– Se lo diré. Manten la confianza, tú también. La vida del emperador está próxima a su fin.
A los dos los asaltó el mismo temor. Cuando sienten que van a morir, los escorpiones pican.
8 Capri, septiembre del año 36
Los habitantes de la isla se habrían quedado estupefactos de haber presenciado el encuentro entre Tiberio y la hija de su astrólogo. En el corazón de aquel viejo, lleno de recelo y de odio hacia el género humano, la joven había hecho surgir una isla de ternura humana de contornos tan escarpados y clima tan benigno como los de Capri. Durante las dos primeras semanas posteriores a la muerte de Trasilo, él la mandaba llamar casi todos los días a la pequeña habitación contigua a su oficina, donde disponía de una cama para reposar y de unos cuantos asientos confortables. Ella no tardó en comprender que, si el emperador le había impedido regresar a Roma con Macrón, fue ante todo para gozar de su presencia, como si la visión y la conversación de una joven le sirvieran de distracción en sus laboriosas jornadas de trabajo.
Evocaba en raras ocasiones la memoria de Trasilo o de sus predicciones. Había dejado de consultar a su equipo de astrólogos. De vez en cuando mencionaba, como un secreto compartido, al Prodigioso ser anunciado por las estrellas, al que se refería entonces con un apelativo en el que ella percibía a la vez seriedad e ironía el «salvador del mundo». Un día le confió que abrigaba pocas esperanzas de que la misión de Agripa en Oriente llegara a buen fin Aquel a quien sus hombres habían buscado en vano durante tanto tiempo seguramente no deseaba darse a conocer a los ojos de los hombres.
A menudo charlaban sobre temas banales. A Tiberio le divertían las opiniones de Enia, muy poco romanas con frecuencia, sobre los acontecimientos y los hombres. Tenía un enfoque original y nunca disimulaba sus pensamientos. Habían mantenido ya más de una decena de aquellas conversaciones intrascendentes cuando el emperador le preguntó a la joven, después de haber citado los nombres de algunos otros familiares, si se veía a veces con Cayo.
– Me pidió que lo ayudara a practicar el griego. No creo que lo necesite porque lo habla a la perfección.
Tiberio posó sobre ella una mirada suspicaz.
– Veamos, dime con franqueza qué piensas de él.
Si hubiese estado a solas con una amiga habría confesado que lo encontraba feo, pero terriblemente seductor, confidencia que más valía no hacerle al emperador.
– Es muy inteligente y le encanta el teatro griego. Conoce todas las grandes obras.
Tiberio suspiró.
– Es verdad. Es inteligente y utiliza muchas máscaras. Muy sagaz será quien logre descubrir su verdadero rostro. ¡Seguro que tú tienes más posibilidades de conseguirlo que yo! De todas formas, Capri resulta de lo más aburrido para la gente de tu edad. Cayo te distrae de tu pena.
A Enia le produjo una extraña sensación de contento el que Tiberio aprobase aquellos encuentros. Intuía que en el caso del anciano la perplejidad iba acompañada de una especie de rencor, como si el enigma que le planteaba su hijo adoptivo constituyese una ofensa personal. ¿Lo consideraba un pícaro mentiroso? Por su parte, estaba orgullosa de conocerlo mejor que él. Cayo era un ser fuera de lo común, sensible y sincero. Subiría al trono imperial para llevar a cabo grandes empresas y traer la felicidad a todo el mundo.
Unos días más tarde, Cayo le pidió que lo ayudara a aprenderse un nuevo papel en griego. Se encontraban frente a frente, de pie, en la pequeña estancia donde ella seguía en el pergamino el texto que recitaba él, lista para corregirlo si se equivocaba. Estaban en el tercer acto cuando Enia constató, sorprendida, que declamaba un poema del que no había el menor rastro en el texto. El autor proclamaba su amor por una joven de cabellos rubios y esbelto cuerpo de efebo cuyo nombre se negaba a pronunciar. Unos versos más adelante, precisó que la bella desconocida leía en las estrellas. Ella sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho y levantó los ojos. El se le acercó. Con una sonrisa de tierna ironía, la tomó en sus brazos y ella advirtió que, sin saberlo, había ansiado que llegase ese instante desde que lo había conocido.
