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– El que viene a por el dinero; si tenemos problemas, aquí…

Rebus desdobló el papel y vio un número de móvil y un nombre: Gareth. Se lo mostró a Mackenzie.

– Gareth Baird es uno de los nombres de la lista -dijo ella.

– No puede haber muchos en Edimburgo. Es muy posible que sea el mismo -dijo Rebus recogiendo la nota y pensando qué resultado daría una llamada.

Vio que el hombre le ofrecía algo: un puñado de billetes.

– ¿Trata de sobornarme? -preguntó al muchacho, quien negó con la cabeza.

– Él no lo entiende -respondió el chico.

Habló de nuevo con su padre. El hombre murmuró algo y miró a Rebus, quien comprendió inmediatamente lo que Mackenzie había dicho en el coche. Efectivamente: aquellos ojos denotaban dolor.

– Hoy-añadió el muchacho-. Hoy…, el dinero.

– ¿Gareth viene hoy a cobrar el alquiler? -dijo Rebus entrecerrando los ojos.

El chico habló con su padre y luego asintió con la cabeza.

– ¿A qué hora? -preguntó Rebus.

Hubo otro diálogo entre padre e hijo.

– Tal vez ahora… Pronto -tradujo el muchacho.

Rebus se volvió hacia Mackenzie.

– Puedo pedir un coche para que le lleve a su oficina -dijo.

– ¿Va a esperarle?

– Eso es.

– Si incumple el contrato, yo debería estar presente.

– A lo mejor tarda. Yo le informaré. A menos que quiera esperar conmigo todo el día -añadió Rebus encogiéndose de hombros, instándola a que decidiese.

– ¿Me llamará? -preguntó ella.

Él asintió con la cabeza.

– Entretanto, puede verificar alguna otra dirección.

Mackenzie pensó que tenía razón.

– De acuerdo -dijo.

– Pediré un coche patrulla -dijo Rebus sacando el móvil.

– ¿Y si le asusta?

– Tiene razón. Pediré un taxi.

Rebus hizo una llamada y ella bajó las escaleras dejándole a solas con padre e hijo.

– Voy a esperar a Gareth -les dijo mirando al interior del piso-. ¿Puedo pasar?

– Por favor -dijo el muchacho.

Era un piso sin pintar con las rendijas de las ventanas tapadas con toallas y trozos de tela, pero había muebles y estaba limpio. En el cuarto de estar había una estufa de gas con un quemador encendido.

– ¿Quiere un café? -preguntó el muchacho.

– Sí, gracias -contestó Rebus, señalando el sofá, pidiendo permiso para sentarse.

El padre asintió con la cabeza y Rebus tomó asiento. Pero se levantó para mirar las fotos de la repisa de la chimenea. Tres o cuatro generaciones de la familia. Se volvió hacia el padre sonriendo y asintiendo con la cabeza. El rostro del hombre se suavizó un poco. No había nada más en el cuarto que atrajese la atención de Rebus; ni objetos de adorno, ni libros, ni televisor ni tocadiscos. En el suelo, junto a la silla del padre, había una radio portátil pequeña sujeta con cinta adhesiva, seguramente para que no se desmontara. Como no había cenicero no sacó el tabaco. El muchacho regresó de la cocina y le tendió una tacita de café solo sin leche; con el primer sorbo, Rebus sintió una sacudida que no sabía si era por el azúcar o por la cafeína. Asintió con la cabeza para dar a entender su aprobación y vio que le observaban como un ejemplar raro; optó por preguntar al muchacho su nombre y cosas de la familia, pero en ese momento sonó el móvil. Musitó unas palabras y contestó.

Era Siobhan.

* * *

– ¿Algo sensacional de lo que informar? -preguntó ella.

