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– Sí, claro, Steve, por andar con esos periodistas del Watergate. -Rebus calló un instante-. Lo he dicho al azar, sin pensar.

– ¿Ah, sí? -replicó Holly no muy convencido.

– Escuche. Tengo una noticia, pero podemos dejarlo para más tarde hasta que se le pase la paranoia.

– Guau. Un momento… ¿de qué se trata?

– De la víctima de Knoxland. Encontramos una foto y creemos que es de su mujer con los niños.

– ¿Y piensan divulgarla a través de la prensa?

– De momento sólo se la ofrecemos a usted. Si quiere puede publicarla en cuanto los especialistas en huellas confirmen que pertenecía a la víctima.

– ¿Por qué a mí?

– ¿Quiere que le diga la verdad? Porque una exclusiva supone mayor cobertura, mayor impacto, tal vez en primera página…

– No le prometo nada -replicó Holly al quite-. ¿Y cuándo tendrán la foto los demás?

– Un día después.

El periodista no decía nada, como si se lo estuviera pensando.

– Insisto, ¿por qué a mí?

«No es por ti -deseó decir Rebus-, sino por tu periódico, o más exactamente por la circulación de tu periódico.» Pero guardó silencio y oyó que Holly lanzaba un profundo suspiro.

– Muy bien; de acuerdo. Estoy en Glasgow. ¿Puede enviármela?

– La dejo en la barra del Ox. Venga a recogerla. Ah, y se la dejo con una cuenta por liquidar.

– Por supuesto.

– Adiós -añadió Rebus cerrando el móvil y encendiendo un pitillo.

Claro que la recogería, porque si no lo hacía y caía en manos de la competencia, el jefe le pediría explicaciones.

– ¿Otra? -preguntó Harry, que ya tenía el vaso reluciente en la mano dispuesto a llenarlo.

Rebus no podía hacerle ese desprecio.

Capítulo 5

– De un somero examen del esqueleto de la mujer, se desprende que es muy antiguo.

– ¿Somero?

El doctor Curt se rebulló en el asiento. Estaban en su despacho de la Facultad de Medicina, con vistas a un pequeño patio detrás de McEwan Hall. De vez en cuando -generalmente cuando estaban los dos en algún bar- Rebus recordaba a Siobhan que muchos de los grandes edificios de Edimburgo, como el Usher Hall y el McEwan Hall sobre todo, eran obra de dinastías cerveceras, y que ello no habría sucedido si no hubiera habido bebedores como él.

– ¿Somero? -repitió ella.

Curt fingió ordenar unos bolígrafos sobre la mesa.

– Bueno, no había necesidad de consultar con nadie… Es un esqueleto de los que se emplean en las clases de anatomía, Siobhan.

– Pero ¿es auténtico?

– Ya lo creo. En épocas de menos reparos que ésta, la enseñanza de la medicina dependía de objetos como ése.

– ¿Ahora ya no?

Curt negó con la cabeza.

– Las nuevas tecnologías los han desplazado prácticamente del todo -respondió casi con tristeza.

– ¿Esa calavera no es auténtica? -preguntó ella señalando la expuesta en una vitrina con fieltro verde sobre un estante a espaldas del patólogo.

– Oh, sí que lo es. Perteneció al anatomista Robert Knox.

– ¿El que estaba conchabado con los ladrones de cadáveres?

Curt torció el gesto.

– Él no les secundaba, pero ellos arruinaron su carrera.

– Bien. Así que para la enseñanza se empleaban esqueletos auténticos… -dijo Siobhan, advirtiendo que Curt pensaba ahora en su predecesor-. ¿Cuándo dejaron de utilizarse?

– Hará unos cinco o diez años, pero algunos ejemplares siguieron en uso.

– ¿Y la misteriosa mujer es uno de ellos?

Curt abrió la boca sin decir nada.

– Dígame sí o no -insistió Siobhan.

– No puedo decirle… No estoy seguro.

– Bien, ¿qué hicieron con ellos?

– Escuche, Siobhan…

– ¿Qué es lo que le preocupa, doctor?

