– Por una cantidad.
– Una cantidad razonable.
– Qué gran corazón. Así que no sabe su nombre…
– Le llamaban Jim.
– ¿Jim? ¿Fue idea suya?
– Mía.
– ¿Cómo le conoció?
– Los clientes saben encontrarme. Por el boca a boca, podríamos decir. No sería así si no les gustara lo que obtienen.
– Obtienen pisos subvencionados del Ayuntamiento y le pagan más de lo debido por el privilegio -Rebus aguardó en vano que Baird alegara algo, consciente de que la mirada del hombre le decía «Suéltelo de una vez»-. ¿Y no tiene ni idea de su nacionalidad? ¿De qué país venía? ¿Cómo llegó aquí?
Baird negó con la cabeza.
– Gareth, ve a por una cerveza a la nevera.
Gareth no se hizo rogar y Rebus se quedó con las ganas de que hubiera dicho «unas cervezas».
– ¿Cómo se entiende con toda esa gente que no habla inglés?
– Hay maneras. Por signos y mímica.
Gareth volvió con una sola lata, que tendió a su padre.
– Gareth estudió francés en el colegio y pensé que podría servirnos -añadió Bird bajando la voz al final de la frase, por lo que Rebus dedujo que el chico no había respondido a sus expectativas.
– Con Jim no había que hacer mímica -terció Gareth para aportar su granito de arena-, porque hablaba un poco de inglés, aunque no tan bien como su amiga…
El padre le miró enfurecido, pero Rebus se interpuso entre ambos.
– ¿Qué amiga? -preguntó al muchacho.
– Una mujer… de mi edad aproximadamente.
– ¿Vivían juntos?
– Jim vivía solo. Me dio la impresión de que era una conocida.
– ¿Del barrio?
– Me imagino.
Baird se puso en pie.
– Bueno, ya le hemos dicho lo que quería -anunció.
– ¿Seguro?
– Bien, lo expresaré de otro modo: eso es lo que ha conseguido.
– Eso lo decido yo, señor Baird. Gareth, ¿qué aspecto tenía? -añadió dirigiéndose al hijo.
Pero Gareth había captado la onda.
– No lo recuerdo.
– ¿Qué? ¿Ni siquiera su color de piel? Su edad sí que la recuerdas.
– Era de piel mucho más oscura que Jim. Eso es todo.
– ¿Y hablaba inglés?
Gareth trató de mirar a su padre para que le orientara, pero Rebus le obstruía la visión.
– Hablaba inglés y era amiga de Jim -insistió Rebus-. Y vivía en el barrio… -Dime algo más.
– Eso es todo.
Baird pasó junto a Rebus y puso el brazo por encima de los hombros de su hijo.
– El chico está confuso -dijo-. Si recuerda algo más ya se lo dirá.
– No me cabe la menor duda -dijo Rebus.
– ¿Y es cierto eso que ha dicho de que no nos molestaría?
– Totalmente, señor Baird. Aunque el Departamento de Vivienda tal vez no piense igual.
Baird hizo un gesto de desdén.
– Bien, me marcho -añadió Rebus.
En el paseo soplaba viento y no logró encender el cigarrillo hasta el cuarto intento. Se detuvo un instante mirando los ventanales del estudio y se dio cuenta de que no había almorzado. Como no faltaban pubs en High Street, dejó el coche donde estaba y mientras se dirigía a pie hasta el más cercano llamó a Mackenzie y le puso al corriente de la visita a Baird. Cortó la comunicación al entrar y pidió una caña y un panecillo de ensalada de pollo. El local olía aún a la sopa y a los bocadillos que habían servido para el almuerzo. Un cliente habitual pidió al camarero que pusiera la cadena de las carreras de caballos, y mientras éste cambiaba de canal con el control remoto pasaron unas escenas que obligaron a Rebus a dejar de masticar.
– Vuelva atrás -dijo con la boca llena.
– ¿Cuál quiere?
– Guau, eso.
