– Señora Yurgii, soy policía -al decirlo los chicos les miraron- y ésta es mi colega. ¿Podemos hablar sin que estén los niños?
Ella le observó un buen rato sin pestañear hasta que las lágrimas comenzaron a bañarle las mejillas, al tiempo que su boca se crispaba conteniendo los sollozos. Los niños se acercaron a ella y la abrazaron. La escena era como una repetición de situaciones anteriores. El niño, que tendría seis o siete años, miró a los intrusos con lágrimas en los ojos pero con gesto adusto.
– Marche. No haga esto a nosotros -dijo.
– Tengo que hablar con tu madre -replicó Rebus con voz queda.
– No está permitido. Lárguese -dijo el crío con gran soltura y perfecto acento local.
Habría aprendido de los guardianes, pensó Rebus.
– De verdad que tengo que hablar con…
– Lo sé -terció de pronto la mujer-. Él… ya no… -Sus ojos miraron suplicantes a Rebus, quien sólo supo asentir con la cabeza. Ella se abrazó a los niños-. Él ya no -repitió.
La niña rompió a llorar, pero su hermano no. Era como si supiera que la vida volvía a dar un vuelco y le exigía enfrentarse a una nueva prueba.
– ¿Qué sucede? -preguntó la mujer con chal de la cantina, que se había acercado a la puerta.
– ¿Conoce a la señora Yurgii? -preguntó Rebus.
– Es amiga mía -contestó ella; ya no llevaba al niño, que había dejado en su hombro una mancha de leche y saliva, y entró en el cuarto y se puso en cuclillas delante de la viuda-. ¿Qué ha sucedido? -preguntó con voz profunda, imperativa.
– Le hemos traído malas noticias -contestó Rebus.
– ¿Qué noticias?
– Se trata del esposo de la señora Yurgii -dijo Wylie.
– ¿Qué le ha ocurrido? -añadió la mujer con mirada de temor, imaginándoselo.
– Nada bueno -terció Rebus-. Su marido ha muerto.
– ¿Muerto?
– Le han matado y tendrá que identificar el cadáver. ¿Los conocía de antes de venir aquí?
La mujer le miró como si fuera idiota.
– Ninguno nos conocíamos antes de estar aquí -replicó con peculiar énfasis en la última palabra.
– ¿Puede decirle que tendrá que identificar a su esposo? Podemos enviar un coche a recogerla mañana por la mañana.
Traynor alzó una mano.
– No es necesario; tenemos medios de transporte.
– ¿Ah, sí? -terció Wylie escéptica-. ¿Con ventanas enrejadas?
– La señora Yurgii está clasificada como posible fugitiva y soy responsable de ella.
– ¿Y piensa llevarla al depósito en un coche celular?
– Irá escoltada por guardianes -replicó Traynor con mirada furiosa.
– Estoy segura de que la sociedad respirará aliviada.
Rebus puso la mano en el codo de Wylie, que estaba a punto de decir algo, pero ella optó por dar media vuelta y echar a andar por el pasillo. Rebus se encogió ligeramente de hombros.
– ¿A las diez? -preguntó.
Traynor asintió con la cabeza.
– ¿Podría acompañar a la señora Yurgii su amiga? -añadió Rebus dándole la dirección del depósito.
– Sí, cómo no -contestó Traynor.
– Gracias -dijo Rebus, siguiendo a Wylie camino del aparcamiento.
Ella andaba a zancadas, dando puntapiés a piedras imaginarias, observada por un guardián que recorría el perímetro con una linterna a pesar de los focos. Rebus encendió un cigarrillo.
– ¿Te sientes mejor, Ellen?
– ¿Por qué voy a sentirme mejor?
Rebus alzó las manos en gesto de paz.
– Yo no tengo la culpa de tu enfado.
Ella emitió un bufido que se convirtió en suspiro.
– Eso es lo malo: que no sé quién tiene la culpa.
– ¿La dirección? -aventuró a preguntar Rebus-. Los que no vemos nunca -añadió aguardando a que ella asintiera-. En mi opinión -prosiguió-, dedicamos casi todo nuestro tiempo a perseguir lo que llaman la «escoria» y es realmente a la «crema» a quien deberíamos vigilar.
