– Yo no hago grupos -dijo-. Dios, ustedes otra vez -añadió, tratando de alejarse al ver las caras del asiento de atrás.
Pero Rebus bajó y la agarró del brazo obligándola a darse la vuelta y mostrándole su carnet de policía.
– Departamento de Investigación Criminal -dijo-. ¿Cómo te llamas?
– Cheyanne. ¿Por qué? -respondió ella levantando la barbilla haciéndose la dura.
– Y ése es tu rollo, ¿no? -dijo Rebus poco convencido-. ¿Cuánto tiempo llevas en Edimburgo?
– Bastante.
– ¿Ese acento tuyo es de Brummie?
– ¿A usted qué le importa?
– Podría importarme. Para empezar habría que comprobar tu edad…
– ¡Tengo dieciocho años!
– Lo que implica -prosiguió Rebus, como si la chica no hubiera dicho nada- verificar tu certificado de nacimiento, lo que requiere hablar con tus padres. -Hizo una pausa-. A menos que nos ayudes. Ésos han perdido a su hija -añadió señalando al matrimonio dentro del coche-. Se fue de casa.
– Que tenga suerte -dijo la muchacha enfurruñada.
– Pero a sus padres les preocupa… quizá como te gustaría a ti que hicieran los tuyos. -Se calló para observar su reacción sin que se apercibiera; no parecía que se hubiera drogado, aunque tal vez fuese porque no había ganado lo suficiente para poder hacerlo-. Pero esta noche tienes la suerte -continuó- de poder ayudarles… suponiendo que eso que les dijiste del triángulo púbico no fuese un cuento.
– Yo sólo sé que han contratado a algunas.
– ¿Dónde en concreto?
– En The Nook. Lo sé porque fui a ver y… Me dijeron que era muy delgada.
Rebus se volvió hacia el asiento trasero del coche. Los Jardine habían bajado el cristal de la ventanilla.
– ¿Le enseñaron a Cheyanne la foto de Ishbel? -preguntó.
Alice Jardine asintió con la cabeza y él miró a la muchacha, que ya no prestaba atención y oteaba a derecha e izquierda por si aparecían clientes. La que estaba unos metros más allá fingía concentrarse en su trozo de asfalto.
– ¿La conocías? -preguntó Rebus.
– ¿A quién? -replicó ella sin mirar.
– A la chica de la foto.
Cheyanne negó con fuerza con la cabeza y se apartó el pelo de los ojos.
– Tu trabajo no es muy agradable, ¿eh? -comentó Rebus.
– De momento me vale -respondió ella metiendo las manos en los estrechos bolsillos de la cazadora.
– ¿No puedes decirnos nada más? ¿Algo que pueda ayudar a Ishbel?
La muchacha volvió a menear la cabeza sin dejar de mirar la calle, y dijo:
– Siento lo de antes. No sé qué me hizo echarme a reír… son cosas que pasan.
– ¡Cuídate! -gritó John Jardine desde el asiento de atrás. Su mujer sacó la foto por la ventanilla.
– Si la ves… -dijo ella con voz desmayada.
Cheyanne asintió con la cabeza y cogió la tarjeta de Rebus, quien volvió a subir al coche y cerró la portezuela. Siobhan puso el intermitente y levantó el pie del freno.
– ¿Dónde tienen aparcado el coche? -preguntó a los Jardine.
Le indicaron una calle al extremo opuesto, por lo que volvió a girar en redondo pasando por delante de Cheyanne. Ella ni les miró, al contrario que la otra mujer, que se le acercó para preguntarle qué había ocurrido.
– Tal vez sea el principio de una buena amistad -musitó Rebus cruzando los brazos.
Siobhan miraba por el retrovisor sin hacer caso.
– Allí no se les ocurra ir, ¿entendido? -dijo.
No hubo respuesta.
– Lo mejor será que vayamos el inspector Rebus y yo. Si al inspector le parece bien.
– ¿Yo, ir a un club de striptease? -replicó Rebus haciendo pucheros-. Bueno, sargento Clarke, si lo cree necesario…
– Pues iremos mañana -dijo Siobhan-. Antes de que abran -añadió, mirándole y sonriendo.
