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– ¿Has estado en un local de éstos?

– Un par de veces -contestó Rebus-. En despedidas de soltero.

Aparcaron en Bread Street, frente a uno de los hoteles más elegantes de Edimburgo. Rebus pensó qué impresión causaría a los huéspedes salir de sus lujosas habitaciones y encontrarse en medio del triángulo púbico. La zona se extendía desde los bares con espectáculo de Tollcross y Lothian Road hasta Lady Lawson Street. Locales con carteles que anunciaban «las "jarras" más grandes de Edimburgo» -con el doble sentido de tetas-, «reservados para personas de categoría», «animación continua». De momento no había más que un discreto sex-shop y ni el menor indicio de que por allí hicieran la calle las prostitutas de Leith.

– Me trae ciertos recuerdos -dijo Rebus-. Tú no estabas aquí en los setenta, ¿verdad? En los pubs, a la hora del almuerzo, había go-gos y, cerca de la universidad, un cine de películas porno…

– Qué felicidad verte tan nostálgico -comentó Siobhan con gran frialdad.

Su destino era un pub renovado enfrente de una tienda vacía. Rebus recordaba algunos de sus nombres anteriores: The Laurie Tavern, The Wheaten Inn o The Snakepit; ahora se llamaba The Nook. Un cartel sobre las lunas negras proclamaba los placeres en oferta y prometía «tarjeta de socio de oro inmediata». Un par de gorilas impedían en la puerta la posible entrada de borrachos e indeseables. Los dos tenían sobrepeso, llevaban la cabeza rapada e idéntico traje oscuro color granito con camisa sin corbata, además de un auricular minúsculo para recibir aviso en caso de trifulca en el interior.

– Tarará y Tararí -dijo Siobhan en voz baja.

Era a ella a quien miraban más que a Rebus, pues las mujeres no eran clientes habituales de The Nook.

– Lo siento, no se admiten parejas -dijo uno de los porteros.

– Hola, Bob -replicó Rebus-. ¿Cuándo has salido?

El gorila tardó un momento en reconocerle.

– Tiene buen aspecto, señor Rebus -dijo.

– Y tú; debes de haber utilizado el gimnasio en Saughton. -Rebus se volvió hacia Siobhan-. Te presento a Bob Dodds, que purgaba seis años por agresión grave.

– Me los redujeron en apelación -añadió Dodds-. Y aquel cabrón se lo merecía.

– Sí, había dejado plantada a tu hermana, ¿no es eso? Y tú le apañaste con un bate de béisbol y un cuchillo Stanley. Y aquí estás, tan pancho -añadió Rebus con una sonrisa-. Y desempeñando una función social útil.

– ¿Es policía? -preguntó finalmente su compañero.

– Yo también -dijo Siobhan-. Así que, con parejas o sin parejas, vamos a entrar.

– ¿Quieren ver al director? -preguntó Dodds.

– Más o menos.

Dodds sacó un walkie-talkie del bolsillo.

– Puerta a oficina.

Se oyeron unos chasquidos de estático y una voz entre interferencias:

– ¿Qué coño pasa ahora?

– Dos policías quieren verle.

– ¿Buscan un soborno o qué?

Rebus arrebató el aparato a Dodds.

– Sólo queremos hablar, señor. Si nos ofrece un soborno, es un asunto que podemos tratar en comisaría.

– Era en broma, por Dios bendito. Que les acompañe Bob.

Rebus devolvió el transmisor a Dodds.

– Creo que nos ha admitido como socios de oro -dijo.

Nada más cruzar la puerta se encontraron con una mampara que impedía la vista del local antes de pagar la entrada. En el mostrador de recepción, una mujer de mediana edad atendía ante una caja registradora antigua. Cubría el suelo una moqueta carmesí y morada, las paredes eran negras con minúsculos filamentos luminosos como imitando el cielo estrellado o para evitar que los clientes leyeran a la primera la lista de precios y de medidas de las bebidas. La barra era muy parecida a la que Rebus recordaba de la época de la Laurie Tavern, con la salvedad de que no había cerveza de barril; sólo cerveza de botella, más cara. Ocupaba ahora el centro del local un pequeño escenario con dos barras metálicas relucientes que llegaban hasta el techo, y una mujer de piel oscura bailaba al son de una melodía a todo volumen para apenas una docena de clientes. Siobhan advirtió que mantenía los ojos cerrados, concentrada en la música. Había otros dos hombres sentados en un sofá cercano y una mujer con los senos desnudos bailando delante de ellos. Vio una flecha que señalaba en dirección a un «Reservado para VIPs» velado por cortinajes negros. Unos ejecutivos con traje ocupaban tres taburetes de la barra y consumían una botella de champán.

