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– Antes de que yo entrara -comentó ella.

– La cerraron poco después. Lo único que recuerdo es que me enseñaron el sitio de la horca.

– Precioso -dijo Wylie frenando.

Era la hora punta y todos los que vivían en las cercanías de la ciudad regresaban a casa. No había mejor ruta ni atajos posibles y tenían los semáforos en contra.

– Yo sería incapaz de hacer este viaje todos los días -dijo Rebus.

– Pero es bonito vivir en el campo.

– ¿Por qué? -preguntó él mirándola.

– Hay más espacio y menos mierda de perro.

– ¿Es que en el campo han prohibido los perros?

Ella volvió a sonreír.

– Y por el precio de un piso de dos dormitorios en la Ciudad Nueva puedes tener cinco mil metros cuadrados y una sala de billar.

– Yo no juego al billar.

– Yo tampoco, pero podría aprender. -Wylie hizo una pausa-. Bueno, ¿cuál es el plan en Whitemire?

Rebus reflexionó un instante.

– Tal vez necesitemos un intérprete -dijo.

– No lo había pensado.

– A lo mejor hay uno en el centro, y podría darle la noticia.

– Pero la esposa tendrá que identificar el cadáver.

– Puede decírselo también el intérprete -añadió Rebus.

– ¿Cuando nos hayamos marchado?

– Nosotros preguntamos lo que tenemos que preguntar y nos largamos -replicó Rebus encogiéndose de hombros.

– Y luego dicen que no sabe ser afable… -replicó ella mirándole.

Continuaron en silencio mientras Rebus sintonizaba diversas emisoras. No decían nada de su refriega con el muchacho en Knoxland. Esperaba que nadie lo recogiera. Finalmente, vieron el indicador de la salida de Whitemire.

– Estoy pensando una cosa -dijo Wylie-. ¿No deberíamos haberles avisado de nuestra llegada?

– Ahora es un poco tarde.

– La carretera se convirtió en una pista llena de baches con letreros de prohibido el paso bajo pena de sanción. Habían ampliado la valla de cuatro metros con secciones de metal ondulado gris claro.

– Para que nadie vea el interior -comentó Wylie.

– Ni el exterior -añadió Rebus.

Sabía que había habido manifestaciones contra aquel centro y se imaginó que eran la razón de aquel nuevo revestimiento.

– ¿Qué demonios es eso? -exclamó Wylie.

Miraba hacia una figura a un lado de la pista. Era una mujer muy abrigada delante de una tienda de campaña unipersonal, junto a una pequeña fogata sobre la que colgaba un hervidor. La mujer sostenía una vela encendida y la protegía con el hueco de la mano. Rebus la miró al pasar, pero ella mantuvo la vista en el suelo balbuciendo algo. Cincuenta metros más allá estaba la entrada. Wylie detuvo el Volvo y tocó el claxon, pero no apareció nadie. Rebus bajó del coche, se acercó a una garita y vio por la ventana a un guardián, que comía un bocadillo.

– Buenas tardes -dijo.

El hombre pulsó un botón y se oyó su voz por un altavoz:

– ¿Tiene cita?

– No lo necesito, soy policía -replicó Rebus mostrándole el carnet.

El hombre replicó sin inmutarse:

– Pásemelo.

Rebus lo puso en la bandeja de metal y observó cómo el guardián lo examinaba y llamaba por teléfono, sin lograr oír lo que decía. A continuación el guardián anotó los datos del carnet y volvió a pulsar el botón.

– Matrícula del coche.

Rebus se la leyó y observó que las tres últimas letras eran WYL. Wylie se había comprado una matrícula personalizada.

– ¿Le acompaña alguien? -preguntó el vigilante.

– La sargento Ellen Wylie.

El vigilante le pidió que deletreara el apellido y lo anotó todo. Rebus miró hacia la mujer junto a la pista.

– ¿Ésa siempre está ahí? -preguntó.

El vigilante negó con la cabeza.

– ¿Tiene dentro familia o alguien?

– Es una loca -dijo el vigilante devolviéndole el carnet-. Aparque en el estacionamiento de visitantes y saldrán a buscarles.

