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– No, Gareth -dijo-. Fue un muerto.

Tras lo cual dejó al joven en ascuas cinco minutos, como una sopa que bulle a fuego lento, mientras fingía comprobar mensajes en el móvil, abría una cajetilla y se ponía un cigarrillo en la boca.

– ¿Me da uno? -dijo Gareth.

– Por supuesto… en cuanto me digas si Robert es tu hermano o tu padre. Supongo que es tu padre, pero no estoy seguro. Por cierto, no te imaginas la cantidad de delitos en que has incurrido hasta el momento. Uno por subarrendar el piso. ¿Declara Robert estos ingresos ilegales? Ten en cuenta que si un inspector de Hacienda mete las narices en vuestra calderilla, saldréis muy mal librados. Créeme; conozco casos. -Hizo una pausa-. Luego, hay una imputación por exigir dinero con amenazas, que te es aplicable.

– Yo no he hecho nada.

– ¿No?

– Yo no he hecho eso… Yo sólo cobro -dijo con tono suplicante.

Rebus pensó que Gareth debió de ser en el colegio el alumno lento y torpe, sin amigos y rodeado de gente que lo toleraba para aprovechar su masa corporal en ocasiones.

– No eres tú quien me interesa -añadió para tranquilizarle-. No te sucederá nada en cuanto me des la dirección de tu padre, una dirección que, de todos modos, averiguaré. Lo único que intento es ahorrarme el esfuerzo de sacártela.

Gareth alzó la vista pensativo y Rebus se encogió de hombros como expresando lo inevitable.

– Te llevaré a la comisaría y te encerraremos hasta que me digas la dirección y luego iremos a ver a tu…

– Vive en Porty -farfulló Gareth refiriéndose a Portobello, el barrio marítimo de Edimburgo.

– ¿Y es tu padre?

Gareth asintió con la cabeza.

– ¿No ves? Ha sido fácil -dijo Rebus-. Ahora levántate.

– ¿Por qué?

– Porque tú y yo vamos a hacerle una visita.

Rebus vio que a Gareth no acababa de gustarle la perspectiva, pero el joven no ofreció resistencia en cuanto logró hacer que se pusiera en pie.

Rebus tendió la mano a padre e hijo y les dio las gracias por el café. El padre quiso entregarle unos billetes a Gareth, pero Rebus los rehusó.

– No se paga más alquiler -comentó al hijo-. ¿Verdad, Gareth?

Gareth hizo un movimiento despectivo con la cabeza sin decir palabra. Afuera el móvil había desaparecido y Rebus pensó en la linterna.

– Me lo han quitado -se quejó Gareth.

– Tienes que denunciarlo -dijo Rebus- y que lo pague el seguro. -Vio la cara que ponía el muchacho y añadió-: Suponiendo que no fuera robado.

Frente al portal había un coche deportivo japonés, rodeado por una docena de críos cuyos progenitores habían desistido de la escolarización.

– ¿Cuánto os ha dado? -preguntó Rebus.

– Dos libras.

– ¿Y cuánto tiempo le queda?

Los chicos miraron a Rebus.

– Esto no es un parquímetro. No damos resguardo -dijo uno de ellos juntando las manos y echándose a reír.

Rebus asintió con la cabeza y se volvió hacia Gareth.

– Iremos en mi coche -dijo-. Espero que el tuyo siga aquí cuando vuelvas.

– ¿Y si no está?

– En la comisaría te darán una copia de la denuncia para la compañía de seguros. Suponiendo que tengas seguro.

– Suponiendo -repitió Gareth resignado.

No tardaron en llegar a Portobello. Se dirigieron a Seafield Road, donde por ser de día no se veía a ninguna prostituta. Gareth le indicó una bocacalle cerca del paseo marítimo.

– Hay que aparcar aquí y seguir a pie -dijo.

El mar tenía color de pizarra y por la arena de la playa corrían perros en pos del palo que les tiraban sus amos. Rebus se sintió retroceder en el tiempo: tiendas de patatas fritas y pescado, y salones de juego. Durante varios años, cuando era pequeño, fue con sus padres y su hermano en verano a una caravana en St. Andrews o a una pensión barata de Blackpool. Desde entonces, todas las playas le recordaban aquella época.

