– Es decir, ¿una empresa privada?
– Exacto.
– ForeTrust es una empresa estadounidense, ¿verdad? -preguntó Wylie.
– Eso es. Propietaria de cárceles en Estados Unidos.
– ¿Y en Gran Bretaña?
Traynor se limitó a asentir con una inclinación de cabeza.
– Bien, en cuanto a los Yurgii… -añadió jugueteando con la pulsera del reloj, dando a entender que tenía otras cosas que hacer.
– Bueno, señor -dijo Rebus-, le he mostrado el periódico y ni se ha inmutado. Como si no le interesara el titular del artículo. -Hizo una pausa-. Por lo que me da la impresión de que ya conocía el suceso, lo cual me hace preguntarme por qué no nos llamó -añadió apoyando los nudillos en la mesa e inclinándose.
Traynor le miró a la cara y luego dirigió la vista a las pantallas.
– Inspector, ¿sabe usted la mala prensa que tenemos? Más de lo que merecemos… muchísimo más. Pregunte a los equipos de inspección que nos controlan trimestralmente. Le dirán que ésta es una empresa humana y eficiente y que no escatimamos en gastos -añadió señalando una pantalla en la que se veía a un grupo de hombres jugando a las cartas en una mesa-. Sabemos que son personas y les tratamos como tales.
– Señor Traynor, si hubiera querido el folleto de la empresa lo habría pedido al entrar -dijo Rebus inclinándose más para que el joven no esquivara su mirada-. Leyendo entre líneas desde la perspectiva corporativa, yo diría que temió que Whitemire se viera envuelto en el caso y por eso no hizo nada… Y eso, señor Traynor, es obstaculización de la justicia. ¿Cuánto tiempo cree que Cencrast le mantendría en su empleo teniendo una ficha policial?
El rostro de Traynor enrojeció.
– No puede probar que yo supiera nada -farfulló.
– Pero puedo intentarlo, ¿no es cierto? -añadió Rebus con la sonrisa más desagradable que se haya visto en la vida. Se irguió volviéndose a Wylie, le dirigió una sonrisa muy distinta y encaró de nuevo a Traynor-. Bien, volvamos a los Yurgii, ¿le parece?
– ¿Qué quiere saber?
– Todo.
– Yo no conozco la historia de los detenidos -replicó Traynor a la defensiva.
– Entonces, consulte el expediente.
Traynor asintió con la cabeza y salió a pedir la documentación a Janet Eylot.
– ¡Muy bien! -jaleó Wylie a Rebus en voz baja.
– Y además divertido.
Rebus endureció el gesto al regresar Traynor. El joven se sentó y consultó ceñudo varias hojas. La historia que contó no tenía mucho de particular: los Yurgii eran kurdos turcos que habían emigrado a Alemania alegando que corrían peligro en su país, donde habían desaparecido otros miembros de la familia; el padre declaró llamarse Stef. Traynor guardó silencio unos instantes.
– No tenían documentos de identidad ni nada que demostrase que era cierto -continuó-. No parece un nombre kurdo, ¿no creen? Afirmó que era periodista…
Sí, un periodista que escribía artículos críticos contra el Gobierno y que utilizaba varios seudónimos para proteger a su familia, de la que habían desaparecido un tío y un primo, supuestamente detenidos para ser sometidos a tortura y obtener información sobre Stef.
– Dice tener veintinueve años, pero también puede ser mentira, claro.
La esposa tenía veinticinco, y los hijos, seis y cuatro. Manifestaron a las autoridades alemanas que querían vivir en el Reino Unido, y los alemanes estuvieron encantados de tener cuatro refugiados menos. Sin embargo, tras considerar el caso de la familia, Inmigración de Glasgow dictaminó la deportación; primero a Alemania y después probablemente a Turquía.
– ¿Se alega algún motivo? -preguntó Rebus.
– Por no demostrar que eran emigrantes económicos.
– Qué fuerte -comentó Wylie cruzando los brazos-. Como demostrar que no eres bruja.
– Esas cuestiones se abordan con gran meticulosidad -dijo Traynor a la defensiva.
– Bien, ¿cuánto tiempo llevan aquí? -preguntó Rebus.
