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– ¿Y éste anda por aquí?

– No lo sé.

– ¿No se lo has preguntado?

– Se largó nada más ver las cámaras.

– ¿Cómo se llama?

Davidson negó con la cabeza.

– Tengo que averiguar ciertos datos -contestó frotándose la frente-. ¿Qué tal tu jornada, John?

Rebus le explicó la entrevista con Robert Baird.

– Buen trabajo -comentó Davidson con una inclinación de cabeza sin apenas entusiasmo.

– Ya sé que eso no nos lleva muy lejos -dijo Rebus.

– Lo siento, John -añadió Davidson meneando despacio la cabeza-. Necesitamos que aparezca algún testigo. El arma no debe de andar lejos y el asesino tendrá sangre en la ropa. Alguien lo habrá visto.

– La amiga de Jim podría aclararnos alguna cosa. Podemos traer aquí a Gareth a ver si la localiza.

– Es una idea -murmuró Davidson-. Y, entretanto, asistiremos al estallido de Knoxland.

Cuatro pantallas distintas pasaban secuencias de la filmación. En una aparecía un grupo de jóvenes a cierta distancia de la cola de la manifestación. Todos llevaban capucha y un pañuelo cubriéndoles la boca. Al ver al operador, le volvieron la espalda y uno de ellos cogió una piedra y la arrojó sin hacer blanco.

– ¿No ves? -dijo Davidson-. Una cosa así podría ser la chispa que…

– ¿No ha habido agresiones?

– Insultos nada más -dijo Davidson recostándose en el asiento y estirándose-. Hemos concluido el puerta a puerta. Bueno, con los vecinos que se han prestado a hablar. -Hizo una pausa-. Es decir, los «capaces» de hablar. Esto es como la torre de Babel. Con un pelotón de intérpretes no tendríamos ni para empezar -añadió, al tiempo que le sonaban los intestinos y trataba de disimularlo haciendo chirriar la silla.

– ¿Nos tomamos un descanso? -sugirió Rebus, pero Davidson negó con la cabeza-. ¿Y ese tal Dirwan?

– Es un abogado de Glasgow que se ocupa de los refugiados de las barriadas.

– ¿Y a qué ha venido aquí?

– Aparte de la propaganda, tal vez piense que puede conseguir más clientela. Pretende que venga a Knoxland el alcalde en persona y pide una reunión entre los políticos y la comunidad de inmigrantes. Quiere muchas cosas.

– De momento, está bien solo.

– Ya lo veo.

– ¿Te alegra dejarle en el foso de los leones?

– Tenemos hombres ahí fuera, John -replicó Davidson mirándole.

– El ambiente se está caldeando.

– ¿Te ofreces de guardaespaldas?

– Haré lo que me digas -contestó Rebus encogiéndose de hombros-. Aunque sólo sea por tomar el aire -añadió abriendo la puerta.

– Ah, John, tengo un recado para ti: los de drogas reclaman la linterna. Es urgente, me dijeron.

Rebus asintió con la cabeza, salió, cerró la puerta y se dirigió al piso de Jim. La puerta estaba abierta de par en par y no había rastro de la linterna ni en la cocina ni por ninguna parte. El equipo de huellas había pasado ya, pero dudaba que ellos se la hubieran llevado. Al salir, Steve Holly apareció en la puerta del piso contiguo con la grabadora arrimada al oído comprobando el sonido.

«La facilidad, ése es el problema de este país…»

– Tengo entendido que está de acuerdo con eso -dijo Rebus, y el periodista, sobresaltado, paró la grabadora y la guardó.

– Yo hago periodismo objetivo, Rebus, con la opinión de los dos bandos.

– ¿Ha hablado con los desgraciados abandonados en esta leonera?

Holly asintió con la cabeza. Miraba por encima del parapeto para ver si en la calle sucedía algo que pudiera interesarle.

– Incluso encontré gente del barrio a quien no le importan los inmigrantes, lo que me sorprendió; no sé a usted… -dijo encendiendo un cigarrillo y ofreciéndole uno.

– Acabo de fumar -mintió Rebus.

– ¿Le ha servido de algo la foto que publicamos?

– Es posible que nadie se fijara en ella con tantos evasores de impuestos, sobornos y viviendas privilegiadas.

