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– ¿Y cree que él robó a Mag Lennox?

– Figuraba entre los sospechosos. ¿Entiende por qué no hicimos una investigación oficial?

– ¿Aparte del hecho de que usted y el profesor habrían vuelto a quedar como irresponsables? -dijo Siobhan sonriendo ante el apuro de Curt. Él, como irritado de pronto por los bolígrafos, los cogió y los echó dentro de un cajón.

– ¿Exutorio de su agresividad, doctor?

Curt la miró desalentado y suspiró.

– Hay otra pega. Una especie de historiadora local, que al parecer ha revelado a la prensa que cree que existe una explicación sobrenatural del caso de los esqueletos del callejón Fleshmarket.

– ¿Sobrenatural?

– En las excavaciones del palacio de Holyrood se descubrieron hace ya tiempo unos esqueletos y circuló la hipótesis de que fueran víctimas de ejecuciones.

– ¿De quién? ¿De la reina María de Escocia?

– El caso es que esa «historiadora» trata de vincularlos con los del callejón Fleshmarket. Quizá le interese saber que esa mujer ha estado trabajando en eso de las visitas guiadas sobre espectros en High Street.

Siobhan había formado parte de una de ellas. Había varias compañías que ofrecían rutas por la Royal Mile y callejuelas adyacentes, con un guión explicativo que mezclaba historias sangrientas, edulcoradas con eventos más felices, surtido todo ello con efectos especiales dignos del mejor túnel de los horrores de una feria.

– O sea, que tiene una motivación.

– No sabría decirle -contestó Curt mirando el reloj-. Seguro que en el periódico encontrará algún artículo sobre sus tonterías.

– ¿Ha tenido usted contacto con ella?

– Nos preguntó qué había sido de Mag Lennox y, como le dijimos que no era asunto suyo, ella trató de suscitar interés en la prensa -añadió Curt haciendo un gesto con la mano como si espantara el recuerdo.

– ¿Cómo se llama?

– Judith Lennox… Sí, reivindica ser descendiente suya.

Siobhan anotó el nombre junto a los de Alfred McAteer y Alexis Cater. Tras una pausa añadió el de Mag Lennox, y lo unió con una flecha al de Judith Lennox.

– ¿Falta mucho para que acabe mi tortura? -dijo Curt con voz cansina.

– Pues no -contestó Siobhan dándose golpecitos con el bolígrafo en los dientes-Bueno, ¿y qué van a hacer con el esqueleto de Mag?

El patólogo se encogió de hombros.

– Dado que, al parecer, ha vuelto a casa, tal vez lo restituyamos a su vitrina.

– ¿Se lo ha dicho al profesor?

– Le envié un correo electrónico esta tarde.

– ¿Un mensaje por correo electrónico teniendo su despacho a veinte metros…?

– Pues es lo que hice -añadió Curt poniéndose en pie.

– Le tiene miedo, ¿eh? -dijo Siobhan en broma.

Curt no se dignó responder al comentario. Le abrió la puerta y la despidió con una leve inclinación de cabeza. Tal vez fuese por sus modales anticuados, pensó Siobhan, pero lo más seguro es que no osaba mirarla a la cara.

El itinerario de vuelta a su casa discurría por el puente George IV. Dobló a la derecha de los semáforos y decidió dar un pequeño rodeo por High Street. Había cartelones en la catedral de St. Giles anunciando recorridos históricos de espectros aquella misma noche. Comenzaban dos horas más tarde, pero ya había turistas leyendo los programas. Más adelante, ante el viejo Tron Kirk, había más anuncios incitando a vivir el «pasado embrujado de Edimburgo». Lo que a ella más le preocupaba era su agobiante realidad presente. Miró el callejón Fleshmarket vacío. ¿No era un buen incentivo para añadirlo al recorrido de los guías turísticos? En Broughton Street aparcó junto a la acera y entró en una tienda a comprar comestibles y el periódico de la tarde. Su casa estaba cerca; no encontró aparcamiento y dejó el coche sobre la raya amarilla confiada en retirarlo antes de que los agentes iniciaran la ronda matutina.