Wylie reflexionó sobre la marcha y acabó asintiendo imperceptiblemente. El guardián se acercó a ellos.
– No se puede fumar -vociferó.
Rebus le miró sin decir nada.
– Está prohibido.
Rebus dio una calada entornando los ojos y Wylie señaló una línea amarilla en el suelo apenas visible.
– ¿Esto para qué es? -preguntó con ánimo de distraer la atención del hombre sobre Rebus.
– Es la zona límite que no pueden cruzar los detenidos -contestó el guardián.
– ¿Por qué demonios no?
El hombre la miró.
– Por si intentan escaparse.
– ¿Pero es que no ve esas puertas y la altura de la valla? ¿Y el alambre de espino y las planchas onduladas…? -replicó ella avanzando hacia él y haciéndole retroceder.
Rebus volvió a cogerla del brazo.
– Vámonos -dijo.
Tiró la colilla, que rebotó en la puntera del zapato reluciente del guardián, esparciendo chispas en la noche. Cuando salían del recinto, la mujer solitaria les miró desde la fogata.
Capítulo 10
– Sí que es… rústico -dijo Alexis Cater recorriendo con la vista las paredes patinadas de nicotina del salón de atrás del Bar Oxford.
– Me alegro de que le guste.
Él esgrimió un dedo.
– Ese fuego que hay en usted me gusta. Yo he apagado bastantes fuegos en mi vida, pero después de encenderlos -añadió sonriendo satisfecho, llevándose el vaso a los labios y degustando la cerveza antes de tragarla-. No está mal, y muy barata. Tengo que tomar nota del local. ¿Es su bar habitual?
Siobhan negó con la cabeza en el momento en que el barman se acercaba a retirar un vaso vacío.
– ¿Qué tal, Shiv?
Ella le hizo un saludo con la cabeza.
– Está descubierta, Shiv -dijo Cater sonriente.
– Siobhan -replicó ella.
– Hagamos un trato, yo la llamo Siobhan si usted me llama Lex.
– ¿Hace tratos con agentes de policía?
Los ojos de Cater chispearon por encima del vaso.
– Me cuesta imaginármela de uniforme… pero merece la pena, cuando menos.
Siobhan se había sentado en el banco pensando que él lo haría enfrente, en la silla, pero Cater se había acomodado a su lado y no dejaba de acortar distancias imperceptiblemente.
– Dígame una cosa -dijo ella-. ¿Esa estrategia de conquistador le da siempre buen resultado?
– No puedo quejarme. Aunque… -añadió mirando el reloj- llevo aquí casi diez minutos y usted aún no me ha preguntado nada sobre mi padre. Puede decirse que es un récord.
– O sea, que a las mujeres les cae bien por ser hijo de papá.
– Tocado -respondió él con una mueca.
– ¿Recuerda por qué hemos concertado esta reunión?
– Dios, no le dé ese cariz tan formal.
– Si quiere formalidad, podemos seguir charlando en Gayfield Square.
– ¿En su piso? -replicó él alzando una ceja.
– En mi comisaría -puntualizó ella.
– Dios mío, qué difícil.
– Lo mismo estaba yo pensando.
– Necesito un cigarrillo -dijo Cater-. ¿Usted fuma?
Siobhan negó con la cabeza y él buscó con la mirada. En la mesa contigua acababa de sentarse un cliente que leía el periódico. Cater miró la cajetilla que tenía sobre la mesa y dijo:
– Perdone, ¿no tendría por casualidad un cigarrillo de más para mí?
– No, de más no. Los necesito todos -respondió el hombre prosiguiendo la lectura.
– Qué clientela tan agradable -comentó Cater volviéndose hacia Siobhan.
Ella se encogió de hombros. No pensaba decirle que había una máquina a la entrada de los servicios.
– El esqueleto -espetó, como recordatorio.
– ¿Qué sucede con el esqueleto? -dijo él reclinándose en el asiento como deseando evadirse.
– Lo robaron del pasillo frente al despacho del profesor Gates.