Él la miró y pareció adoptar una decisión, apoyando los brazos en la mesa con las manos entrelazadas.

– Hace cuatro años, seguramente no lo recordará, hallaron en Edimburgo unas piezas anatómicas.

– ¿Unas piezas?

– Una mano en un lugar, un pie en otro… Al analizarlas se comprobó que estaban conservadas en formol.

– Recuerdo haberlo oído -dijo Siobhan asintiendo con la cabeza.

– Resultó que las habían sustraído de un laboratorio como broma de mal gusto. No descubrieron a los culpables, pero la prensa se cebó de lo lindo y nos ganamos serias reprimendas de toda la jerarquía, desde el rector para abajo.

– No veo la relación.

Curt alzó una mano.

– Dos años después desapareció una muestra del pasillo junto al despacho del profesor Gates.

– ¿Un esqueleto de mujer?

Curt asintió con la cabeza.

– Lamentablemente se echó tierra al asunto. Era la época en que estábamos deshaciéndonos de muchos elementos didácticos anticuados -añadió alzando la vista hacia ella y volviendo a centrarla en los bolígrafos-. Y creo que fue por entonces cuando tiramos algunos esqueletos de plástico.

– ¿Uno de niño entre ellos?

– Sí.

– Me dijo usted que no había desaparecido ningún objeto.

Curt se encogió de hombros.

– Me mintió, doctor.

– Mea culpa, Siobhan.

Siobhan reflexionó un instante restregándose el puente de la nariz.

– No sé si lo entiendo. ¿Por qué conservaban de muestra el esqueleto de esa mujer?

Curt volvió a mover los bolígrafos.

– Por decisión de uno de los predecesores del profesor Gates. La mujer se llamaba Mag Lennox. ¿Ha oído hablar de ella? Mag Lennox tenía fama de bruja… Hablo de hace doscientos cincuenta años. Murió linchada por el populacho, que se opuso a que la enterraran por temor a que escapara del féretro. Así que dejaron el cuerpo pudrirse para que quienes tuvieran interés estudiaran sus restos en busca de indicios diabólicos. Supongo que el esqueleto iría a parar a manos de Alexander Monro, quien lo legó a la Facultad de Medicina.

– ¿Y alguien lo robó y ustedes se lo callaron?

Curt se encogió de hombros y echó la cabeza hacia atrás mirando al techo.

– ¿Tienen alguna idea de quién fue? -preguntó ella.

– Oh, sí, desde luego… Los estudiantes de medicina son famosos por su humor negro. La cosa es que fue a parar al cuarto de estar de un piso compartido. Dispusimos que alguien investigara… -Curt la miró-. Un detective privado, entiéndame…

– ¿Un detective privado? Por favor, doctor… -comentó Siobhan meneando la cabeza.

– Pero ya no estaba en ese piso. Claro que igual se deshicieron de él.

– ¿Enterrándolo en el callejón Fleshmarket?

Curt se encogió de hombros. Era un hombre tan reticente, tan escrupuloso… Siobhan advertía que aquella conversación casi le producía dolor físico.

– ¿Cómo se llamaban?

– Eran dos jóvenes casi inseparables… Alfred McAteer y Alexis Cater. Creo que emulaban a los personajes de la serie televisiva MASH. ¿La conoce?

Siobhan asintió con la cabeza.

– ¿Siguen estudiando aquí?

– Ahora están en el Hospital Infirmary, ¡Dios nos asista!

– Alexis Cater, ¿tiene algo que ver con…?

– Sí, es su hijo.

Siobhan hizo una O con los labios. Gordon Cater era uno de los pocos escoceses de su generación triunfador en Hollywood, gracias sobre todo a papeles de carácter en películas taquilleras. Se decía que en cierta ocasión había sido finalista para encarnar a James Bond después de Roger Moore, pero le arrebató el papel Timothy Dalton. Pendenciero en sus buenos tiempos, Cater era un actor que las mujeres adoraban aunque hiciese películas malas.

– Ya veo que es usted admiradora suya -musitó Curt-. Tratamos de impedir que se supiera que Alexis estudiaba aquí. Es hijo de Gordon, de un segundo o tercer matrimonio.