Era un noticiario local sobre una manifestación al aire libre en Knoxland con pancartas improvisadas:
NO NOS HACEN CASO
NO PODEMOS VIVIR ASÍ
LOS DEL BARRIO TAMBIÉN NECESITAMOS AYUDA
El reportero entrevistaba a la pareja del piso anexo al de la víctima, y Rebus captó algunas frases: «Es responsabilidad del Ayuntamiento… No nos hacen caso… Los meten aquí sin más… Nosotros les tenemos sin cuidado». Era como si les hubiesen aleccionado con frases hechas. El periodista se volvió hacia un hombre de aspecto asiático bien vestido con gafas de montura plateada. En la pantalla apareció el nombre de Mohamed Dirwan, de la asociación Nuevos Ciudadanos de Glasgow.
– Ahí hay mucha gente loca -comentó el camarero.
– En Knoxland pueden meter todo lo que quieran -añadió un cliente habitual.
Rebus se volvió hacia él.
– ¿Todo lo que quieran de qué?
El hombre se encogió de hombros.
– Llámelos como le guste…, refugiados o chorizos. Sean lo que sean, yo sé muy bien quién acaba pagando el pato.
– Es cierto, Matty -comentó el camarero, y añadió dirigiéndose a Rebus-: ¿Ha visto lo que quería?
– De sobra -dijo Rebus, y se marchó dejando la cerveza a medias.
Capítulo 8
Knoxland no se había calmado aún cuando Rebus llegó. Los fotógrafos de prensa se enseñaban unos a otros en la pantalla de sus cámaras digitales las fotos que habían tomado, un reportero de radio entrevistaba a Ellen Wylie, y Reynolds Culo de Rata movía indignado la cabeza camino de su coche en un descampado.
– ¿Qué sucede, Charlie? -preguntó Rebus.
– A ver si se despeja un poco el ambiente si les dejamos seguir -gruñó Reynolds.
Subió al coche, cogió una bolsa de patatas fritas empezada y cerró la portezuela con furia como aislándose del mundo.
Entre la multitud que rodeaba la caseta Rebus reconoció algunas caras de la grabación televisiva y vio que las pancartas mostraban ya signos de deterioro. Algunos residentes discutían con Mohamed Dirwan y le apuntaban con el dedo. Visto de cerca, a Rebus Dirwan le pareció un abogado: buena chaqueta negra de lana, zapatos relucientes y un bigote plateado. Gesticulaba con las manos y levantaba la voz por encima de la algarabía.
Rebus miró por la reja que protegía la ventana de la caseta y vio, tal como pensaba, que estaba vacía. Miró a su alrededor y finalmente se dirigió al otro lado del bloque alto y pensó en el ramito de flores silvestres del escenario del crimen ya dispersas y pisoteadas. Que habría dejado allí tal vez la amiga de Jim…
Había una furgoneta sin ventanas aislada y acordonada en una zona destinada a aparcamiento vecinal. Rebus no vio a nadie al volante y llamó con fuerza a las puertas traseras. Tenía cristales negros, pero él sabía que podía verse desde el interior. Abrieron y entró en el vehículo.
– Bienvenido a la caja de juguetes -dijo Shug Davidson sentándose otra vez junto al operador de la cámara.
La furgoneta estaba llena de aparatos de grabación y monitores, que la policía utilizaba para documentar los disturbios en la ciudad e identificar a los agitadores para demostrar los cargos en caso necesario. Por el vídeo de registro, a Rebus le pareció que habían filmado algunas escenas desde el segundo o tercer piso; había secuencias en que el zoom alejaba o aproximaba el encuadre y primeros planos borrosos que de repente quedaban enfocados.
– No se ha producido ninguna violencia -musitó Shug Davidson, y añadió para el operador-: Vuelve un poco atrás, Chris… Ahí; congélalo, por favor.
Vieron una imagen con un parpadeo, que Chris eliminó.
– ¿Quién te preocupa, Shug? -preguntó Rebus.
– John, siempre tan sagaz -dijo Davidson señalando a un personaje en la cola de la manifestación, un hombre con la capucha de la chaqueta verde oliva subida tapándole la cara, de la que sólo se veían la barbilla y los labios-. Creo que estuvo rondando por aquí hace unos meses, cuando aquella banda de Glasgow intentó acaparar el mercado de la droga.
– Pero los metisteis entre rejas, ¿no?
– La mayoría sigue en prisión preventiva, pero algunos volvieron a Glasgow.