– Yo atravesé el golfo de Baias a pie. Allí también asegurabais que era imposible.
– El golfo es treinta veces menos ancho que este brazo de mar.
– Entonces, ¿por qué crees tú que he traído a todos estos hombres hasta aquí?
– No… no lo sé, César.
– ¡Que no lo sabes! ¡Para esto me sirven mis generales! ¡No lo saben! Pues bien, te vas a enterar.
Un legado intentó cambiar el rumbo de la conversación.
– Si lo deseas, el ejército se adiestrará mientras tú mandas construir barcos en número suficiente. De este modo los hombres no permanecerán ociosos.
– ¿Cuánto tiempo se necesitaría?
– Tres meses, César.
– ¡Tres meses! ¿Y por qué no tres años? Aunque tienes razón, es preciso que un ejército sirva para algo. Vais a indicarles que recojan piedras de la orilla. Cuando hayan acumulado las suficientes, les ordenaréis que construyan una pirámide en el punto de la costa más próximo a Britania. Os doy una semana de plazo. Después, regresaremos.
Nadie discutía las órdenes del emperador. En las playas y las calas, millares de legionarios, pretorianos y guardias germánicos llenaban sacos y cascos de piedras pulidas, ante el pasmo de la población. Los centuriones, cepas de vid en mano, se ruborizaban por tener que dirigir aquella actividad. Como para desafiarlos, Calígula acudía con regularidad a cerciorarse del avance de la pirámide. Abordaba a los soldados para observar sus hallazgos y llegó a conceder coronas de oro a quienes le presentaban los más bellos cantos rodados, como si hubieran demostrado su valentía ante el enemigo.
Una vez edificada la pirámide, los hombres emprendieron el largo camino de regreso. Cuando el dormitorion del emperador pasaba junto a sus interminables hileras, ya nadie gritaba: «¡Viva la Pequeña Bota!» Sólo la disciplina contenía en sus labios los gritos de ira y de odio.
En Roma, el Senado, a pesar de su servilismo, no se atrevió a otorgar los honores del triunfo a los héroes de aquel desatino. Éste fue tan doloroso para Claudio que se juró que nunca volvería a darle un consejo a su sobrino. Le dijo a Mesalina que si Cayo insistía en ofrecer la imagen de un ser odioso y ridículo, lo haría sin su ayuda.
57 Islas Pontinas, mayo del año 40
La primavera desembarcó de repente en la isla. Su perfumada tibieza facilitó la adaptación de las dos prisioneras a su nueva vida. Como si se hubiese restablecido de una enfermedad, Lesbia se había despertado una buena mañana alerta y con apetito. De nuevo se oía el cascabeleo de su risa. Agripina había mandado traer de Roma a su ornatrix preferida. Dedicaba largas horas a su aderezo personal, no para leer la admiración en las miradas de los guardias, como su hermana, sino por prurito de preservar su categoría.
Querea las visitaba con regularidad. Ella lo recibía a menudo en el jardín, más adecuado que los lugares cerrados para las conversaciones distendidas. Se guardaba mucho de utilizar con él las armas de la seducción femenina, consciente de que no eran las apropiadas para vencer a un hombre como él. El soldado campesino no habría creído ni por un instante que pudiera ejercer un atractivo sobre ella. A fuerza de escucharlo, Agripina había deducido que él se consideraba una persona anormal. La desgracia de albergar una voz infantil en un cuerpo de atleta lo había humillado de tal modo que en lugar de permanecer detrás del arado, había buscado en el ejército la confirmación de su virilidad. Toda insinuación que la pusiese en tela de juicio suponía para él una lacerante herida.
En el jardín se habían introducido algunos cambios. Habían instalado estatuas griegas, burdas copias creadas por artesanos mediocres.
– Realmente, Casio -se extasió Agripina, a pesar de todo-, esta Afrodita es bellísima.
– Me han dicho que reproduce una obra maestra de Praxíteles. No es un original.
Agripina fue a sentarse bajo una pérgola. Querea se contoneaba delante de ella, sin saber qué hacer. Agripina le señaló un asiento situado a tres pasos y no otro más cercano a ella, para que no se espantase.