– Más tarde está más animado -comentó Dodds a Rebus-. Y los fines de semana es una locura.

Cruzaron el local y se detuvieron ante una puerta con el cartel de «Privado». Dodds pulsó unos números de un teclado, la abrió y les hizo pasar.

Cruzaron un pasillo estrecho hasta una puerta al fondo. Dodds se detuvo y llamó.

– ¡Adelante! -dijo una voz al otro lado.

Rebus hizo a Dodds una señal con la cabeza para que se retirase y giró el pomo.

El despacho no era más grande que un trastero y lo llenaban casi por completo unas estanterías atiborradas de papeles, piezas y trozos de maquinaria, la bomba de un surtidor de cerveza y una vieja máquina de escribir eléctrica. Había una caja fuerte de museo abierta con cajas de pajitas para bebidas y de servilletas de papel y, detrás de la mesa, una ventanita enrejada, que Rebus pensó daría algo de luz por el día. El resto del espacio lo llenaban recortes de fotos de la prensa sensacionalista de clientes saliendo de The Nook, entre los que reconoció a un par de futbolistas cuya carrera había quedado truncada.

El hombre sentado a la mesa tendría algo más de treinta años. Llevaba una camiseta ajustada que ponía de relieve su torso musculoso y dejaba ver sus fuertes brazos; tenía el rostro bronceado y el pelo negro azabache muy corto. El único adorno era un reloj de oro con exceso de esferas. Sus ojos azules brillaban en aquel cuarto poco iluminado.

– Stuart Bullen -dijo tendiendo la mano sin levantarse.

Rebus se presentó e hizo lo propio con Siobhan y, tras estrecharles la mano, Bullen se disculpó por la falta de sillas.

– No caben -dijo encogiéndose de hombros.

– Estamos bien de pie, señor Bullen -dijo Rebus.

– Como ven, en The Nook no hay nada que ocultar, por lo que me extraña su visita.

– Su acento no es de aquí, señor Bullen -comentó Rebus.

– Soy de la costa oeste.

Rebus asintió con la cabeza.

– Creo que su apellido me suena -añadió.

– Para su tranquilidad, le diré que mi padre era Rab Bullen.

– Un gánster de Glasgow -dijo Rebus a Siobhan.

– Un hombre de negocios respetable -corrigió Bullen.

– Que murió de un disparo a quemarropa en la puerta de su casa -dijo Rebus-. ¿Cuánto tiempo hace…, cinco, seis años?

– Si hubiera sabido que quería hablar de mi padre… -replicó Bullen mirándole fijamente.

– No es de su padre de quien quiero hablar -le interrumpió Rebus.

– Señor Bullen, buscamos a una joven -dijo Siobhan- que se llama Ishbel Jardine y se ha marchado de su casa -añadió tendiéndole la foto-. ¿La ha visto?

– ¿Por qué iba yo a verla?

Siobhan se encogió de hombros.

– Quizá necesitara dinero, y nos han dicho que usted estaba contratando bailarinas.

– Todos los clubs de Edimburgo contratan bailarinas -replicó él encogiéndose igualmente de hombros-. Van y vienen… Les advierto que mis bailarinas tienen contrato legal y sólo bailan.

– ¿Incluso en los reservados especiales? -preguntó Rebus.

– Se trata de amas de casa y estudiantes…, mujeres que necesitan dinero fácil.

– Mire bien la foto, por favor -dijo Siobhan-. Tiene dieciocho años y se llama Ishbel.

– No la he visto en mi vida -contestó Bullen devolviéndosela-. ¿Quién les dijo que contrataba bailarinas?