del Estado Mayor se miraban entre sí, consternados, hasta que uno de ellos osó por fin abrir la boca.

– Por desgracia, es algo irrealizable, César. Harían falta incluso más barcos que para transportar el ejército. Además, un puente exige que se dispongan, una junto a otra, embarcaciones más o menos parecidas. Aquellas de que disponemos son muy dispares.