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– Recibimos esa información -respondió Rebus.

– He visto que miraba mi colección -añadió Bullen señalando con la barbilla las fotos de la pared-. Esto es un local de buen tono de un nivel mejor que los de la zona. Lo que quiere decir que somos exigentes con las bailarinas que empleamos y procuramos no contratar a drogadictas.

– Nadie ha dicho que Ishbel fuese drogadicta, y mucho dudo que de este garito pueda decirse que es de buen tono.

Bullen se reclinó en el asiento para examinarle mejor.

– Debe de faltarle poco para jubilarse, inspector, y me gustaría que llegase pronto el día de poder tratar con policías como su colega. Una perspectiva mucho más agradable -añadió sonriendo hacia Siobhan.

– ¿Cuánto tiempo hace que tiene este local? -preguntó Rebus sacando el tabaco.

– Aquí no fume, que hay riesgo de incendio -dijo Bullen.

Rebus, tras un instante de indecisión, se guardó la cajetilla. Bullen inclinó levemente la cabeza para dar las gracias.

– Contestando a su pregunta: cuatro años.

– ¿Por qué se marchó de Glasgow?

– Pues el asesinato de mi padre podría ser una respuesta.

– No se encontró al culpable, ¿verdad?

– ¿No debería cambiar el «no se encontró» por «no encontramos»?

– La policía de Glasgow y la de Edimburgo son como el día y la noche.

– ¿Quiere decir que usted habría tenido más suerte?

– La suerte no tiene nada que ver.

– Bien, inspector, si ha venido por eso… Estoy seguro de que tendrá otros locales que visitar.

– ¿Podemos hablar con las chicas? -preguntó Siobhan.

– ¿Para qué?

– Para enseñarles la foto. ¿Tienen camerino?

Bullen asintió con la cabeza.

– Detrás de la cortina negra, pero sólo entran en los cambios de turno.

– Pues hablaremos con ellas sobre la marcha donde estén.

– Háganlo -espetó Bullen.

Siobhan dio media vuelta dispuesta a salir, pero se detuvo en seco. Había una chaqueta de cuero colgada en la puerta y palpó el cuello con los dedos.

– ¿Qué coche tiene? -preguntó de pronto.

– ¿Eso qué tiene que ver?

– Es una simple pregunta, pero si prefiere que se la hagamos en otro sitio… -replicó ella mirándole furiosa.

– Un BMW X5 -dijo Bullen con un suspiro.

– ¿Deportivo?

Bullen lanzó un bufido.

– Es un todoterreno de tracción en las cuatro ruedas. Grande como un tanque.

Siobhan asintió con la cabeza.

– Son los coches que compran los hombres cuando tienen necesidad de compensar alguna deficiencia -replicó cruzando la puerta sin más comentarios.

Rebus dirigió una sonrisa a Bullen.

– ¿Qué me dice ahora de esa «perspectiva mucho más agradable»?

– Yo le conozco -dijo Bullen-. Es el poli que Ger Cafferty tiene metido en el bolsillo.

– ¿Y se lo cree?

– Lo dice todo el mundo.

– Y cosa hecha, ¿no?

Rebus dio media vuelta y siguió a Siobhan. Había hecho bien en no responder a la invectiva del joven. Big Ger Cafferty había sido durante años el rey del hampa de Edimburgo y ahora llevaba una vida tranquila, al menos en apariencia. Pero con Cafferty nunca se sabía. Sí, claro que le conocía. De hecho, Bullen acababa de darle una idea, porque si había alguien que pudiera saber qué demonios, hacía un tipo de los bajos fondos de Glasgow como Stuart Bullen en el otro extremo del país, ese alguien era Morris Gerald Cafferty.

Siobhan se había acomodado en un taburete en la barra y los ejecutivos ocupaban ahora una mesa. Rebus se sentó al lado de Siobhan, para tranquilidad del camarero, que probablemente nunca había servido a una mujer sola.

– Una cerveza de la mejor y lo que quiera la señorita -dijo.

– Una coca sin calorías -dijo Siobhan.

El camarero trajo las bebidas.

– Son seis libras.

– El señor Bullen dijo que paga la casa para que seamos buenos -dijo Rebus con un guiño.

– ¿Ha visto alguna vez aquí a esta muchacha? -preguntó Siobhan enseñándole la foto.