– Si te nombran para otro puesto, tribuno, te echaremos de menos. Nos ayudas, tanto a mi hermana como a mí, a sobrellevar este mal trago.
– Ruego a los dioses por que se acabe pronto.
– Ay, seguro que moriré en el exilio, lejos de mi pequeño Nerón.
– ¡Claro que no! Tu hermano te llamará a su lado.
– Nunca nos devolverá la libertad.
– Pero ¿por qué?
Ella buscó el tono adecuado. Nada resultaba más ajeno a su temperamento que el papel de pecadora arrepentida, pero debía interpretarlo.
– Ha sido clemente conmigo. Habría debido matarme, puesto que lo merezco con creces. Yo conspiré contra él con Getúlico. Yo desvié a ese gran y noble soldado de la senda del deber. -Las palabras salían precipitadamente de sus labios, como si llevaran mucho tiempo bullendo en su interior-. A ti puedo contarte la verdad. Habíamos elaborado un plan: el Senado debía designar a Claudio. Es tartamudo y cojo, pero mi padre, que lo quería mucho, decía que un defecto físico nunca ha impedido que quien tiene valía llegue alto. Claudio debía acoger a Cayo en una de sus villas de Campania. Allí lo habríamos cuidado y curado tal vez.
– ¿El César está enfermo? -se atrevió a preguntar el soldado.
Los ojos de Agripina se arrasaron en lágrimas.
– Siempre lo ha estado. Durante su infancia padecía de epilepsia, y yo ayudaba al médico a ponerle entre los dientes el pedazo de madera que impedía que se mordiera la lengua. Después las crisis fueron disminuyendo y pensamos que había sanado. Desde la muerte de Drusila, le pasan ideas extrañas por la cabeza. Él, que era tan bueno, tan generoso, tan piadoso, parece a veces… Me da la impresión de que Júpiter lo ha vuelto…
Calló en seco y se levantó, como si estuviera furiosa consigo misma.
– No sé por qué te hablo de esto. Son secretos de Estado. Júrame que olvidarás mi momento de debilidad.
– Olvidar no está en mis manos, pero te juro por Marte que nadie se enterará por mí de lo que me has confiado.
Reanudaron el paseo. Agripina permanecía absorta en sus pensamientos, hasta que Querea rompió por fin el silencio.
– El emperador va a volver a Roma y yo debo ir a presentarle mi informe.
– Obsérvalo. Quiero que me digas a tu regreso si existen esperanzas de que recupere la cordura. Te entregaré una carta destinada a él para pedirle el indulto de Lesbia, que no estaba al corriente de mi plan. En cuanto a mí, quiero expiar el crimen que cometí.
– No eres una criminal, puesto que obraste por el bien de Roma.
No se percató del brillo de triunfo que asomó a los ojos de Agripina. Aquélla era la respuesta que ella estaba esperando.
58 Roma, mayo del año 40
Poco después del regreso de la corte a Roma, Mesalina dio a luz a un robusto varón. Ebrio de orgullo, Claudio quiso transmitir en persona la noticia a su sobrino. Delante de la puerta de los aposentos imperiales, Helicón golpeaba el suelo con los pies para calentarlos.
– Se ha ido a dormir a la cuadra de los Verdes -le informó con afectación el favorito-. ¡Cualquiera diría que se acuesta con su caballo!
El feliz padre subió a su litera e hizo correr a los porteadores. No reconoció el establo de mármol de Incitatus. En el lugar donde se encontraba el pesebre habían instalado una especie de escenario. En él, Calígula descansaba cómodamente sobre una vasta cama. ¿Acaso ofrecía el espectáculo de su sueño al caballo? Éste saboreaba la avena contenida en una enorme copa de oro.
– Acabo de tener un hijo.
– Me alegro, tío. ¿Cómo está la madre?
– Mesalina casi no ha sufrido. Había rezado mucho a Lucina.
– ¿Qué nombre le vas a poner a tu heredero?