– Todavía no lo he pensado.
– Me gustaría que le pusieras Británico. Es el nombre que llevaría yo si esos imbéciles no me hubieran privado del triunfo. Las piedras me vengarán.
– ¿Las piedras…?
– … Me vengarán. ¿No me digas que no has comprendido por qué las mandé recoger de la orilla del mar?
– A decir verdad…
– ¿Cómo repobló la tierra Deucalión, sino con guijarros que se transformaron en hombres? Un día, se levantará sobre la costa de Galia un ejército que invadirá Britania, sin que le cueste ni un sestercio ni un hombre a Roma. Acércate. ¿No ves nada?
– Tu pequeño teatro. En unas caballerizas, resulta bastante sorprendente.
– No me refiero a eso.
– ¿Qué debo advertir, aparte de eso?
– Mírame bien. ¿No notas nada?
– No.
– Resplandezco.
– ¿Qué…?
– La paternidad te ha trastornado un poco. ¿Acaso no te has fijado en que mi carne despide una claridad, como la de los dioses? Resplandezco. Todos mis sirvientes lo dicen. Helicón estaba tan deslumbrado que ha perdido la vista durante una hora.
– ¡ Ah, sí, claro! No sé dónde tenía la cabeza. Brillas, ahora lo veo.
– Este prodigio me ha recordado que tardaba demasiado en erigir un templo dedicado a mí. He decidido que tú serás el sumo sacerdote de mi culto.
– Pero si no me queda ni un as. ¡Estoy en la ruina!
– Yo también. Y Roma aún lo está más que los dos juntos. -Tendió los brazos para que el criado lo ayudara a ponerse la túnica-. Sé dónde conseguir dinero en abundancia. Veamos, tío, ¿cuáles son las pasiones principales de los romanos?
Claudio se rascó la cabeza para procurarse un margen de reflexión. ¿Qué había que responder?
– El pan y los juegos -aventuró, al no ocurrírsele otra cosa.
– Eso sólo es correcto en el caso de la plebe. Yo hablo de pasiones, no de necesidades. Las dos pasiones principales del hombre son la vanidad y la lascivia. La vanagloria y el sexo. La cuestión está, pues, en asociar ambas cosas de manera provechosa. ¿Me sigues?
– No muy bien.
– Ahora lo entenderás. Hay que hacer pagar a los ricos, puesto que los pobres serían incapaces. ¿Con qué sueñan todos los ricos salvo los senadores? Con acostarse con las esposas de los senadores. Están dispuestos a pagar muy caro por ello.
– Pero ellas jamás se prestarán a ello.
– ¿Estás de broma? Al contrarío, estarán encantadas de entregarse al libertinaje cumpliendo órdenes del emperador. ¡Si hasta pedirán más! Son unas putas. Créeme, he estado con todas.
– Los maridos…
– … tendrán demasiado miedo para quejarse. Apuesto a que muchos pedirán su parte de los beneficios. -Se frotó las manos, como el comerciante que vislumbra una buena perspectiva de negocio-. ¡Ah, si todo sale bien, prometo reservar un dos por ciento para Mercurio! Necesitaremos un lugar original y lujoso. He pensado en un trirreme.
– ¿Un barco?
– Tranquilo, que no te vas a marear: lo erigiremos en los jardines del Palatino. Será el trirreme imperial de Venus. Ya verás, tío, como las matronas se pelearán por embarcar en él. ¿Qué te parece, pues, mi idea?
– Eh…
– ¡Tenemos a Júpiter pillado por los cojones! Tú serás mi socio. Te lo debo, porque en Capri me diste dinero muchas veces. Tú te ocuparás de la recaudación.
– ¿De la recaudación? ¿Yo?
– Eres el único en quien confío. No me apetece que me robe ningún liberto. Mesalina fijará los precios de los favores de las matronas.
– ¡Pero si ella no entiende nada del asunto!
– Conoce a todas las mujeres de elevada condición y sabrá a qué precio podemos ofrecerlas. Su decoro no sufrirá el menor menoscabo. ¡Y ahora, bebamos por nuestro éxito en esta empresa!
Cuando Claudio le habló del trirreme, Mesalina pensó que se trataba de una broma.
– ¡Se ha burlado de ti! Le encanta tomarle el pelo a la gente.