– Yo diría que no… pero hay muchas chicas como ella.

– ¿Cómo te llamas, hijo? -preguntó Rebus.

El camarero puso mala cara por lo de «hijo». Tendría sus veintitantos años, era bajo y fuerte y lucía camiseta blanca ajustada, quizá a ejemplo de su jefe. Llevaba el pelo en puntas con brillantina, un miniauricular como el de los gorilas y dos aros en la otra oreja.

– Barney Grant.

– ¿Hace mucho que trabajas aquí, Barney?

– Un par de años.

– En un local como éste serás seguramente uno de los veteranos.

– Soy el más antiguo -asintió el camarero.

– Y seguro que has visto de todo.

Grant asintió con la cabeza.

– Pero algo que no he visto nunca es que Stuart invite a beber a nadie -dijo extendiendo la mano-. Seis libras, por favor.

– Admiro tu constancia, hijo -replicó Rebus echando el dinero sobre el mostrador-. ¿De dónde es tu deje?

– Soy australiano, y le diré una cosa: soy buen fisonomista y creo que le conozco.

– Estuve aquí hace un par de meses en una despedida de soltero, pero no me quedé mucho rato.

– Bien, volvamos a Ishbel Jardine. ¿Cree haberla visto? -preguntó Siobhan con zalamería.

Grant volvió a mirar la foto.

– Pero quizá no haya sido aquí. Hay muchos pubs y discotecas, y puedo haberla visto en cualquier parte.

Guardó el dinero en la caja y Siobhan se dio la vuelta para observar el local, arrepintiéndose inmediatamente de haberlo hecho al ver que una de las bailarinas conducía hacia el reservado a uno de los ejecutivos. Otra, la que había visto al entrar, concentrada en la música, se deslizaba de arriba abajo por el poste plateado sin el tanga de cuero.

– Dios, qué repugnante -comentó a Rebus-. ¿Qué consiguen con eso?

– Aligerar la cartera -repuso él.

Siobhan se volvió otra vez hacia el camarero.

– ¿Cuánto cobran?

– Diez libras por un baile que dura unos minutos, y no se permite tocar.

– ¿Y en el reservado especial?

– No puedo decirle.

– ¿Por qué?

– Porque nunca he entrado. ¿Quiere otra? -preguntó señalando el vaso que estaba lleno de hielo como en el momento de servirlo, pero sin líquido.

– Trucos del oficio -le explicó Rebus a Siobhan-. Cuanto más hielo ponen, menos bebida cabe.

– No, gracias -respondió ella-. Grant, ¿cree que las chicas querrán hablar con nosotros?

– No creo.

– Si le dejamos la foto, ¿se la enseñará?

– Tal vez sí.

– Y aquí tiene mi tarjeta. Puede llamarme si hay novedades -dijo Siobhan tendiéndosela con la fotografía.

– De acuerdo -repuso el camarero guardándolas bajo el mostrador y dirigiéndose a Rebus-: Y usted, ¿quiere otra?

– Con esos precios, no, Barney. Gracias, de todos modos.

– No lo olvide. Llámeme -insistió Siobhan bajándose del taburete y yendo hacia la puerta.

Rebus se detuvo a examinar otras fotos enmarcadas; eran copias de los recortes de periódico del despacho de Bullen. Dio unos golpecitos en una de ellas y Siobhan se acercó para verla mejor. Eran Lex Cater y su cinematográfico padre con sendos rostros blancos por el fogonazo del fotógrafo. A Gordon Cater no le había dado tiempo a tapárselo con la mano y miraba angustiado, pero su hijo sonreía feliz de que su imagen hubiera sido captada para la posteridad.

– Mira los pies de foto -dijo Rebus.

Las imágenes tenían rótulos «exclusivos», todos ellos firmados en negrita por Steve Holly.

– Es curioso que siempre esté en el lugar preciso en el momento justo -comentó Siobhan.

– ¿Verdad que sí? -añadió Rebus.

Afuera, se detuvo a encender un cigarrillo mientras ella continuaba hasta el coche, lo abría, subía y apretaba el volante con las manos. Rebus caminó despacio aspirando el humo a fondo. Cuando llegó al coche aún le quedaba medio pitillo, pero lo tiró a la calzada y subió.