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Tras su marcha, Agripa se hizo lavar y perfumar y después se vistió con una túnica de lino sin adornos. La modestia de un príncipe de la casa real sin duda ablandaría al sumo sacerdote. Para ir al Templo, atravesó los magníficos jardines de Herodes sin dirigir ni una mirada a las palmeras, naranjos y sicómoros que rodeaban las fuentes, y cruzó la pesada puerta llamada de Gennath. Dejando a la derecha el palacio de los Asmoneos, bordeó el muro interior que dividía la ciudad de este a oeste. Extendida entre valles y colinas, Jerusalén era una ciudad dominada por formidables fortificaciones. Ceñida por la muralla de Nehemías, coronada por trece torres y provista de doce puertas, contaba como protección adicional con los muros de la ciudadela y del núcleo antiguo de Sión, de cuya superficie el Templo ocupaba la cuarta parte.

Al llegar ante la maravilla construida por Salomón, se detuvo por un instante para admirarla. Era el doble de imponente que la Acrópolis de Atenas. Herodes el Grande, su abuelo, la había ampliado y embellecido de forma considerable medio siglo atrás. El edificio cuadrangular, un híbrido entre fortaleza y palacio, era de proporciones colosales. Sus cimientos, de piedras enormes dispuestas unas junto a otras, parecían obra de meticulosos gigantes. La techumbre estaba erizada de agujas de oro destinadas a impedir que los pájaros ensuciaran aquel lugar sagrado.

En la entrada del elevado atrio de enlosado multicolor que los judíos llamaban «la montaña de la Casa», un levita acudió a su encuentro para servirle de guía más allá de la estrecha puerta del soreg, una balaustrada de mármol esculpida a la altura del pecho humano que circundaba todo el edificio. En ella una inscripción grabada en griego y en latín advertía: «Cuidado, extranjero: si te sorprenden franqueándome, serás el causante de tu propia muerte.»

Una escalera de catorce escalones conducía al primer nivel, el chel, que rodeaba el lugar santo por tres de sus costados. Tras subir otros cinco escalones, se accedía, por una puerta de láminas descomunales de bronce de Corinto, al atrio de Israel, desde el que los fieles presenciaban los sacrificios celebrados en el enorme bloque de piedra sin tallar del altar. El propio Herodes el Grande había tenido que detener allí sus pasos cuando, el día de la inauguración, había ofrecido trescientos bueyes al cuchillo del sacrificador.

Anás aguardaba a su visitante en una habitación pequeña y austera. Era un hombre alto y delgado cuyos ojos, profundamente hundidos en las órbitas, destilaban más recelo y ambición que piedad. A su lado se encontraba un joven levita cuyo aspecto parecía confirmar las inclinaciones que le atribuían sus enemigos. La barba sin recortar por los lados, tal como lo exigía la minuciosa ley mosaica, se desparramaba sobre el ephod, distintivo de su dignidad, sujeto por dos broches de oro, y sobre el pectoral cuyas doce piedras preciosas simbolizaban las tribus de Israel.

– Que el Padre eterno te bendiga con su benevolencia -saludó Agripa haciendo una reverencia-. Como bien sabes, mi larga cautividad me ha mantenido separado de mi pueblo, pero sigo siendo judío. Por eso vengo a prevenirte de un asunto de extrema importancia.

– Te felicito por haber logrado sustraerte a la corrupción romana. ¿De qué asunto quieres hablarme?

– El otro día, en Cesárea, oí por casualidad una conversación entre oficiales romanos. Esos insensatos se creen los dueños del mundo y, como yo me crié en sus palacios, no tienen secretos para mí. Quieren instalar altares del emperador en las sinagogas.

– ¿En nuestras sinagogas? -preguntó el sacerdote-. Eso es imposible, están muy bien custodiadas.

– Hablaban de Samaria.

– ¡Ah, eso es distinto! Los samaritanos son tan malos judíos que ni siquiera son capaces de proteger sus sinagogas. ¡Qué astucia, la de esos romanos!

