– ¿Y qué?
– Quiero saber cómo acabó bajo un suelo de hormigón en el callejón Fleshmarket.
– Y yo -replicó él con desdén-. Tal vez pueda venderle la idea a papá para una miniserie.
– Después de cogerlo de la facultad… -añadió ella para darle pie.
Cater movió el vaso formando espuma en la cerveza.
– ¿Me toma por una cita barata que a la primera copa lo cuenta todo?
– De acuerdo, pues… -dijo Siobhan levantándose.
– Termínese la copa al menos -protestó él.
– No, gracias.
Él movió la cabeza de un lado a otro.
– Bueno, como quiera. Siéntese -añadió con un gesto de invitación- y se lo contaré.
Siobhan estaba indecisa, pero acabó por acomodarse en la silla frente a él, al tiempo que Cater desplazaba hacia ella el agua tónica.
– Dios, cuando se embala qué exagerada es.
– Seguro que usted también -replicó ella alzando el vaso.
Al entrar en el bar había pedido ginebra y tónica, pero se las arregló para hacer una seña a Harry e indicarle que no echara ginebra, por eso le había resultado barata la cuenta a Cater.
– Si se lo cuento, ¿acepta que vayamos a comer un bocado después?
Ella le miró furiosa.
– Es que estoy hambriento -insistió él.
– En Broughton Street encontrará un buen quiosco de patatas fritas y pescado.
– ¿Cerca de su piso? Podríamos comprar la cena y llevárnosla allí.
Esta vez Siobhan no pudo evitar una sonrisa.
– Nunca se rinde, ¿verdad?
– No, si no estoy totalmente seguro.
– ¿Seguro de qué?
– De que a la mujer no le intereso -respondió con una sonrisa de oreja a oreja.
El de la mesa contigua se aclaró la garganta mientras pasaba una página.
– Ya veremos -respondió ella, y añadió-: Aún tiene que hablarme de los huesos de Mag Lennox.
Él miró al techo, pensativo.
– Qué tiempos aquellos… Esto será confidencial, ¿no? -espetó.
– Pierda cuidado.
– Pues sí, tiene razón, decidimos tomar prestada a Mag porque íbamos a dar una fiesta y pensamos que sería divertido. La ocurrencia nos vino por una fiesta de un estudiante de veterinaria que sacó un perro disecado del laboratorio y lo puso en el baño, y cada vez que alguien tenía que…
– Ya me lo imagino.
Él se encogió de hombros.
– Es lo que hicimos nosotros con Mag. La pusimos en una silla presidiendo la mesa y luego creo que hasta bailamos con ella. Estábamos todos un poco bebidos, pero pensábamos devolverla…
– ¿Y no lo hicieron?
– Bueno, es que cuando nos despertamos por la mañana se había marchado por sí sola.
– No me venga con cuentos.
– Bien, pues alguien se la llevó.
– Con el esqueleto del niño. ¿Lo cogieron cuando la facultad renovó el material?
Él asintió con la cabeza.
– ¿No averiguaron quién se los llevó?
Cater negó con la cabeza.
– Éramos siete en aquella cena y a continuación vino la fiesta con veinte o treinta personas. Pudo ser cualquiera de ellas.
– ¿Tiene algún sospechoso en particular?
Cater reflexionó un instante.
– Pippa Greenlaw vino con un tipo algo basto, pero era un ligue ocasional y nunca más se supo.
– ¿Tenía nombre?
– Yo diría que sí -respondió él mirándola-, aunque no creo que fuera tan sexy como el de usted.
– Esa Pippa, ¿es también médica?
– Dios, no. Trabaja en relaciones públicas. Ahora que lo pienso fue así como conoció a su galán. Un futbolista. -Hizo una pausa-. Bueno, quería ser futbolista.
– ¿Tiene algún número de teléfono de Pippa?
– Debo de tenerlo… No sé si será el mismo… -añadió inclinándose hacia delante-. Claro que no lo llevo encima. Por consiguiente, creo que tendremos que acordar otro rendez-vous.
– Sí; es decir, usted me llama y me lo dice -replicó ella tendiéndole una tarjeta-. Si no estoy, deje el mensaje a la telefonista de la comisaría.
