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– ¡Apártate de ahí, cretino! -vociferó Sabino dirigiéndose al liberto, que le impedía avanzar hasta el emperador.

Querea, con un revés de espada, le alcanzó el hombro derecho. Calígula se deslizó hasta el suelo y como un gladiador vencido, oyó gritar: «Habet!» Él era dios, no podía morir.

– ¡Estoy vivo! -protestó, con la boca llena de sangre.

Como perros frente a su presa, todos se ensañaron con él. De pronto, Cayo vio sonreír a Drusila. Después se reunió con ella en las estrellas.

– ¡A vuestros puestos! -ordenó Sabino.

Antes de obedecer, uno de los centuriones se demoró para escupir sobre el cadáver.

– ¡Cuídate, Pequeña Bota!

Aquél era el saludo que, veinte años antes, dedicaban los veteranos de Germania al niño adorado de las legiones.

Fuera, los porteadores de la litera imperial acudían corriendo, armados de palos. Al avistar las espadas, huyeron a toda velocidad.

Junto con una veintena de cómplices, los cabecillas de la conspiración aguardaban noticias en los locales de la guardia germánica. Los brutos rubios no conocían más que a su jefe, e irían al encuentro de la muerte si Sabino así se lo ordenaba. Algunos hombres parecían absortos en la meditación o la oración. Otros escuchaban a Agripa, que daba el ejemplo a los demás con su serenidad. A quienes se extrañaban de verlo entre ellos, el rey de Israel les explicaba que la desquiciada política aplicada por Calígula en Oriente lo había obligado, muy a su pesar, a oponerse a su antiguo alumno.

En la puerta se presentó un soldado jadeante, que anunció: «Vixit! ¡Ha vivido!» La noticia suscitó un griterío alborozado.

– Los dioses inmortales han castigado al tirano -declaró Asiático-. Ellos nos muestran la vía tal como guiaron a Eneas, nuestro antepasado. La República…

– ¡Ya largarás tus discursos ante la Curia, pero aquí no!

El enorme palacio vibraba como una colmena. Lejos, en algún lugar, una estridente voz de mujer repetía una y otra vez: «¡Lo han matado, lo han matado!» Los mensajeros partieron en todas direcciones. Un liberto acudió a informar de que los cónsules estaban reuniéndose y solicitaban instrucciones. Les mandaron a Asiático.

Un centurión trazó un resumen de la situación… Sabino controlaba el Foro. El pueblo parecía acoger con indiferencia la muerte del emperador. Unos soldados habían invadido por su cuenta los apartamentos imperiales y habían degollado a Cesonia y a la pequeña Julia Drusila. Clemente se hallaba en dificultades. Las cohortes urbanas vacilaban y querían saber quién sería el emperador.

– Sigúeme con dos hombres -indicó Agripa.

La escolta tuvo que abrirle paso a golpes de lomo de espada entre la servidumbre que huía por doquier. Los aposentos imperiales parecían devastados por un huracán, y los esclavos retiraban los cadáveres. Agripa vio pasar el de Helicón. Algún bromista había tenido el mal gusto de clavarle un cuchillo de cocina en el lugar que hacía las delicias de su amo.

– ¡A la niña le han roto la cabeza golpeándola contra el marco de la puerta y a la madre la han degollado! -dijo un centurión-. Han vaciado las bodegas. Ah, cuando la tropa está descontrolada…

– ¿Sabes dónde está Claudio? Hay que encontrarlo antes de que algún imbécil le juegue una mala pasada.

– Ha abandonado Roma para irse a una de sus villas.

– No. No es la clase de hombre que viaja en un día como hoy.

El príncipe corrió hacia la residencia del tío del emperador. La casa estaba llena de pretorianos, muchos de ellos borrachos. Se dirigió a un tribuno que se paseaba de un lado a otro, desconcertado.

– ¿Qué ocurre?

– Esperan a Claudio.

– ¿Porqué?

– Quieren llevarlo al campamento. Algunos dicen que servirá de rehén si las cosas se ponen feas, otros quieren que sea emperador. ¡Qué ocurrencia, un emperador cojo!