Estaba sentada en una sala de espera donde no contaba con ver de inmediato a los médicos, aunque ella había imaginado que la harían esperar en un despacho o una antesala y no entre pacientes y acompañantes, niños pequeños ruidosos y personal hospitalario que ignoraba a aquellas visitas que compraban cosas de comer en las dos máquinas. Hacía rato que Siobhan examinaba lo que ofrecían. Una de ellas, una serie limitada de sándwiches -triangulitos de pan con una mezcla de lechuga, tomate, atún, jamón y queso-, y la otra guardaba las patatas fritas y las chocolatinas. Había también una tercera con bebidas y un cartel de «No funciona».

Una vez superado el efecto señuelo de las máquinas, había hojeado el material de lectura de la mesita de centro: revistas femeninas viejas, casi desencuadernadas, con anuncios de ofertas de trabajo arrancados. Un par de cómics infantiles que quedaban, los dejaba para más tarde. Optó por limpiar el teléfono, eliminando mensajes no deseados y llamadas atrasadas de la memoria; luego, mandó un par de mensajes a amigos y finalmente decidió llamar a Rebus.

– No puedo quejarme -contestó él-. ¿Dónde estás?

– En el Royal Infirmary. ¿Y tú?

– En Leith.

– Y habrá quien diga que no nos gusta Gayfield.

– Bien sabemos que no es cierto, ¿verdad?

Siobhan sonrió. Acababa de entrar un niño apenas capaz de empujar la puerta y, poniéndose de puntillas, introducía monedas en la máquina de las chocolatinas sin acabar de decidirse por el producto, con la nariz y las manos pegadas al cristal.

– ¿Sigue en firme la cita para más tarde? -preguntó Siobhan.

– Si hay cambios te llamaré.

– No me digas que esperas una oferta mejor.

– Nunca se sabe. ¿Viste esa basura de Steve Holly en el periódico?

– Yo sólo leo periódicos para adultos. ¿Publicó la foto?

– Oh, sí… y se despachó a gusto con los solicitantes de asilo.

– Mierda.

– Así que si otro de esos desgraciados acaba en el depósito ya sabemos de quién es la culpa.

Se abrió de nuevo la puerta de la sala de espera y Siobhan pensó que sería la madre de la criatura de la máquina, pero era la recepcionista, que le hizo una seña para que la siguiera.

– John, ya hablaremos después.

– Tú eres quien ha llamado.

– Lo siento, pero ahora me reclaman.

– ¿Y a mí ya no? Adiós, Siobhan.

– Nos vemos por la tarde…

Pero Rebus ya había colgado. Siobhan siguió a la recepcionista primero por un pasillo y a continuación por otro; la mujer caminaba aprisa, por lo que no había posibilidad de entablar conversación con ella. Finalmente le señaló una puerta. Siobhan le dio las gracias con una inclinación de cabeza, llamó con los nudillos y entró.

Era una especie de despacho con estanterías, una mesa y un ordenador. Había un médico con bata blanca sentado en la única silla, que hizo girar al entrar ella; el otro se apoyaba en la mesa con las manos entrelazadas detrás de la cabeza. Los dos eran guapos y lo sabían.

– Soy la sargento Clarke -dijo ella estrechando la mano al primero.

– Alf McAteer -respondió él forzando el contacto de las manos y volviéndose hacia su colega, que se levantó-. ¿No es señal de que nos hacemos viejos? -añadió.

– ¿El qué?

– Que los policías sean cada vez más encantadores.

El otro sonrió mientras estrechaba la mano de Siobhan.

– Soy Alexis Cater. No se preocupe por él; el Viagra ya ha dejado de hacerle efecto.

– ¿Ah, sí? -replicó McAteer fingiendo terror-. Pues habrá que hacer otra receta.

– Mire -dijo Cater-, si es por lo de la pornografía infantil en el ordenador de Alf…

Siobhan endureció el rostro y ladeó la cabeza mirándole.

– Es una broma -dijo él.

– Bueno -replicó ella-, podría hacer que me acompañasen a la comisaría para interrogarles e incautarles los ordenadores y los programas y eso llevaría algunos días, desde luego. -Hizo una pausa-. Por cierto, puede que la policía vaya ganando en aspecto físico, pero también nos dan manga ancha para el sentido del humor desde el primer día.