– Señor y señora Jardine. Dicen que son de Banehall.
Siobhan dejó de escribir. Los conocía.
– Dígales que ahora mismo voy -añadió mientras colgaba y cogía la chaqueta del respaldo de la silla.
– ¿Otro que nos deja? Parece que nuestra compañía no agrada a nadie, Col -dijo Hawes dirigiéndose a Tibbet con un guiño.
– Tengo una visita -replicó Siobhan.
– Recíbela aquí -propuso Hawes abriendo los brazos-. Cuantos más seamos más nos divertiremos.
– Ya veremos -dijo Siobhan.
Al salir vio que Hawes pulsaba otra vez el botón de la fotocopiadora y Tibbet leía algo en la pantalla del ordenador moviendo los labios. No pensaba recibir allí a los Jardine, con aquel olor, la humedad y la vista al aparcamiento… Los Jardine se merecían algo mejor.
«Y yo», pensó sin poder evitarlo.
Hacía tres años que no los veía. Habían envejecido mal. John Jardine estaba casi calvo y el poco pelo que le quedaba eran canas. Su esposa Alice también tenía algunas; llevaba el pelo recogido hacia atrás y eso le hacía el rostro más grande y severo. Había engordado y vestía como si hubiera elegido las prendas al azar: una falda larga de pana marrón con leotardos azul marino y zapatos verdes, y blusa a cuadros con chaqueta roja a cuadros. John Jardine se había esforzado algo más, llevaba traje y corbata y una camisa pasable.
– Señor Jardine, siguen teniendo gatos -dijo Siobhan quitándole unos pelos de la solapa.
Él lanzó una breve risita nerviosa, apartándose para que su esposa diera la mano a Siobhan, pero ella en vez de estrechársela se la cogió entre las suyas reteniéndola. La miraba con ojos enrojecidos y Siobhan pensó que la mujer esperaba que ella leyera algo en ellos.
– Nos han dicho que es sargento -comentó John Jardine.
– Sargento de investigación, sí -contestó Siobhan sin dejar de mirar a Alice Jardine a los ojos.
– Enhorabuena. Fuimos a su antigua comisaría y nos dijeron que la habían trasladado aquí, porque estaban reorganizando el DIC… -Se restregaba las manos como lavándoselas.
Siobhan sabía que era cuarentón, pero parecía diez años mayor, igual que su mujer. Tres años atrás Siobhan les sugirió terapia de ayuda psicológica, y de no haber seguido su consejo no lo habrían superado, porque aún se notaba que estaban afectados y desconcertados por el duelo.
– Hemos perdido a una hija -dijo finalmente Alice Jardine con voz queda soltándole la mano- y no queremos perder otra. Por eso venimos a pedirle ayuda.
Siobhan miró a uno y a otro sucesivamente, consciente de que el sargento de recepción también les observaba sin dejar de mirar la pintura desconchada de las paredes, las pintadas borradas y las fotos de «Se busca».
– ¿Quieren tomar un café? -dijo sonriente-. Podemos ir aquí cerca, a la vuelta de la esquina.
Allí fueron. Era un café, que a la hora del almuerzo hacía de restaurante. En una mesa con vistas a la calle, un hombre de negocios terminaba de almorzar hablando por el móvil y rebuscando papeles en la cartera. Siobhan llevó al matrimonio a un compartimento apartado de los altavoces de la pared. Sonaba una música ambiental anodina que rompía el silencio, una melodía vagamente italiana. El camarero, sin embargo, era cien por cien escocés.
– ¿Quieren comer algo también? -preguntó con vocales cerradas y nasales; en la pechera de su camisa blanca de manga corta lucía una mancha de salsa de tomate de cierta antigüedad y exhibía unos brazos fuertes con tatuajes descoloridos de cardos y aspas.
– No, sólo café -dijo Siobhan-. Yo, al menos… -añadió mirando al matrimonio sentado frente a ella, pero ellos dijeron también que no con la cabeza.
El camarero se dirigió a la cafetera exprés, pero le llamó el del móvil para encargarle algo que obviamente merecía más atención que el servicio de tres simples cafés. Bueno, Siobhan no tenía mucha prisa por volver a la comisaría, aunque no estaba segura de que allí fuera a tener una conversación muy agradable.
– Bien, ¿qué tal van las cosas? -se sintió obligada a decir.
Se miraron uno a otro antes de contestar.
– No muy bien -repuso el señor Jardine-. Las cosas no han ido… muy bien.
