– No… pero llevaba sombrero. ¡Por eso no me acordaba del pelo!
– ¿Qué clase de sombrero?
– No lo sé…, un sombrero -dijo Susie perdiendo el entusiasmo.
– ¿Gorra de béisbol, boina?
– Tenía alas -contestó Susie.
Siobhan miró a Angie en busca de ayuda.
– ¿Un tirolés, uno de fieltro? -sugirió ésta.
– No sé cómo son esos que dice -respondió Susie.
– ¿Como los de los gángsters en las películas antiguas? -añadió Angie.
Susie reflexionó.
– Tal vez -dijo.
Siobhan apuntó el número de su móvil.
– Estupendo, Susie. Si te acuerdas de algo más ¿me llamarás?
Susie asintió con la cabeza. Como no estaba a su lado, Siobhan entregó la nota a Angie.
– Y usted también -añadió mientras la peluquera doblaba el papel.
Se abrió la puerta y entró una mujer anciana encorvada.
– Señora Prentice -dijo Angie a guisa de saludo.
– Vengo antes de la hora, Angie, guapa. ¿Puedes atenderme?
– Tratándose de usted, señora Prentice, naturalmente que sí -contestó Angie, que se había puesto en pie mientras Susie se levantaba de la butaca para que se sentara la dienta cuando se quitara el abrigo.
– Otra cosa, Susie -dijo Siobhan poniéndose también de pie.
– ¿Qué?
Siobhan se dirigió a la trastienda y Susie la siguió.
– Me han dicho los Jardine -comentó Siobhan bajando la voz- que Donald Cruikshank ha salido de la cárcel.
El rostro de Susie se ensombreció.
– ¿Tú le has visto? -preguntó Siobhan.
– Un par de veces… Ese cerdo…
– ¿Has hablado con él?
– ¡Ni mucho menos! ¿Querrá creer que el Ayuntamiento le ha dado casa? Sus padres no querían saber nada de él.
– ¿Ishbel te contó algo sobre él?
– Dijo que sentía lo mismo que yo. ¿Cree que se ha marchado por eso?
– ¿Lo crees tú?
– Es él quien debería largarse del pueblo -replicó Susie entre dientes.
Siobhan asintió con la cabeza.
– Bueno, no te olvides de llamarme si recuerdas algo más -dijo colgándose el bolso del hombro.
– Claro -contestó Susie, y añadió mirándole el pelo-: ¿No podría arreglárselo?
– ¿Qué le pasa? -replicó Siobhan llevándose instintivamente la mano a la cabeza.
– No lo sé… Simplemente… le hace mayor de lo que es.
– Tal vez sea la imagen que busco -contestó Siobhan a la defensiva camino de la puerta.
– ¿Permanente y retoque? -preguntó Angie a la dienta en el momento en que Siobhan salía del local.
Se detuvo un momento en la acera sin saber qué hacer a continuación. Había pensado preguntar a Susie sobre el antiguo novio de Ishbel, con quien seguía teniendo amistad, pero no le apetecía volver a entrar. Ya se lo preguntaría. Había una tienda de prensa abierta y tuvo el impulso de comprarse chocolatinas, pero decidió ir al pub; así podría decirle algo a Rebus y hasta ganarse algo más su estima si resultaba que era uno de los pocos de Escocia que él no conocía.
Empujó la puerta acristalada y se vio rodeada de linóleo rojo con lunares y papel de relieve en las paredes a juego. En una tienda de decoración lo catalogarían como kitsch, y lo promocionarían como una vuelta a los setenta, pero aquél era auténticamente de los setenta. Había herraduras de latón en las paredes y dibujos enmarcados de perros orinando contra la pared, como si fueran hombres. En el televisor se veía una carrera de caballos, y entre ella y la barra se interponía una neblina de humo de cigarrillos. Había tres hombres jugando al dominó que alzaron la vista. Uno de ellos se levantó y entró en la barra.
– ¿Qué va a tomar, encanto?
– Zumo de lima con soda -dijo ella sentándose en un taburete.
Sobre la diana de los dardos colgaba una bufanda de los Rangers de Glasgow, cerca de una mesa de billar con parches en el tapete. Y ni un solo signo que justificase el tenedor y el cuchillo del indicador de la salida de la autopista.