Vivía en una casa de cuatro pisos con la suerte de no tener vecinos que dieran fiestas nocturnas o fuesen baterías aficionados de rock. Conocía a algunos de vista, pero no sus nombres. En Edimburgo la gente casi no habla con los vecinos, salvo si existe algún problema común que resolver, como una gotera o un canalón roto. Pensó en Knoxland, con sus pisos de tabiques de papel donde se oían unos a otros. Las únicas pegas en su casa eran un vecino con gatos y que la escalera olía, pero una vez dentro del apartamento ella se desconectaba del mundo.

Metió en la nevera la leche y el bote de helado en el congelador. Desenvolvió el plato preparado y lo puso en el microondas. Era bajo en calorías, como desagravio a la posibilidad de sucumbir al deseo del helado. Tenía una botella de vino en el aparador de la que había consumido un par de vasos; se sirvió un poco, dio un sorbo y se dijo que no iba a morirse por ello. Se sentó a hojear el periódico mientras se calentaba la cena. Nunca guisaba cuando comía sola. Sentada a la mesa, advirtió que los kilos que había ganado últimamente le aconsejaban aflojar el pantalón. También le apretaba la blusa en las axilas. Se levantó y volvió dos minutos después en chanclas y bata. Vio que la comida estaba caliente y la llevó al cuarto de estar en una bandeja con el vaso y el periódico.

En las páginas centrales aparecía Judith Lennox, en una foto a la entrada del callejón Fleshmarket, probablemente hecha aquella tarde. Una foto de medio cuerpo; lucía una espesa melena rizada hasta los hombros y un pañuelo de vivos colores. Siobhan no podía decir qué actitud había pretendido adoptar, pero boca y ojos desprendían engreimiento. Se notaba que le encantaba la cámara y que estaba dispuesta a prestarse a la pose que le pidieran. Había otra foto, ésta sí en pose, de Ray Mangold, prepotente y con los brazos cruzados ante The Warlock.

Una imagen más pequeña mostraba las excavaciones arqueológicas de Holyrood, lugar del descubrimiento de varios esqueletos.

Y venía una entrevista con un miembro de Escocia Histórica que ironizaba sobre la hipótesis de Lennox a propósito de rituales satánicos en relación con los restos y el modo de enterramiento. Pero era un simple comentario en el último párrafo, dado que el artículo hacía hincapié en la pretensión de Lennox de que, al margen de que los esqueletos del callejón fuesen auténticos o no, era posible que estuvieran en la misma posición que los de Holyrood y que alguien hubiera intentado hacer un simulacro del histórico enterramiento. Siobhan lanzó un bufido y continuó cenando y hojeando el periódico, deteniéndose sobre todo en la página de los programas de televisión, pero era evidente que no había ninguno entretenido hasta la hora de acostarse, por lo que las alternativas eran música y un libro. Comprobó el contestador y vio que no había mensajes, puso a recargar el móvil y se trajo un libro y el edredón nórdico del dormitorio. Puso un compacto de John Martyn que le había prestado Rebus y pensó cómo pasaría él la velada; tal vez en el pub con Steve Holly, o a solas. Bueno, ella tendría una noche tranquila y así estaría más en forma por la mañana. Leería dos capítulos antes de atacar el helado.

La despertó el teléfono. Saltó del sofá y descolgó.

– Diga.

– No te habré despertado… -dijo Rebus.

– ¿Qué hora es? -respondió ella tratando de verla en su reloj.

– Las once y media. Lo siento si estabas en la cama.

– No. ¿Dónde es el fuego?

– La verdad es que no es ningún fuego; simples rescoldos. Se trata del matrimonio cuya hija ha desaparecido.

– ¿Qué sucede?

– Que requieren tu presencia.

– No entiendo -dijo ella pasándose la mano por el rostro.

– Acaban de recogerlos en Leith.

– ¿Los han detenido?

– Por abordar a las busconas. La madre estaba histérica y los llevaron a la comisaría de Leith a ver si se calmaba.