– Sí, lo comprendo.
Alice Jardine se inclinó sobre la mesa.
– No es por Tracy -comentó-. Bueno, claro que la echamos de menos… -añadió bajando la mirada-. Quien ahora nos preocupa es Ishbel.
– Estamos muy preocupados -añadió el marido.
– Porque se ha ido de casa, ¿sabe? Y ni sabemos por qué ni dónde anda -añadió la señora Jardine rompiendo a llorar.
Siobhan miró hacia el hombre de negocios, pero él no prestaba atención más que a su propia existencia. El camarero sí que se había quedado parado ante la cafetera, y Siobhan le dirigió una mirada como conminándole a que se apresurara a servirles los cafés. John Jardine pasó el brazo por los hombros de su esposa y el gesto le hizo recordar a Siobhan una escena casi idéntica ocurrida tres años atrás: el porche de una casita del pueblo de Banehall del Lothian Oeste y John Jardine tratando de consolar a su esposa. Era una casa limpia y ordenada, orgullo de sus propietarios, adquirida acogiéndose al derecho de compra del programa municipal. Alrededor había calles de casas casi idénticas, entre las que destacaban las de propiedad privada por las puertas y ventanas nuevas, cuidados jardines con vallas renovadas y cancela de entrada. En otro tiempo Banehall había conocido la prosperidad por sus minas de carbón, industria tradicional ya desaparecida, y con ella gran parte del espíritu local. En aquella ocasión, la primera vez que cruzaba la calle principal en coche, Siobhan vio tiendas cerradas con el cartel de «Se vende», gente caminando despacio cargada con bolsas de compra y unos niños junto al monumento a los caídos en la guerra jugando a lanzarse golpes de kárate con las piernas.
John Jardine era repartidor y Alice trabajaba en la cadena de montaje de una fábrica de componentes electrónicos de las afueras de Livingstone; un matrimonio trabajador para que no les faltase nada a ellos ni a sus dos hijas. Pero una de las hijas había sufrido una agresión una noche que salió a Edimburgo. Se llamaba Tracy. Había estado tomando copas y bailando con un grupo de amigos y hacia el final de la tarde cogieron todos un taxi para ir a una fiesta. Pero Tracy quedó rezagada y mientras esperaba otro taxi olvidó la dirección. Como su móvil no tenía batería, volvió a entrar en la discoteca a pedirle a un chico con quien había estado bailando que le prestase el suyo. El chico la acompañó afuera, caminando pegado a ella diciéndole que la fiesta podían tenerla allí mismo; comenzó a besarla a pesar de sus protestas, la abofeteó, la golpeó, la arrastró a un callejón y la violó.
Todo esto le constaba ya a Siobhan cuando acudió a la casa de Banehall porque había intervenido en el caso y había oído la declaración de la víctima y de los padres. No tardaron en dar con el agresor porque era también de Banehall, vivía tres o cuatro calles más allá de High Street y conocía a Tracy del colegio. Su defensa fue la habituaclass="underline" había bebido mucho y no recordaba… y además, ella se había mostrado muy predispuesta. Siempre resultaba difícil condenar a un violador, pero, para satisfacción de Siobhan, a Donald Cruikshank, Donny como le llamaban sus amigos, con la cara marcada para siempre por las uñas de su víctima, le habían declarado culpable con una condena de cinco años.
Aquello habría debido ser el final de la relación de Siobhan con los padres, pero unas semanas después del juicio llegó la noticia de que Tracy había puesto fin a sus diecinueve años con una sobredosis de pastillas. Fue su hermana Ishbel, cuatro años más joven, quien la encontró en su dormitorio.
Siobhan volvió a visitar a los padres, plenamente consciente de que nada de lo que dijera cambiaría las cosas, pero sintiéndose obligada a ello. Los encontró frustrados, no por el sistema, sino por el trato de la vida. Lo que Siobhan no hizo -y tuvo que apretar con ganas los dientes para contenerse- fue ir a la cárcel a ver a Cruikshank para cubrirle de injurias. Recordaba la declaración de Tracy ante el tribunal, con voz quebrada y tartamudeante, sin mirar a nadie, casi avergonzada y casi sin atreverse a tocar la bolsa de las pruebas -su vestido roto y la ropa interior-, y llorando en silencio. El juez sintió lástima y el acusado había recibido la condena meneando la cabeza, incrédulo, con aquella gasa que le cubría la mejilla, y haciéndose la víctima con los ojos en blanco con toda desvergüenza.