– Pues adelante. Pero nada de fotos -añadió Davidson poniéndole la mano en el hombro.
– Pierde cuidado, Shug.
Rebus subió en el ascensor al segundo piso y fue hasta la puerta 202. Miró hacia abajo y vio que Davidson examinaba los deterioros externos de la caseta y que no se veía por ninguna parte a Reynolds con el té prometido.
La puerta estaba abierta y entró sin llamar. Era un piso alfombrado con una especie de retales y había una escoba apoyada en la pared del vestíbulo. Un escape de agua había dejado su huella oscura en el techo color crema.
– Estoy aquí -oyó decir a Dirwan.
Se encontraba sentado en el sofá del cuarto de estar. El calefactor tenía las dos resistencias encendidas y el vaho cubría las ventanas. Se oía una música étnica suave procedente de un casete y, de pie, frente al sofá, un hombre y una mujer ya mayores.
– Siéntese aquí -dijo Dirwan dando una palmadita sobre el sofá y sosteniendo en la otra mano un platillo con una taza.
Rebus se sentó y la pareja inclinó levemente la cabeza en respuesta a su sonrisa de saludo. Sólo después de sentarse advirtió que no había más sillas y que la pareja permanecía de pie por necesidad. Al abogado no parecía importarle.
– El señor y la señora Singh llevan aquí once años -dijo-. Pero les queda poco.
– Lo lamento -dijo Rebus.
Dirwan contuvo la risa.
– No van a deportarlos, inspector. A su hijo le han ido bien los negocios y tiene una buena casa en Barnton.
– En Cramond -corrigió el hombre.
Cramond era una de las mejores zonas de la ciudad.
– Una buena casa en Cramond -repitió el abogado- y van a mudarse a ella.
– En casa aparte -añadió la mujer complacida con la expresión-. ¿Quiere té o café?
– No, muchas gracias -dijo Rebus-. Pero querría hablar con el señor Dirwan.
– ¿Quiere que les dejemos a solas?
– No, no; podemos hablar fuera -respondió Rebus mirando intencionadamente a Dirwan.
Éste tendió la taza a la mujer.
– Dígale a su hijo que le deseo toda clase de parabienes -añadió elevando la voz exageradamente.
Los Singh le dirigieron una inclinación de la cabeza y Rebus se puso en pie. Tras estrecharles la mano, condujo a Dirwan a la galería.
– No me dirá que no es una familia encantadora -comentó Dirwan después de cerrarse la puerta-. Ya ve que los inmigrantes aportan también prosperidad a la sociedad.
– Nunca lo he puesto en duda. ¿Sabe que tenemos el nombre de la víctima? Stef Yurgii.
Dirwan lanzó un suspiro.
– Me he enterado esta mañana -dijo.
– ¿Ha visto las fotos publicadas en los tabloides?
– Yo no leo la prensa basura.
– ¿Pensaba comunicarnos que le conocía?
– Yo no le conocía. Conozco a la esposa y a los hijos.
– ¿Y no ha tenido ningún contacto con él? ¿No trató de hacer llegar a través de usted algún mensaje a su familia?
Dirwan negó con la cabeza.
– A través de mí, no. Se lo habría dicho a usted. Tiene que creerme, John -añadió mirándole fijamente.
– Sólo mis mejores amigos me llaman John -replicó Rebus-y la confianza hay que ganársela, señor Dirwan. -Se calló un momento para que lo pensase-. ¿No sabía que estaba en Edimburgo?
– No lo sabía.
– Pero se ocupa del caso de la esposa.
El abogado asintió con la cabeza.
– Escuche. No hay derecho. Nos llamamos civilizados, pero nos da igual que ella se pudra con los niños en Whitemire. ¿Ha estado allí?
Rebus asintió con la cabeza.
– Pues ya lo ha visto: no hay árboles, es como una cárcel, con el mínimo de enseñanza y de comida.
– Pero eso no tiene nada que ver con esta investigación -no pudo por menos de replicar Rebus.
– ¡Dios mío, no acabo de creerme lo que oigo ahora que ve personalmente los problemas del racismo en este país!
– Que no afecta a los Singh.