– Ochenta y cinco peniques -dijo el camarero poniéndole el vaso delante.
Siobhan comprendió que su única alternativa era preguntar: «¿Viene por aquí Ishbel Jardine?», lo que no le parecía muy acertado porque se enterarían de que era policía y, además, dudaba mucho que aquellos hombres le facilitasen algún dato de interés en el caso de que la conocieran. Se llevó el vaso a los labios y notó que era zumo concentrado muy dulzón y poco gaseoso.
– ¿Está bien? -preguntó el barman más desafiante que interesado.
– Bien -contestó ella.
Satisfecho, el hombre salió de la barra para reanudar la partida de dominó. Había en la mesa un bote de calderilla con monedas de diez y veinte peniques. Los otros dos jugadores tenían aspecto de jubilados, colocaban las fichas con exagerada brusquedad y daban tres golpecitos si pasaban. Siobhan había dejado ya de interesarles. Miró a su alrededor buscando el servicio de señoras, vio que estaba a la izquierda del tablero de dardos y se dirigió hacia allí. Pensarían que había entrado sólo a orinar y había pedido el refresco como pretexto. Era un servicio, pero sin espejo encima del lavabo, y el vacío lo llenaban unas pintadas hechas con bolígrafo.
«Sean tiene un polvo»
«¡Kenny Reilly chulo!»
«¡Coños uníos!»
«Las chicas reinas de Bane»
Siobhan sonrió y entró en el cubículo. El pestillo estaba roto. Se sentó y se entretuvo leyendo otros grafiti.
«Donny Cruikshank vas a morir»
«Donny pervertido»
«Muerte al violador»
«Muerte a Cruik»
«¡¡¡Juramento de sangre hermanas!!!»
«Tracy Jardine, Dios te bendiga»
Había más -muchas más- pero no todas escritas por la misma mano. Con rotulador negro grueso, con bolígrafo azul, con rotulador fino dorado. Siobhan pensó que la de tres signos de admiración era de la misma mano que había escrito las de encima del lavabo. Al entrar en los servicios iba convencida de ser un ejemplo atípico de clienta femenina; ahora veía que no. Se preguntó si alguna de aquellas expresiones espontáneas era obra de Ishbel Jardine; lo sabría comparando una muestra de escritura. Buscó en el bolso, pero había olvidado la cámara digital en la guantera del coche. Bien; iría a buscarla. Le daba igual lo que pensaran los jugadores de dominó.
Al salir del lavabo vio que había un nuevo cliente. Estaba en un taburete pegado al suyo con los codos apoyados en la barra y la cabeza gacha, y movía las caderas. Al oír la puerta de los servicios volvió la cabeza, y Siobhan vio un cráneo rapado, un rostro blanco mofletudo y barba de dos días.
En la mejilla derecha tenía tres cicatrices: Donny Cruikshank.
La última vez que le había visto fue en el juzgado de Edimburgo, durante el juicio. Él no la conocería porque ella no declaró ante el tribunal ni le había interrogado. Era un gozo verle tan ajado. El poco tiempo pasado entre rejas le había hecho perder juventud y vitalidad. Siobhan sabía que en la cárcel rige una jerarquía en la que los violadores ocupan el escalafón más bajo. Cruikshank abrió la boca con una sonrisa desmayada prescindiendo de la cerveza que acababa de ponerle delante el camarero, quien permaneció frente a él con cara de palo y la mano abierta esperando el pago. Siobhan se percató de que no le alegraba la presencia de Cruikshank y vio también que éste tenía un ojo inyectado en sangre como si acabara de recibir un puñetazo.
– ¿Qué tal, cielo? -dijo mientras Siobhan se acercaba al taburete.
– No me llames eso -replicó ella glacial.
– ¡Oh! «No me llames eso» -repitió él en grotesco remedo, que él mismo rió-. Me gustan las muñecas con huevos.
– Si continúas vas a perder los tuyos.
Cruikshank no daba crédito a lo que oía y, tras un momento de estupefacción, echó la cabeza hacia atrás y vociferó:
– ¿No has oído, Malky?
– Corta, Donny -dijo el camarero.