Выбрать главу

Los dos la miraron, codo con codo apoyados en el borde de la mesa.

– Está claro -comentó Cater a su amigo.

– Ya lo creo -dijo McAteer.

Eran altos, esbeltos y anchos de hombros. Colegios de pago y rugby, pensó Siobhan. Y también deportes de invierno a juzgar por el bronceado. McAteer era el más moreno y tenía unas cejas espesas que casi se juntaban, pelo negro rebelde, y necesitaba un afeitado. Cater era rubio como su padre, aunque a Siobhan le pareció teñido y advirtió una alopecia precoz. También los mismos ojos verdes del padre, pero, aparte de eso, no se parecía mucho a él. El encanto natural de Gordon Cater había dejado paso a algo menos atractivo: la suficiencia de quien está absolutamente convencido de que todo le va a ir bien en la vida, no por méritos propios, sino por ser hijo de su padre.

McAteer se volvió hacia su amigo.

– Debe de ser por esos vídeos de nuestras criadas filipinas.

Cater le palmeó en el hombro mirando a Siobhan.

– Somos curiosos -dijo.

– A mí no me mezcles, cariño -dijo McAteer con gesto amanerado.

En ese momento Siobhan captó cómo funcionaba la relación entre ellos dos. McAteer la estimulaba constantemente casi como un bufón real que necesitara el beneplácito de Cater, porque tenía poder y todos querían ser amigos suyos. Cater era como un imán para todo lo que McAteer ansiaba: las invitaciones y las mujeres. Como para reforzar la tesis, Cater miró a su amigo y McAteer esbozó un gesto aparatoso de hacer mutis.

– ¿En qué podemos servirle? -preguntó Cater con una pizca de exagerada cortesía-. No disponemos más que de unos minutos entre consulta y consulta.

Era otra muestra de su perspicacia: reforzar su posición, dando a entender que aunque fuese hijo de una estrella, su profesión era ayudar a la gente, salvar vidas. Era alguien necesario y eso era intocable.

– Mag Lennox -dijo Siobhan.

– No sabemos de qué habla -dijo Cater, dejando de mirarla a la cara y cruzando las piernas.

– Sí que lo saben -replicó ella-. Robaron su esqueleto en la facultad.

– ¿Ah, sí?

– Y ahora ha aparecido… enterrado en el callejón Fleshmarket.

– Lo he leído -dijo Cater con gesto indiferente-. Un hallazgo horripilante. Creo que el artículo decía que guardaba relación con ritos satánicos.

Siobhan negó con la cabeza.

– Hay muchos demonios en Edimburgo, ¿verdad, Lex? -preguntó McAteer.

Cater no le hizo caso.

– ¿Cree, entonces, que robamos un esqueleto de la facultad para enterrarlo en un sótano? Tras un silencio, continuó-: ¿Lo denunciaron a la policía en su momento? No, no recuerdo ninguna denuncia. Aunque las autoridades universitarias alertarían a las otras autoridades.

McAteer asintió con la cabeza.

– Sabe perfectamente lo que sucedió -replicó Siobhan sin levantar la voz-, y que aún padecían las consecuencias de no haberle sancionado por robar del laboratorio de patología miembros humanos.

– Eso es una alegación grave -dijo Cater con una sonrisa-. ¿Debo llamar a mi abogado?

– Lo único que quiero saber es qué hizo con el esqueleto.

Él la miró, probablemente con la misma caída de ojos que ponía nerviosas a tantas mujeres, pero Siobhan no se inmutó. Cater lanzó un bufido y suspiró.

– ¿Tan grave delito es enterrar una pieza de museo en un sótano? -insistió con otra sonrisa ladeando la cabeza-. ¿Es que no hay traficantes de droga o violadores que requieran su atención?

Siobhan recordó a Donny Cruikshank con la cara marcada como premio a su delito.

– No tiene por qué preocuparse. Lo que me explique quedará entre nosotros dos -dijo al fin.

– ¿Como en las conversaciones de alcoba? -replicó McAteer sin poderlo evitar y cortando de raíz su risita ante una mirada de Cater.

– Eso significa que le haremos un favor, agente Clarke. Un favor que tendrá que pagar.

McAteer sonrió por el comentario, pero no dijo nada.