9 Capri, octubre del año 36
Claudio le indicó por medio de señas al servidor sentado junto a su lecho que interrumpiese la lectura de su gran rollo de pergamino.
– ¡Acércate, Gemelo bonito, acércate! -animó al niño que aguardaba en el umbral-. He cerrado mi puerta a todo el mundo, excepto a ti.
Estampó en la fresca mejilla de su visitante la gran marca de su boca siempre húmeda. El tío del emperador estaba aquejado desde su nacimiento de una dolencia que le había deformado el cuerpo sin afectarle el espíritu. Su enfermedad lo había condenado a babear sin cesar, a cojear al andar y a mantener la cabeza inclinada hacia el lado izquierdo.
– Me han dicho que estabas enfermo…
– ¡Oh, no! Ese asno sabio de Jenofonte afirma que anoche comí demasiado. ¡Como si yo fuera una persona aficionada a hartarse! Hay que reconocer que Atilio se excedió. Un jabato con salsa de miel e higos. Ah, es un maestro en su arte.
– Un jabato es grande. ¿Te lo comiste entero?
– Sólo los muslos. ¿Acaso no sabes que los jabalíes de Italia son pequeños? Además, un plato bien preparado y consumido con placer nunca hace daño. No, es más bien Capri lo que me sienta mal. Con lo bien que estábamos en Roma, Elia y yo. En esta maldita isla no se encuentra ni una librería, ni un hombre de letras. ¿Cómo voy a terminar mi libro en estas condiciones?
Se incorporó sobre el lecho y despidió con un ademán al esclavo pocero que acababa de entrar con una gran vasija de cobre rojo.
– ¡No son más que ventosidades! El resto se ha ido esta noche. Qué amable eres, querido, por visitarme y preocuparte por mi salud. Eres un digno hijo de tu madre. Ella siempre me prodigaba atenciones.
– Me gusta que me hables de ella. Eres la única persona que menciona su nombre por aquí.
– ¿Cómo quieres que alguien se atreva a nombrarla? ¡Pobre Livia! ¡Qué error, por Hércules, qué horrible error!
Con un movimiento asombrosamente rápido para un hombre de su corpulencia, tomó de la mesita de noche un fajo de hojas.
– Bueno, hablemos de otra cosa, ¿eh? Mira, es el nuevo papel fabricado según mis indicaciones. El augustiniano no me acababa de convencer. Aunque está hecho con la médula del papiro, se agujerea con demasiada facilidad. He mandado modificar la trama.
Tras exhibir la hoja translúcida, la depositó sobre la mesilla y repitió máquinalmente:
– ¡Qué horrible error!
Claudio se felicitaba a diario de que Augusto lo hubiese apartado de la política a causa de su dolencia. Aparte de la historia, sólo le atraían las jóvenes esclavas, la cocina y el juego de tablero denominado latrunculi. Desde que se había trasladado a Capri a instancias de Tiberio, renqueaba y temblequeaba más de lo normal, pues veía en su deformidad física la única garantía contra la desconfianza enfermiza del emperador.
– Oye, guapo -prosiguó-, te noto un poco preocupado. ¿No te hará falta dinero?
– No es eso.
– ¿Entonces? ¿Te has enamorado ya?
– Tengo miedo.
– Pero si todos tenemos miedo, de un extremo a otro del Imperio y puede que incluso más allá. Hasta los hiperbóreos, bajo su helado sol, se mueren de miedo.
Calló de improviso, al percatarse de que el niño podía, sin quererlo, repetir algún comentario comprometedor.
– Tiberio nos llevó a la gruta azul. Le dijo a Cayo que quería admirar su forma de nadar y después lo obligó a quedarse tanto tiempo debajo del agua que pensé que se había ahogado. Después vomitó.
¿Qué dijo?
Dijo: «Gracias, César, por haberme hecho beber a la salud de Neptuno.»
– ¡Qué chico más inteligente!
– ¿Por qué es tan malo a veces Tiberio? Creí que quería ahogarlo.
– Está muy enfermo y sabe que no vivirá mucho tiempo más. Está preocupado por Roma. Tiene que encontrar un sucesor y eso supone un gran quebradero de cabeza para él.