– Si no surge un movimiento popular, o si se produce sólo una reacción de escasa trascendencia, pasarán a la segunda etapa de su plan. Quieren colocar una estatua gigante del emperador en el

Templo.

– ¿Seguro que oíste bien?

– Perfectamente. Delante de mí hablan sin tapujos.

– ¿Y dijeron «en Samaria»?

– Sí. Quizá creen que Judea no moverá un dedo en auxilio de los samaritanos.

– ¡Como si hubiera sacrilegios sin importancia! La efigie de un hombre en la más humilde de las sinagogas constituye una abominación tan grande como la que perpetró Antíoco (¡maldita sea su memoria!) cuando mandó degollar unos cerdos en el altar mayor del Templo. Has obrado bien, príncipe Agripa, al avisarme del plan de esos malditos. ¿Cuándo piensan llevarlo a cabo?

– Dentro de un mes exacto.

Al día siguiente, un correo partió a toda prisa en dirección a Capri. Llevaba un mensaje del príncipe en el que anunciaba que elementos perturbadores procedentes de Judea iban a provocar alborotos en Samaria a instancias de los sacerdotes.

Estaba satisfecho de su estratagema. Tiberio quedaría sin duda impresionado por su perspicacia. Esto le reportaría una gratificación y, lo que era aún más importante, una fama de gran experto en asuntos judíos. Había dado un paso imprescindible para hacer realidad su sueño de siempre, ceñirse la corona de Salomón y reinar sobre todo Israel.

6 Capri, julio del año 36

La habitación del emperador distaba de ser fastuosa. Toda la vida había detestado la ostentación, y los largos años de campañas habían acabado de alejarlo del recargado lujo que tanto agradaba a los ricos romanos. Había que ser un entendido en pintura para advertir que el friso que se extendía bajo el techo, en el que alternaban ninfas y bacantes con racimos de uva y diversos motivos florales, era obra de un gran maestro, o que los postigos de las ventanas eran de madera noble de alerce.

Para disimular el desasosiego, Jenofonte se acarició la corta barba perfumada. Griego, nativo de la isla de Cos, cuna de los más ilustres discípulos de Esculapio, ejercía de ginecólogo, uno de los primeros de Roma, cuando Tiberio lo había invitado a compartir su reclusión voluntaria en Capri. Había renunciado a la clientela de ricas matronas a quienes seducía con sus cautivadores modales y una elegancia poco común entre los de su profesión, pero a cambio percibía una paga generosa y ostentaba el honorable título griego de arquiatra.

– ¿Y qué hay de mi transformación en dios? -gruñó el emperador, enfrentándose a la muerte con el irónico desprecio de los soldados.

– Aún falta para eso.

El médico levantó la fina manta bordada. Los pies que habían recorrido el mundo en todas direcciones, de Germania al Helesponto, estaban torcidos y amoratados como los de un viejo campesino. Con sus manos largas y cuidadas, el galeno le palpó el abdomen hinchado y después le tomó el pulso.

– ¿Y bien? ¿Todavía no me ves resplandecer como el dios que muy pronto voy a ser?

– Tu enfermedad avanza muy despacio.

El silbido que producía al respirar y la irregularidad de sus latidos se acentuaban día a día, pero nadie era capaz de precisar con certeza cuándo se iba a detener la maquinaria.

– ¿Qué piensas del accidente de Ganímedes? -preguntó de improviso el emperador.

– Pero si ya te presenté mi informe.

– Todavía no he perdido la cabeza. Quiero saber lo que piensas de verdad.

– Juro por Esculapio, César, que mi informe…

– No jures. En tu informe, refieres extensamente tus experiencias con esos dos jóvenes condenados a los que precipitaron exactamente del mismo lugar de donde cayó él. No explicas, sin embargo, qué conclusiones extraes de ello.

– No encontré señales de lucha ni de golpes, pero puedo equivocarme… Después de una caída así, los cuerpos están lacerados. Es difícil pronunciarse.

– ¿Nadie lo empujó?

– Yo no he dicho eso. Sólo que parece tratarse de un accidente.