– Eso depende -replicó Siobhan.

Cater se inclinó levemente hacia ella.

– Venga a tomar una copa conmigo esta tarde y se lo explicaré -dijo.

– Explíquemelo ahora.

Él negó con la cabeza sin dejar de mirarla a la cara.

– Esta tarde -insistió.

McAteer no parecía muy interesado en la propuesta, probablemente por tener que renunciar a algún plan previo.

– No -dijo Siobhan.

Cater consultó el reloj.

– Tenemos que volver al pabellón -dijo tendiéndole la mano-. Ha sido todo un placer. Seguro que habríamos podido charlar bastante… -añadió.

Y al ver que ella no se movía ni le estrechaba la mano, enarcó una ceja. Era el gesto peculiar del padre que Siobhan conocía de algunas películas: ligeramente decepcionado por no haber triunfado.

– Bien. Una copa -dijo.

– Con dos pajitas -añadió Cater, recuperando el dominio perdido.

Al final no le había rechazado y se apuntaba otra victoria.

– ¿En el Opal Lounge a las ocho? -dijo.

Siobhan negó con la cabeza.

– En el Bar Oxford a las siete y media -replicó.

– No lo… ¿Es nuevo?

– Todo lo contrario. Búsquelo en la guía telefónica -dijo abriendo la puerta para salir, pero se detuvo un instante y añadió mirando a Alf McAteer-: Y deje aquí a su bufón.

Alexis Cater se echó a reír.

Capítulo 7

El llamado Gareth reía por el móvil cuando le abrieron la puerta. Llevaba anillos de oro en todos los dedos, cadenas en el cuello y en las muñecas y, aunque no alto, era fornido, pero a Rebus le dio la impresión de que casi todo era grasa. Le colgaba una riñonera de la cintura. Era ya bastante calvo y el poco pelo desbaratado que le quedaba le caía por atrás hasta más abajo del cuello. Vestía una chaqueta negra de cuero y una camiseta negra también, vaqueros gastados y zapatillas de deporte rozadas. Con la mano estirada para cobrar, no esperaba que se la agarraran haciéndole entrar de golpe en el piso. Dejó caer el teléfono entre maldiciones y al final clavó la mirada en Rebus.

– ¿Quién coño es usted?

– Buenas tardes, Gareth. Perdona que haya sido un poco brusco, pero es algo que a veces me pasa después de tres cafés.

Gareth se sobrepuso decidido a no dejarse avasallar y se agachó para recoger el teléfono, pero Rebus puso el pie encima y dijo que no moviendo la cabeza.

– Después -dijo echando el aparato fuera de un puntapié y cerrando la puerta.

– ¿Qué coño pasa aquí?

– Vamos a charlar un poco, eso es lo que pasa.

– Usted es de la pasma.

– Buen psicólogo -replicó Rebus.

Señaló el pasillo invitándole a entrar en el cuarto de estar, empujándole con la otra mano sobre la espalda. Al pasar frente al padre y el hijo en la puerta de la cocina, Rebus miró al muchacho y éste asintió con la cabeza para indicarle que era el hombre.

– Siéntate -ordenó, y Gareth lo hizo en el brazo del sofá mientras Rebus permanecía de pie frente a él-. ¿Este piso es tuyo?

– ¿A usted qué le importa?

– El alquiler está a tu nombre.

– ¿Ah, sí? -replicó Gareth jugueteando con las cadenitas de la muñeca izquierda.

– ¿Baird es tu verdadero apellido? -preguntó Rebus inclinándose y arrimando su rostro al de él.

– Sí. -Por el tono risueño en que lo dijo, Rebus pensó que mentía y sonrió-. ¿Qué es lo gracioso?

– Nada. Un pequeño truco, Gareth, porque yo no sabía realmente tu apellido. -Rebus se calló un momento y se irguió-. Ahora lo sé. Robert, ¿quién es, tu hermano, tu padre?

– Pero, ¿de qué habla?

Rebus volvió a sonreír.

– A buenas horas, Gareth.

El tal Gareth pareció resignarse y señaló con un dedo hacia la cocina.

– Se lo han soplado ellos, ¿verdad?

Rebus negó con la cabeza y aguardó hasta que Gareth le mirara a la cara.