– Siete meses.
– Es mucho tiempo.
– La señora Yurgii se niega a marcharse.
– ¿Puede hacerlo?
– Su caso lo lleva un abogado.
– No será el señor Dirwan…
– ¿Cómo lo ha adivinado?
Rebus se maldijo para sus adentros: si hubiera aceptado el ofrecimiento de Dirwan, éste habría podido dar la noticia a la viuda.
– ¿Habla inglés la señora Yurgii? -preguntó.
– Algo.
– Tendrá que venir a Edimburgo a identificar el cadáver. ¿Cree que lo entenderá?
– No tengo ni idea.
– ¿Tienen aquí algún intérprete?
Traynor negó con la cabeza.
– ¿Los niños están con ella? -preguntó Wylie.
– Sí.
– ¿Todo el día? -Traynor asintió con la cabeza-. ¿No van al colegio?
– Viene un maestro a darles clase.
– ¿A cuántos niños exactamente?
– Entre cinco y veinte, según el número de detenidos.
– ¿Todos de distinta edad y de varias nacionalidades?
– Nigerianos, rusos, somalíes…
– ¿Para un solo maestro?
Traynor sonrió.
– No haga caso de los periódicos, sargento Wylie. Ya sé que nos llaman el «campo de concentración de Escocia» y la gente se manifiesta alrededor del recinto cogida de las manos. -Hizo una pausa con cara de cansado-. Aquí nos ceñimos al procedimiento y nada más. No somos monstruos ni esto es una cárcel. Los edificios nuevos que han visto al entrar son para alojar a las familias, y hay televisión y cafetería, ping-pong y máquinas dispensadoras…
– ¿Y cuántos de ellos no van a parar a la cárcel? -preguntó Rebus.
– Si hubieran abandonado el país cuando se les dijo, no estarían aquí -replicó Traynor dando una palmadita en el expediente-. Es la decisión de las autoridades -añadió con un suspiro-. Bien, supongo que querrán ver a la señora Yurgii.
– Sí, pero antes díganos qué consta en el expediente sobre la desaparición de Stef-dijo Rebus.
– Que cuando fueron a buscarle al piso…
– Que estaba, ¿dónde?
– En Sigthill, en Glasgow.
– Un barrio muy alegre.
– Mejor que muchos, inspector. Bien, cuando llegaron, el señor Yurgii no estaba y según su esposa se había marchado la víspera.
– ¿Se enteró de que iban a buscarle?
– No era ningún secreto. Se había celebrado el juicio y el abogado se lo había comunicado.
– ¿No tenía medios para mantenerse?
– No, a menos que Dirwan le avalase -respondió Traynor encogiéndose de hombros.
Bien, era algo para preguntar al abogado, se dijo Rebus.
– ¿No intentó ponerse en contacto con su esposa?
– Que yo sepa, no.
Rebus reflexionó un instante y se volvió hacia Wylie por si tenía alguna pregunta que hacer, pero ella hizo una mueca de renuncia.
– Bien, vamos a ver a la señora Yurgii -dijo.
Había terminado la cena y en la cantina quedaba poca gente.
– Todos comen a la misma hora -comentó Wylie.
Un guardián uniformado discutía con una mujer con la cabeza cubierta por un chal y con un niño pequeño apoyado en su hombro, a quien el guardián quería quitar una fruta.
– A veces se llevan comida a las habitaciones -dijo Traynor.
– ¿Y está prohibido?
Traynor asintió con la cabeza.
– No los veo; deben de haber terminado. Síganme.
Les condujo por un pasillo con una cámara del circuito cerrado de televisión. Era un edificio nuevo y limpio, pero para Rebus no dejaba de ser una cárcel.
– ¿Ha habido suicidios? -preguntó.
– Un par de intentos -dijo Traynor mirándole furioso-. Y uno que se declaró en huelga de hambre. En estos sitios ya se sabe.
Se detuvo ante una puerta abierta y señaló con la mano. Rebus miró y vio un cuarto de cuatro por cinco metros con una litera, una cama, un armario y una mesa, en la que se entretenían dos niños con lápices de colores hablando en voz baja. La madre estaba sentada en la cama mirando al vacío con las manos en el regazo.