– Que los vea usted sonreír no significa nada -espetó de pronto Dirwan rascándose la nuca-. No debería tomar tanto té: calienta la sangre.
– Escuche, le doy las gracias por su ayuda por hablar con toda esa gente…
– Por cierto, ¿quiere saber qué he averiguado?
– Naturalmente.
– Estuve ayer toda la tarde yendo de puerta en puerta y esta mañana desde primera hora. Claro que hubo muy pocos que me dijeran algo interesante o que aceptasen hablar conmigo.
– Gracias por intentarlo.
Dirwan aceptó el cumplido con una inclinación de cabeza.
– ¿Sabe que Stef Yurgii era periodista en su país?
– Sí.
– Pues bien, los que le conocían en el barrio lo ignoraban. Pero él sabía llegar a la gente y lograr que hablaran, cosa natural en un periodista, ¿de acuerdo?
Rebus asintió con la cabeza.
– Pues Stef hablaba con la gente de sus vidas y les preguntaba datos muy relacionados con su propio pasado.
– ¿Cree que pensaba escribir algo sobre ese tema?
– Es una posibilidad.
– ¿Y qué me dice de su amiga?
Dirwan negó con la cabeza.
– Nadie la conoce. Claro que, teniendo mujer e hijos en Whitemire, es muy posible que no le interesara hacer pública esa relación.
Rebus asintió con la cabeza.
– ¿Alguna cosa más? -inquirió.
– De momento no. ¿Quiere que siga llamando a las puertas?
– Sé que es una tarea ingrata…
– ¡Ni mucho menos! Empiezo a hacerme una idea de este barrio y estoy conociendo a gente que a lo mejor quiere formar una asociación.
– ¿Como la de Glasgow?
– Exactamente. La unidad hace la fuerza.
Rebus reflexionó un instante.
– Bien, le deseo suerte. Y gracias de nuevo -añadió estrechando la mano que le tendía sin que le inspirara plena confianza.
Al fin y al cabo era un abogado y, además, tenía sus propios planes.
Alguien avanzaba por la galería y se apartaron para dejar paso. Rebus vio que era el jovenzuelo del día anterior; el de la piedra. Les miró sin saber a cuál de los dos dirigir mayor desprecio, se detuvo ante los ascensores y pulsó el botón.
– Me han dicho que te gustan los tatuajes -dijo Rebus, al tiempo que se despedía de Dirwan con una inclinación de cabeza y se acercaba al chico, quien dio un paso atrás como si viera a un apestado.
Ninguno de los dos apartaba los ojos de la puerta del ascensor, en tanto que Dirwan, después de llamar sin resultado al 203, se dirigió al 204.
– ¿Qué quiere? -murmuró el joven.
– Pasar buenamente el día. Es lo que hacen los seres humanos: comunicarse, ¿sabes?
– ¿Y a mí qué coño me importa?
– Y también aceptamos la opinión de los demás. Al fin y al cabo, cada uno es como es.
Se oyó un leve sonido metálico al abrirse las puertas del ascensor de la izquierda y Rebus, que se disponía a entrar, al ver que el joven se quedaba atrás, le agarró de la cazadora y le arrastró dentro, sujetándole hasta que se cerraron las puertas. El chico trató de zafarse para pulsar el botón de apertura, pero el ascensor inició el descenso.
– ¿Te gustan los paramilitares esos de la UVF? -prosiguió Rebus.
El joven se limitó a apretar los labios.
– Claro, me imagino que es una especie de cobijo -añadió Rebus como hablando para sus adentros-. Los cobardes necesitan algo en que escudarse. En cuanto a esos tatuajes, ya verás qué bonitos resultan cuando te cases y tengas hijos, vecinos católicos y un jefe musulmán.
– Sí, hombre, me gustaría verlo.
– Vas a ver muchas cosas que no podrás evitar, hijo. Te lo dice alguien con experiencia.
El ascensor se detuvo pero las puertas no se abrieron lo deprisa que el joven esperaba, y él las forzó y salió corriendo. Rebus le vio cruzar la zona de juegos bajo la mirada de Shug Davidson, que observaba la escena desde la puerta de la caseta.
– ¿Haciendo amistades en el barrio? -dijo.