TERCER DÍA: MIÉRCOLES
Capítulo 6
Al llegar el agente Colin Tibbet por la mañana al departamento, se encontró con una locomotora de juguete en la solitaria alfombrilla del ratón. El ratón estaba desconectado y dentro de un cajón… Un cajón que él cerraba con llave al marcharse por la tarde y que acababa de abrir. Aun así, el ratón había ido a parar allí de algún modo. Miró a Siobhan Clarke y, cuando estaba a punto de hablar, ella le disuadió negando rotundamente con la cabeza.
– Dímelo más tarde porque ahora tengo que irme -advirtió.
Así era. Acababa de salir del despacho del inspector cuando entró Colin, a tiempo de oír lo último que decía Derek Starr: «Un par de días como máximo, Siobhan». Tibbet se imaginaba que sería algo relacionado con el callejón Fleshmarket, pero no sabía qué exactamente. Lo que sí sabía era que a Siobhan le constaba que él había estado estudiando horarios de trenes, lo que la convertía en la principal sospechosa. Pero había otras posibilidades, porque Phyllida Hawes también gastaba bromas, y lo mismo podía decirse de los agentes Paddy Connolly y Tommy Daniels. ¿O sería el inspector jefe Macrae el autor de aquella broma infantil? ¿Y aquel que tomaba un café en la mesita plegable del rincón? Tibbet realmente sólo conocía a Rebus por su fama, y su fama era de campeonato. Hawes le había prevenido para que no le tuviera miedo.
– La regla número uno con Rebus es no prestarle dinero ni invitarle a copas -había dicho.
– ¿No son dos reglas?
– No necesariamente, porque las dos cosas pueden suceder en un pub.
Aquella mañana Rebus parecía bastante inocente, como adormilado y con unos pelos grises en el cuello que habían escapado a la acción de la maquinilla. Llevaba la corbata como muchos colegiales: porque no tenía más remedio. Entraba siempre silbando alguna irritante y pegadiza melodía pop, y a media mañana, cuando paraba, ya se la había contagiado perniciosamente y era él quien comenzaba a silbarla.
Rebus oyó a Tibbet tararear la melodía inicial de Wichita Linesman y trató de disimular una sonrisa. Lo había logrado. Se levantó de la mesa y se puso la chaqueta.
– Tengo que ir a un sitio -dijo.
– Ah.
– Qué bonito -añadió Rebus señalando la locomotora verde-. ¿Es tu hobby?
– Es un regalo de mi sobrino -contestó Tibbet.
Rebus asintió con la cabeza, admirado. Tibbet le miraba sin pestañear. Aquel muchacho sabía pensar y responder rápido, virtudes útiles en un policía.
– Bueno, hasta luego -dijo Rebus.
– ¿Y si alguien pregunta por usted? -insistió Tibbet para ver si decía algo más.
– No preguntará nadie, ya verás -respondió él con un guiño al tiempo que salía.
El inspector jefe Macrae salió al pasillo con un montón de papeles camino de alguna reunión.
– ¿Adónde va, John?
– Es por el caso de Knoxland, señor. De alguna manera, resulto útil.
– Pese a sus esfuerzos, estoy seguro.
– Ya lo creo.
– Bien, vaya, pero no olvide que usted es nuestro, no de ellos. Si hay trabajo aquí le recuperamos inmediatamente.
– Mejor que no, señor -replicó Rebus buscando la llave del coche en el bolsillo y cruzando la puerta.
Estaba en el aparcamiento cuando sonó el móvil. Era Shug Davidson.
– John, ¿has leído el periódico?
– ¿Hay algo que pueda interesarme?
– Te interesará saber lo que tu amigo Steve Holly dice de nosotros.
El rostro de Rebus se ensombreció.
– Ahora voy para allá.
Cinco minutos más tarde aparcaba junto al bordillo e irrumpía en una tienda de prensa. En el coche, miró el periódico y vio que Holly había publicado la foto dentro de un artículo que describía las astucias de los falsos solicitantes de asilo. Mencionaba a unos supuestos terroristas que llegaban a Gran Bretaña haciéndose pasar por refugiados. Aportaba pruebas anecdóticas de aprovechados y embaucadores junto con manifestaciones de vecinos de Knoxland. El mensaje que encerraba era doble: Gran Bretaña era un objetivo fácil y aquella situación no podía continuar.