– ¿Te has criado aquí? -preguntó a Gareth.

– En un piso de Gorgie.

– Has subido de categoría -comentó Rebus.

Gareth se encogió de hombros y empujó una cancela.

– Aquí es.

Un camino conducía a través del jardín a dos adosados de cuatro pisos con doble entrada. Rebus miró la fachada y vio que todo eran ventanas que daban a la playa.

– Muy distinto a Gorgie -musitó mientras seguía los pasos de Gareth.

El joven abrió con llave y gritó que había llegado.

El vestíbulo era corto y estrecho, con puertas y una escalera que Gareth, sin mirar en ninguna habitación, tomó hasta el primer piso seguido por Rebus. Entraron en un estudio de nueve metros de largo con ventanales, decorado y amueblado con gusto, aunque muy moderno, a base de cromados, cuero y cuadros abstractos que desentonaban en aquel salón que conservaba las molduras primitivas y la araña de cristal. Junto a un ventanal había un telescopio de latón sobre trípode de madera.

– ¿Con quién demonios vienes?

Había un hombre sentado a una mesa junto al telescopio. Usaba gafas que sujetaba con un cordoncillo al cuello, tenía el pelo gris plateado, un rostro más curtido que envejecido e iba bien afeitado.

– Señor Baird, soy el inspector Rebus.

– ¿Qué ha hecho esta vez? -preguntó Baird cerrando el periódico que leía y mirando furioso a su hijo.

Lo había dicho en tono resignado más que airado y Rebus pensó que al muchacho no le iban bien las cosas en la pequeña empresa familiar.

– Señor Baird, no se trata de Gareth, sino de usted.

– ¿De mí?

Rebus dio la vuelta al cuarto.

– Las viviendas subvencionadas del Ayuntamiento han mejorado mucho -dijo.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Baird, mirando al mismo tiempo a su hijo como requiriendo una explicación.

– Papá, me estaba esperando y me hizo dejar allí el coche y todo -espetó Gareth.

– El fraude es un delito, señor Baird -dijo Rebus-. A mí no deja de sorprenderme, pero los jueces lo detestan más que el robo con allanamiento o el atraco. Porque, en definitiva, ¿a quién engaña? No es a una persona concreta, sino a esa entidad anónima llamada Ayuntamiento, y se le van a echar encima como lobos -añadió Rebus moviendo la cabeza.

Baird se recostó en la silla y cruzó los brazos.

– Y, además, usted -prosiguió Rebus- no se contentó con una pequeñez… ¿Cuántos pisos tiene en subarriendo? ¿Diez? ¿Veinte? Ha enganchado a toda su parentela… y hasta a algunas tías y tíos fallecidos.

– ¿Ha venido a detenerme?

Rebus negó con la cabeza.

– Estoy dispuesto a irme por donde he venido en cuanto obtenga lo que quiero.

Baird mostró de pronto interés al ver que podía entenderse con él, aunque sin acabar de creérselo.

– Gareth, ¿le acompaña alguien?

Gareth movió la cabeza de un lado a otro.

– Me estaba esperando en el piso -dijo.

– ¿No había nadie en la calle, en un coche?

Gareth negó de nuevo con la cabeza.

– Vinimos en el suyo él y yo.

Baird reflexionó un instante.

– Bien, ¿cuánto va a costarme?

– Contestar unas preguntas. El otro día mataron a uno de sus realquilados.

– Yo les digo que no se metan en nada -replicó Baird, dispuesto a defenderse de cualquier alegación como dueño del piso.

Rebus estaba junto al ventanal mirando la playa y el paseo por donde caminaba una pareja de ancianos cogidos de la mano, y le irritó pensar que tal vez contribuyesen a los fraudes de un buitre como Baird o que quizá sus nietos estuvieran hacía tiempo en la lista de espera de viviendas subvencionadas.

– Muy acertado por su parte, desde luego -comentó Rebus-. Lo que necesito es el nombre y el país de origen.

Baird hizo un gesto despectivo.

– Yo no les pregunto de dónde son. Una vez cometí ese error y quedé bien escarmentado. A mí lo único que me importa es que todos necesitan un techo y si el Ayuntamiento no quiere o no puede ayudarles, lo hago yo.