– Te aseguro que hablaba muy en serio. Está decidido a ganar sumas exorbitantes con ello y quiere que yo sea su socio. No podía negarme. Tú nos vas a echar una mano.
– ¿Me tomas por una alcahueta?
– No te enfades, bonita, que no se trata de eso en absoluto. Tu función será muy honorable. Cayo dice que nadie conoce mejor a las romanas que tú y que por eso eres la única capaz de establecer el precio de sus favores.
– Todo esto me huele a una broma.
Cuando Mesalina vio a los carpinteros navales construyendo la embarcación bajo sus ventanas, se llenó de regocijo. Sentía curiosidad por ver en acción a algunas de sus amigas de la nobleza.
59 Roma, junio del año 40
Querea se aproximó a la mesa grande y lustrosa y se cuadró. Sentado en su trono dorado y vestido con una túnica de seda, el emperador se entretenía apilando algunas monedas de plata. Un joven afeminado de ojos de gacela permanecía de pie, junto a él, a su derecha.
– Casio Querea, gobernador militar de las islas Pontinas, a tus órdenes, César.
– Helicón, ¿oyes tú lo mismo que oigo yo?
– ¡Sí, es prodigioso!
– Presenta tu informe, tribuno.
– Las cautivas gozan de buena salud, César. Rezan a los dioses por tu augusta persona. Agripina te envía una carta.
Los esfuerzos por hablar con un tono de voz menos agudo le conferían el timbre propio de los eunucos.
– ¿De modo que mis hermanas rezan por mí? Mira cómo me alegro. Entrega la carta a mis secretarios. Pero dime, ¿de dónde te viene esa asombrosa voz?
– ¡De las tijeras! -se carcajeó el invertido al tiempo que imitaba el gesto del tonsor al cortar la mecha.
El oficial se estremeció al oír tal ultraje. El último que se había mofado de él de esa manera llevaba mucho tiempo muerto. Calígula estalló en risotadas.
– ¡Pero qué tonto eres, guapo! Nunca lo habrían admitido en el ejército. Los tribunos militares castrados no existen. Aunque quizás haya recibido una herida en la garganta, ¿no? Sin embargo, no se advierte ninguna cicatriz.
– Es una desgracia natural, César. Nunca mudé la voz de niño.
– ¿Una desgracia? Querrás decir una suerte. Este debe de ser un fenómeno aún más raro que los corderos de cinco patas, pues yo nunca lo había observado. Eh, Helicón, ¿lo habías visto alguna vez tú?
– Sí. En los eunucos.
– Ya te he dicho que no es un eunuco. Ah, tribuno, me gusta tu voz. En escena, causaría sensación. No es justo que permanezcas confinado en una isla, mereces un público más nutrido. ¿No es cierto, Helicón?
– Podría recitar poemas.
– Ése es un arte que ignoran los soldados. ¿Has combatido mucho, tribuno?
– Cuento con dieciséis años de servicio, doce heridas y siete coronas de honor.
– Es un héroe, Helicón. Un ruiseñor guerrero. No me desprenderé de ti. A partir de este instante, quedas adscrito al Palatino.
– Estoy a tus órdenes, César.
– Te nombro ayudante general, y te doblo el sueldo.
– Procuraré ser digno de tu confianza.
– Tienes una voz que no cansa nunca. Puedes retirarte. Dile a Veranio que ultime los detalles.
Querea saludó y tras girar sobre los talones con un gesto marcial, salió de la espaciosa oficina. Atravesaba la antesala absorto en sus pensamientos cuando notó que alguien le daba una palmada en el hombro.
– ¡Casio! ¡Qué sorpresa, por Júpiter! ¿Qué haces aquí?
– ¡Sabino! Acabo de ser recibido por el emperador. Te creía en Panonia.
– No estás al día, amigo mío. Soy comandante de la guardia germánica desde hace seis meses.
– ¿Esos brutos rubios?
– Exacto. Me eligieron porque hablo su lengua. ¡Ay, cómo echo de menos los viejos tiempos! ¿Te acuerdas del día en que nos concedieron a los dos, en Módena, nuestra primera cepa de viña?
– ¿Que si me acuerdo? Esas son cosas que no se olvidan.
Su amigo lo llevó a una pequeña sala abovedada que servía de comedor de oficiales, donde celebraron el reencuentro con vino.