La sonrisa de Cater se suavizó mientras la miraba e inclinaba la cabeza a un lado y a otro.
– ¿Qué pasa? -inquirió ella.
– Estoy pensando hasta qué extremo esa actitud de Dama de Hielo es pura pose. ¿Nunca abandona su papel? -añadió estirando el brazo por encima de la mesa, asiéndola de la muñeca y besándosela.
Siobhan se zafó de un tirón; él se reclinó en el asiento con cara de embeleso.
– Fuego y hielo -musitó Cater-. Una buen mezcla.
– ¿Quiere ver otra buena mezcla? -dijo el cliente de la mesa contigua cerrando el periódico-. ¿Qué tal un puñetazo en la cara y una patada en el culo?
– ¡Oh, cielos, sir Galahad! -exclamó Cater riendo-. Lo siento, amiguete, no hay ninguna damisela que requiera sus servicios.
El hombre se puso en pie y se situó ante ellos, pero Siobhan se interpuso tapando a Cater.
– Déjalo, John -dijo, y añadió para Cater-: Más vale que se escabulla.
– ¿Conoce a este primate?
– Es colega mío -dijo Siobhan.
Rebus estiró el cuello pare ver mejor a Cater.
– Dele ese número, amigo. Y déjese de galanteos.
Cater se levantó, recreándose en apurar despacio su cerveza.
– Ha sido una velada deliciosa, Siobhan. A ver si la repetimos. Con o sin mono amaestrado.
– ¿Ese Aston de fuera es suyo, amigo? -preguntó el barman asomándose a la puerta del salón.
– Es bonito, ¿verdad? -replicó Cater con soltura.
– Pues no sé, pero un cliente lo ha confundido con un urinario.
Cater ahogó un grito y subió corriendo los escalones hacia la salida. Harry les dirigió un guiño y volvió a la barra, mientras ellos se miraban intercambiando una sonrisa.
– Pegajoso de mierda -murmuró Rebus.
– Tal vez sea comprensible, teniendo en cuenta quién es el padre.
– Sí, claro, su papá se lo ha dado todo hecho -comentó Rebus sentándose a su mesa, al tiempo que Siobhan volvía la silla hacia él.
– Puede que sea una pose.
– Como la tuya, Dama de Hielo.
– ¿Y la tuya, señor Hosco?
Rebus hizo una mueca y se llevó el vaso a los labios. Siobhan había advertido la manera que tenía de abrir la boca al beber, como si mordiera el líquido con los dientes.
– ¿Quieres otra? -dijo.
– ¿Tratas de retrasar el momento de la verdad? -replicó él en broma-. Bueno, ¿por qué no? Más barato que allí, será.
Siobhan volvió con las bebidas.
– ¿Qué tal en Whitemire?
– Lo mejor que cabía esperar. Un guardián sacó a Ellen Wylie de sus casillas. -Rebus le explicó la visita hasta aquella escena final-. ¿Por qué crees que se pondría así?
– ¿Sentido innato de la justicia? -aventuró ella-. A lo mejor tiene antepasados emigrantes.
– ¿Como yo?
– Es verdad; me dijiste que eras de origen polaco.
– Yo no. Mi abuelo.
– Seguramente aún tendrás familia en Polonia.
– Dios sabe.
– Bueno, piensa que yo también soy inmigrante, ya que mis padres son ingleses y me criaron al sur de la frontera.
– Pero naciste aquí.
– Y me llevaron a Inglaterra cuando estaba en pañales.
– Eres escocesa, no puedes negarlo.
– Yo sólo digo…
– Somos una nación mestiza. De siempre. Colonizada por los irlandeses y violada y pillada por los vikingos. Cuando era niño, todas las tiendas de pescado y patatas fritas las regentaban italianos y en clase tenía compañeros de apellido polaco y ruso… -Miró su vaso-. Y no recuerdo que a nadie le apuñalaran por eso.
– Pero tú te criaste en un pueblo.
– ¿Y qué?
– Me refiero a que Knoxland es distinto.
Él asintió con la cabeza y apuró la cerveza.
– Vamos -dijo.
– Me queda medio vaso.
– ¿Acaso se raja, sargento Clarke?
Siobhan ahogó una protesta, pero se puso en pie.