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Ya no parecía que acabaran de pelearse; ahora formaban un equipo codo con codo.

– Sentido cívico de responsabilidad -replicó Rebus-. Es su aportación al barrio. O ¿es que quizá les tiene sin cuidado que ande por ahí un asesino suelto?

– Sea quien sea, a nosotros no nos va a hacer nada.

– Que se cargue a cuantos quiera de ésos…, a ver si se asustan -añadió el marido en apoyo de sus palabras.

– No puedo creer lo que oigo -musitó Siobhan, sin lograr impedir que la oyeran.

– ¿Y usted quién coño es? -preguntó el hombre.

– Es policía también -replicó Rebus-. Escuche -añadió como creciéndose, ante lo cual la pareja prestó atención-, lo hacemos por las buenas o por las malas. Ustedes deciden.

El hombre calibró a Rebus tensando un poco los hombros.

– Nosotros no sabemos nada -dijo-. ¿Está satisfecho con eso?

– ¿Es que no lamentan la muerte de un inocente?

La mujer lanzó un bufido.

– Para lo que hacía, milagro es que no le sucediera antes… -comentó con voz apagada ante la mirada de su enfurecido marido.

– Perra idiota. Ahora nos traerán al retortero toda la noche -dijo en voz baja antes de volver a mirar a Rebus.

– Ustedes eligen -comentó éste-. En su cuarto de estar o en la comisaría.

– En el cuarto de estar -dijeron al unísono marido y mujer.

* * *

Al final, en el piso no cabían más. Despidieron a los agentes de uniforme diciéndoles que continuaran con el puerta a puerta y que no dijeran nada de lo ocurrido.

– Seguro que toda la comisaría se entera antes de que regresemos -dijo Shug Davidson, quien después de un aparte con Rebus se disponía a hacerse cargo del interrogatorio secundado por Wylie y Reynolds.

– Deja que pregunte Culo de Rata -dijo Rebus, para sorpresa de Davidson-. Creo que con él se explayarán porque social y políticamente son de la misma cuerda. Con Reynolds la situación cambia y ya no es «ellos» y «nosotros».

Davidson había asentido, y de momento daba buen resultado. Reynolds decía que sí con la cabeza a casi todo lo que decía el matrimonio.

– Es un conflicto de culturas. Sí, claro, lo entendemos.

La atmósfera del cuarto era agobiante. Rebus pensó que aquellas ventanas de doble cristal no debían de abrirse nunca: el vaho se había filtrado entre las dos láminas y formaba como lágrimas. Había un calentador eléctrico, pero las bombillas que imitaban brasas estaban fundidas, lo que hacía más sombría la pieza amueblada con un gran sofá marrón flanqueado por sus correspondientes sillones, en los que se habían acomodado marido y mujer. No les habían ofrecido té ni café, y cuando Siobhan hizo gesto de beber un vaso de agua, Rebus negó con la cabeza para prevenirle del riesgo a que se exponía.

Durante la mayor parte del interrogatorio, él permaneció junto a la librería mirando las estanterías llenas de vídeos: comedias románticas para la señora e historias vulgares y partidos de fútbol para el marido. Algunos eran copias pirata. Había algún libro en rústica de biografías de actores y otro sobre cómo adelgazar, cuya portada reivindicaba haber «cambiado cinco millones de vidas». Cinco millones: la población de Escocia. Bueno, bueno… Rebus no veía el menor indicio de que hubiese cambiado la vida de los inquilinos de aquel piso.

Resumiendo los hechos: la víctima vivía en el piso de al lado. No habían hablado con él nunca, salvo para decirle que se callase. ¿Por qué? Porque había noches que daba gritos y pisaba siempre metiendo ruido. No tenía familia ni amigos, que ellos supieran; ni habían visto u oído visitas entrando o saliendo.

– Pero no crean, por el ruido que hacía, era como si hubiera un equipo de gente bailando con zuecos.

– Los vecinos ruidosos son un horror -dijo Reynolds sin ironía.

Era más o menos todo cuanto sabían: era un piso que había estado vacío y no recordaban bien cuándo había llegado él; haría cinco o seis meses y no sabían cómo se llamaba ni si tenía trabajo.

– Seguro que no… Son todos unos parásitos.