– Es todo verdad -protestó Holly-. No dije que fuera el caso aquí, pero sucede en muchos barrios.

– Si fuera más bajo, su cabeza hasta podría servir de soporte para una pelota de golf.

– Me gusta la frase; a lo mejor la utilizo.

Sonó su móvil y contestó a la llamada dando la espalda a Rebus y alejándose como si el policía no existiera.

Rebus suponía que éste era el modo de trabajar de un tipo como Holly. Al quite de los acontecimientos y prestando atención sólo en la medida en que le interesara para su artículo, y una vez escrito, a otra cosa. Había que llenar el vacío con otra historia. No podía evitar comparar aquel método con la pauta de trabajo de algunos colegas suyos, que borraban de su mente los casos pensando en otros futuros que tuvieran quizás algo fuera de serie o interesante. Pero sabía que también había buenos periodistas muy distintos a Steve Holly, y que muchos de ellos no podían ni verle.

Rebus le siguió hasta la calle camino del altercado que comenzaba a amainar. Ya no quedaban más que unos diez intransigentes discutiendo acaloradamente con el abogado, a quien se había unido un grupo de inmigrantes. Era la ocasión de tomar una foto y las cámaras entraron en acción, pero algún que otro inmigrante se tapó la cara con la mano. Rebus oyó ruido a sus espaldas y una voz que decía: «¡Vamos, Howie!». Se volvió y vio a un joven que caminaba directo hacia el grupo, jaleado por sus amigos a cierta distancia. Con el rostro cubierto y las manos hundidas en los bolsillos frontales de la cazadora, apretó el paso al pasar junto a Rebus, que notó su respiración agitada y casi olió la adrenalina que despedía.

Le agarró del brazo y tiró de él. El joven giró en redondo y sacó las manos de los bolsillos, dejando caer una piedra al suelo y gritando de dolor por la llave que Rebus le hacía doblándole el brazo hacia arriba y obligándole a arrodillarse. La multitud se volvió y las cámaras captaron la escena, sin embargo, Rebus no apartaba la vista de la pandilla por si intentaba lanzar un ataque en masa. Pero no: se alejaron sin el menor ánimo de rescatar a su compañero. Un hombre subió a un BMW desvencijado. Un hombre con una chaqueta verde oliva.

Mientras el jovenzuelo capturado maldecía entre gritos de dolor, Rebus notó la presencia de unos policías de uniforme que le esposaban. Se incorporó y se encontró cara a cara con Ellen Wylie.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó ella.

– Éste, que llevaba una piedra en el bolsillo para tirársela a Dirwan.

– Es mentira -exclamó el muchacho- ¡Me quieren liar!

Le habían quitado la capucha y el pañuelo y Rebus vio una cabeza rapada y un rostro lleno de acné. Le faltaba un diente y abría la boca aturdido por el cariz que habían tomado los acontecimientos. Rebus se agachó y recogió la piedra.

– Aún está caliente -dijo.

– Llévenselo a la comisaría -ordenó Wylie a los dos agentes, y añadió dirigiéndose al joven-: Antes de que te registremos dinos si llevas algún objeto afilado.

– No pienso decir nada.

– Llevadle al coche, muchachos.

Se alejaron con el detenido mientras las cámaras entraban en acción y captaban sus protestas. Rebus se encontró con el abogado frente a él.

– Me ha salvado la vida, señor -afirmó cogiéndole las manos.

– Yo no diría tanto.

Dirwan se volvió hacia los congregados.

– ¿Habéis visto? ¿Habéis visto cómo el odio pasa de padres a hijos? ¡Es como un veneno que se filtra en la tierra que debería nutrirnos! -exclamó tratando de abrazar a Rebus, que se resistió inútilmente-. Es policía, ¿verdad?

– Inspector -asintió Rebus.

– ¡Inspector Rebus! -gritó una voz.

Rebus miró a Steve Holly, que sonreía satisfecho.

– Señor Rebus, estaré en deuda con usted hasta el fin de mis días. Todos lo estamos -añadió Dirwan refiriéndose al grupo de inmigrantes que contemplaban la escena, ignorantes, al parecer, de lo que había acontecido.