Rebus asintió con la cabeza y volvió al Volvo. La barrera se alzó automáticamente pero el vigilante tuvo que salir a abrir la puerta. Les hizo una seña para que entraran y Rebus indicó a Wylie el sitio para las visitas en el aparcamiento.

– He visto que tienes una matrícula personalizada -comentó él.

– ¿Y?

– Pensaba que eran cosas de chicos.

– Es un regalo de mi novio -dijo Wylie-. ¿Qué iba a hacer?

– Ah, ¿quién es el novio?

– A usted no le importa -replicó ella mirándole furiosa.

Entre el aparcamiento y el edificio había otra valla metálica y estaban haciendo la cimentación de un nuevo edificio.

– Menos mal que hay una industria próspera en Lothian Oeste -musitó Rebus.

Del edificio salió un guardián, que abrió la puerta de la valla y preguntó a Wylie si había cerrado el coche.

– Y he puesto la alarma -respondió ella-. ¿Hay muchos robos de coches aquí?

El hombre no captó la ironía.

– Tenemos gente muy desesperada.

En la entrada principal les esperaba un hombre con traje en lugar de uniforme gris, quien dirigió al guardián una inclinación de cabeza indicándole que se retirara. Rebus miró la fachada de piedra desnuda del edificio y sus ventanitas a gran altura; a derecha e izquierda se alzaban anexos de reciente construcción enjalbegados.

– Me llamo Alan Traynor -dijo el hombre dando primero la mano a Rebus y luego a Wylie-. ¿En qué puedo servirles?

Rebus sacó del bolsillo un ejemplar del periódico doblado por la página de la fotografía.

– Creemos que están aquí detenidas estas personas.

– ¿Ah, sí? ¿Cómo han llegado a esa conclusión?

Rebus no contestó.

– Su apellido es Yurgii -añadió.

Traynor examinó la foto y asintió despacio.

– Síganme -dijo.

Les condujo al interior de la cárcel. Para Rebus no era otra cosa a pesar de los retoques. Traynor les explicó las medidas de seguridad y añadió que a los visitantes corrientes era obligado tomarles las huellas dactilares, una fotografía y hacerlos pasar por el detector de metales. El personal con el que se cruzaban vestía uniforme azul y llevaba manojos de llaves a la cintura. Como en una cárcel. Traynor tendría algo más de treinta años y el traje azul marino que lucía estaba hecho a medida de su delgada figura. Peinaba su pelo negro largo con raya a la izquierda y a veces le caía sobre los ojos. Les dijo que era el subdirector y que su jefe estaba de baja por enfermedad.

– ¿Algo grave?

– Estrés -contestó Traynor encogiéndose de hombros como dando a entender que era lo natural.

Le siguieron por una escalera y cruzaron una oficina de planta diáfana donde había una joven sentada ante un ordenador.

– ¿Aún no se ha marchado a casa, Janet? -preguntó Traynor con una sonrisa.

La joven no respondió, pero no dejó de mirarles, a la expectativa. En un momento en que Traynor no observaba, Rebus dirigió un guiño a Janet Eylot.

El despacho de Traynor era pequeño y funcional. A través de un vidrio se veían unos monitores del circuito cerrado de televisión enfocado a una docena de puntos del edificio.

– Lo siento, sólo hay una silla -dijo situándose detrás de la mesa.

– Yo estoy bien de pie, señor -dijo Rebus.

Hizo una señal a Wylie con la barbilla para que se sentara, pero ella optó por permanecer de pie. Traynor tomó asiento en su sillón y miró a los dos policías.

– ¿Están aquí los Yurgii? -preguntó Rebus fingiendo interés por los monitores.

– Sí, están aquí.

– ¿Y el marido no?

– Escapó… -respondió Traynor encogiéndose de hombros-, pero no de aquí, sino del Servicio de Inmigración.

– ¿Y ustedes no forman parte del Servicio de Inmigración?

Traynor replicó con desdén:

– Whitemire está administrado por Cencrast Security, que a su vez es una subcontrata de ForeTrust.