Momento en que Rebus salió fuera a fumarse un pitillo por no preguntar: «¿Y qué hacen ustedes exactamente? ¿Qué añaden al acervo del afán humano?». Mirando aquel barrio, pensó que en realidad no había visto ninguna de aquellas gentes que tanto les enfurecían. Seguramente se aislarían en sus pisos con la puerta bien cerrada, a salvo del odio que suscitaban, uniéndose sólo entre ellos y formando una comunidad aparte. Si lo conseguían el odio aumentaría, pero daba igual, porque si lo lograban quizá podrían marcharse de Knoxland. Y entonces los vecinos volverían a ser felices tras sus barricadas y persianas.

– En ocasiones como ésta me gustaría fumar -dijo Siobhan acercándose a él.

– Nunca es tarde -dijo él sacando la cajetilla del bolsillo, pero ella rehusó.

– Aunque no vendría mal un trago -dijo.

– ¿El que no tomaste anoche?

Ella asintió con la cabeza.

– Sí, pero me refiero a mi casa, en el baño…, tal vez con unas velas.

– ¿Crees que eso te sirve para olvidarlo todo fácilmente? -dijo Rebus haciendo un gesto en dirección al piso.

– No es necesario que me lo digas.

– Todo forma parte del rico mosaico de la vida, Shiv.

– Un mosaico precioso, ¿no es cierto?

Se abrieron las puertas del ascensor y aparecieron más agentes de uniforme, pero éstos llevaban chaleco antibalas y casco. Eran cuatro, entrenados para ser malos, de la dotación de Delitos Graves adscrita a la Brigada Antidroga y provistos del instrumento necesario: la «llave», una barra de hierro que usaban de ariete. Su cometido era entrar en el domicilio de los traficantes con la mayor rapidez posible para no darles tiempo de retirar las pruebas del delito.

– Probablemente bastaría con una patada -les dijo Rebus.

El que iba al mando le miró sin pestañear.

– ¿Qué puerta es?

Rebus la señaló con el dedo. El hombre se volvió hacia los otros tres y les hizo una señal con la cabeza. Colocaron el hierro e hicieron palanca.

Saltaron astillas y la puerta se abrió.

– Acabo de recordar una cosa -dijo Siobhan-. La víctima no llevaba llaves.

Rebus miró el marco astillado e hizo girar el pomo.

– No estaba cerrada -dijo confirmando lo que ella había dicho.

El ruido había atraído, además de a otros vecinos, a Davidson y a Wylie.

– Vamos a echar un vistazo -sugirió Rebus, y Davidson asintió con la cabeza.

– Un momento -dijo Wylie-. Shiv no trabaja en este caso.

– Ellen, es digno de encomio tu espíritu de equipo -espetó Rebus.

Davidson ladeó la cabeza para dar a entender a Wylie que volviera para continuar el interrogatorio. Entraron en el piso y Rebus miró al que mandaba en el grupo, que ya salía del piso de la víctima. Estaba a oscuras, pero los del grupo llevaban linternas.

– Terreno despejado -dijo el hombre.

Rebus avanzó por el vestíbulo y pulsó inútilmente el interruptor.

– ¿Me prestan una linterna? -Advirtió que al capitán no le hacía mucha gracia-. Prometo devolverla -añadió tendiendo la mano.

– Alan, dale tu linterna -dijo el capitán.

– Sí, señor -contestó el hombre, tendiéndosela a Rebus.

– Mañana por la mañana -puntualizó el oficial.

– A primera hora -contestó Rebus.

El capitán le miraba con mala cara. Luego dijo a sus hombres que habían terminado y se dirigieron al ascensor. Nada más cerrarse las puertas, Siobhan lanzó un bufido.

– ¿Tú has visto eso?

Rebus probó la linterna y vio que daba buena luz.

– Ten en cuenta que su trabajo consiste en irrumpir en casas llenas de armas y jeringuillas. Es normal que actúen así.

– No he dicho nada -se disculpó Siobhan.

Entraron. No sólo estaba oscuro, sino que hacía frío. En el cuarto de estar encontraron periódicos que parecían recogidos del cubo de la basura, latas de comida vacías y cartones de leche. No había muebles y la cocina era diminuta, pero estaba limpia. Siobhan señaló en lo alto de la pared un contador de monedas; sacó una del bolsillo, la introdujo en la ranura, giró la llave y las luces se encendieron.