En torno a ellos se formó un corro de soldados. Circulaba el rumor de que el rey de los judíos traía información fidedigna.

Éste elevó la voz para pronunciar una arenga con el ampuloso y repetitivo estilo característico de la elocuencia latina.

– Vosotros, pretorianos, la élite de Roma, os preguntaréis sin duda cómo un extranjero osa dirigiros la palabra. ¡Yo no soy romano, en efecto! Soy el soberano de un pequeño país oriental que goza de la paz romana y, desde mi infancia, que pasé en vuestro seno en calidad de rehén, admiro vuestras leyes e instituciones. No dudéis en hacerme callar si lo que os digo os parece descabellado o falso. Os interrogáis sobre el nombre de aquél que será, el día de mañana, el amo del mundo. He oído decir a uno de vosotros que Claudio cojea y que por ello no sirve. Claudio no camina erguido, es cierto, pero ¿es eso importante? ¿No lo es más tener la rectitud en el pensamiento? Todo el mundo sabe que Claudio tartamudea. ¿Pero es tan importante hablar sin tropiezo? ¿No lo es más decir la verdad? Claudio no es un soldado. ¿Pero es tan importante que un emperador sepa manejar la espada? ¿No lo es más que os honre y os recompense, a vosotros que manejáis la espada para la gloria de Roma?

Un rumor de aprobación se levantó entre los congregados. El judío sabía hablar.

– Claudio -prosiguió Agripa- no es sólo el hermano de Germánico. Es rico y generoso. No os confundáis, romanos, sé tan bien como vosotros que el Imperio del mundo no está en venta. De todas formas, no tengo motivo alguno para ocultaros lo que Claudio me ha revelado. En caso de que sea él el emperador, ofrecerá un generoso regalo de advenimiento a las cohortes pretorianas, cuya disciplina, desinterés y valentía siempre ha admirado.

Las aclamaciones atronaron el aire en la sala. Sólo faltaba localizar a Claudio. Agripa preguntó a un centurión si Mesalina se encontraba en sus aposentos.

– Sí, he apostado a unos guardias para protegerla, pero no quiere recibir a nadie.

El príncipe pidió que lo anunciaran y enseguida la misma Me salina abrió la puerta. Las lágrimas le habían dejado dos regueros en el maquillaje.

– ¿Tú aquí? Pero te creía en…

– Ya te explicaré.

– ¡Ay, qué desgracia! ¡El pobre Cayo, era tan bueno…!

– No todos opinaban lo mismo. ¿Dónde está tu marido?

– En Campania.

– ¿Sin ti?

– Ha querido que me quedara aquí.

Mentía mal. Claudio no debía de hallarse muy lejos. La cuna de Británico obstruía el acceso a una pequeña puerta. En eso también, el engaño pecaba de ingenuo. Agripa la apartó y penetró en un trastero en el que se colaba la luz del exterior por un ojo de buey. Había túnicas colgadas a lo largo de las paredes; debajo de una de ellas sobresalían los zapatos con medias lunas rojas del senador.

– ¡Te he visto, Claudio! Soy Agripa, tu amigo.

Los zapatos retrocedieron un poco.

– ¡Sal de ahí, vamos! Estoy solo.

Claudio apartó la túnica. Temblaba de pies a cabeza.

– ¿A…Agri…?

– Sí, soy yo. Ya te explicaré. Ven, no corres ningún peligro.

– ¡Los soldados van a matarme!

– Nadie quiere matarte. Al contrario.

– ¿Estás seguro?

– Te lo juro. ¿Por qué iba a engañarte?

Claudio accedió por fin a salir del escondite.

En cuanto los pretorianos lo vieron, corrieron hacia él. Dos de ellos lo levantaron y lo llevaron a hombros, triunfalmente. Empavorecido, él imploraba clemencia. A los gritos de «¡Al campamento! ¡Al campamento! ¡Viva Claudio!», el río humano descendió la escalinata y salió del Palatino.

Desde la ventana, Agripa contempló el gordo pelele blanco, que se alejaba bailando por encima de los cascos, y exhaló un suspiro. ¡Ése, por lo menos, no se creería un dios!

Los primeros «¡Viva César!» se elevaban hacia el cielo invernal.